MARIO CAMUS. Santander, 1935. Obra cinematográfica más reciente (como director): La colmena (1982), Los desastres de la guerra (1983), Los santos inocentes (1984), La vieja música (1985), La rusa (1987), La casa de Bernarda Alba (1987), La forja de un rebelde (1990), Después del sueño (1992), Sombras en una batalla (1993), Amor propio (1994), Adosados (1997), El color de las nubes (1998), La ciudad de los prodigios (1999), La playa de los galgos (2002). Obra literaria (relatos): Un fuego oculto (2003).
“Antes que todo fue creada la sabiduría,
y la luz de la inteligencia existe desde la eternidad.”
Eclesiastés, 1,4
y la luz de la inteligencia existe desde la eternidad.”
Eclesiastés, 1,4
Siempre me gusta oír el latín. El hermano Gregorio suele leer durante la clase párrafos de La guerra de las Galias y fragmentos de los discursos de Cicerón. El cura que dice la misa diaria en el colegio, se vuelve hacia nosotros y canta sin alzar demasiado la voz: “Credo in unum Deo...” El sonido, el cuidado que requiere cada palabra, su música, el significado que adivinas muy próximo aunque la mayoría de las veces no lo entiendas, y el tono claro y siempre ceremonioso que se emplea al leerlo lo hacen especialmente atractivo.
He dejado la escuela del pueblo en el verano del cuarenta y cuatro y me han traído a Santander con mi padre para que estudie. Llevo tres años matriculado en el Colegio La Salle. Cursé segunda elemental, hice el ingreso y empiezo el bachiller. Damos clase de latín dos horas diarias a la vuelta del recreo de la mañana. En mi clase hay dos o tres compañeros que son muy buenos traduciendo y analizando los textos más difíciles. Yo camino con el montón, sin ninguna brillantez. No obstante, me siento atraído por la vieja lengua desde que me encontrara con ella en el momento más imprevisto y en el lugar menos apropiado.
Ocurrió durante el verano del año anterior. Unos meses antes había terminado la Segunda Guerra Mundial. Yo, en la vida relajada de las vacaciones, tenía una obligación que no podía descuidar. Se trataba de salir a las dos y media de la tarde a buscar el pan del racionamiento que mi tío Casimiro empaquetaba y nos mandaba en el tren desde Santander. Pedaleando en una bicicleta grande, hacía los dos kilómetros que separaban nuestra casa de la estación y me asomaba al furgón de cabeza donde el factor solía esperar y me entregaba el paquete. Sin apearme de la bicicleta, dejaba el andén, oía el tren que pitaba a mis espaldas antes de continuar la marcha y regresaba a casa por la polvorienta carretera. Así un día y otro. Durante las fiestas de Santiago pasamos en Santander un alargado fin de semana. Frecuentamos las ferias, comimos en la playa y una noche fuimos al circo. De vuelta continué yendo a la estación, volando enloquecido en la bicicleta, llevando a cabo imaginarias carreras con rivales famosos que llenaban las páginas deportivas del diario. Uno de esos días, todavía no habíamos entrado en el mes de agosto, llegué al andén al tiempo que entraba el convoy. La locomotora se fue deteniendo con estruendo y yo me dirigí en busca del factor. Tardé en dar con él. Cuando me hice con el paquete del pan, el tren ya estaba a punto de arrancar. Me disponía a salir pedaleando cuando me llamó la atención el hecho de que la poca gente que había venido a la estación y los viajeros desembarcados estaban detenidos, sin circular, mirando con curiosidad algo que yo no podía ver. El tren ya estaba saliendo y me fui hacia el lado contrario, buscando el extremo del andén. Al fin pude descubrir lo que estaba llamando la atención de todos. Se trataba de un grupo de muchachos entre los trece y los dieciséis años, cargados con palos y con lonas que debían corresponder, me di cuenta más tarde, a tiendas de campaña de buen tamaño. Los chicos estaban comandados por un señor flaco, vestido con traje muy usado y corbata igualmente vieja. Encima llevaba una especie de gabardina con las mismas características y en la cabeza una gorra gris cuya visera caía sobre unas gruesas gafas. Tenía el pelo blanco y largo por ambos lados de la cabeza y sobre la nuca. Era un hombre mayor, alto y respetable. En torno suyo los jóvenes se parecían a Guillermo y sus amigos tal como los describían los libros de Richmal Crompton, aunque con unos años más. Algunos llevaban pantalones bombachos, otros corbata, jersey de rombos y casquetes de dos colores. Formaban un conjunto exótico, imprevisto, algo nuevo en la larga y monótona agonía del verano. ¿Qué hacían plantados en el andén mirando a un lado y a otro? ¿Esperaban algo? ¿Qué les había traído a Cabezón? Todas estas preguntas circulaban entre los curiosos y las conjeturas más extrañas flotaban en forma de murmullos que venían rebotando de grupo en grupo. El equipo de estudiantes ingleses ―eso era lo único que estaba claro― había venido a seguir un curso en el seminario de Comillas. “Un curso... ¿De qué?... Si estos no son católicos”, razonaba un curioso con cierta sensatez. El hombre mayor, que era la autoridad del grupo, mientras los espectadores especulaban, preguntaba a uno y a otro, pero no se hacía entender. Alguno de los chicos se sentó en el borde del andén y varios compañeros le imitaron. “Como han ganado la guerra se creen con derecho a viajar y a vivir donde quieran”, una espectadora lo tenía así de claro. “Son alumnos de una academia militar y están en alguna maniobra que se han inventado. Hay que conocer a los ingleses”. Los disparates iban tomando cuerpo y estaban a punto de desatarse las fantasías más divertidas y forzadas. Seguía llegando gente de Cabezón. Los que iban de paso se detenían. Había viajeros anclados en el mismo lugar en que se habían apeado, con lo paquetes y maletas en el suelo. El viejo inglés seguía preguntando en su idioma a todo el que se acercaba. No encontraba comprensión alguna. Movían la cabeza, eso sí, procurando ser amables. Intentó con otros idiomas y obtuvo idénticos resultados. Hubo un momento en que, vista la dificultad, el hombre decidió tomárselo con calma y pensar. Se sentó encima de uno de los bultos. Los muchachos hablaban entre ellos y no parecían nerviosos ni preocupados por nada. Ni siquiera reparaban en la expectación que habían creado. Se limitaban a esperar. Mientras el profesor pensaba, los espectadores dieron alguna muestra de impaciencia.Yo no estaba dispuesto a irme. Con un traqueteo espectacular se acercaba un mercancías. Su aparición nos distrajo y entretuvo a los ingleses. No se detuvo y el fogonero saludó desde la máquina. Al final del interminable paso de los vagones cargados con enormes rollos de alambre, un guardafrenos, a medio tren, también levantó la mano. El viejo se levantó y nos mostró el dibujo. Al principio nadie se atrevió a decir lo que le parecía. Hasta que se arrancó el jefe de estación, decidido. “Ha dibujado a un cura”, dijo. Los demás tardamos en darle la razón, pero el dibujo que mostraba no dejaba lugar a equívoco alguno. Un hombre con sotana y teja. “¿Y qué quiere decirnos?”. Felicitas, que vendía caramelos y frutos secos al paso de los trenes, nos espabiló a todos. “Que quiere ver al cura; eso está diciendo”. El viejo asintió haciendo un gesto hacia las casas de Cabezón. Ahora parecía claro el acertijo. Me miraron a mí porque tenía la bicicleta en la mano y con la mirada me estaban mandando en busca de don Manuel, que era un cura engreído y antipático. No esperé siquiera a que nadie lo dijera. Salí corriendo sin saber adónde tenía que dirigirme. Lo iba pensando cuando recorría la avenida.
He dejado la escuela del pueblo en el verano del cuarenta y cuatro y me han traído a Santander con mi padre para que estudie. Llevo tres años matriculado en el Colegio La Salle. Cursé segunda elemental, hice el ingreso y empiezo el bachiller. Damos clase de latín dos horas diarias a la vuelta del recreo de la mañana. En mi clase hay dos o tres compañeros que son muy buenos traduciendo y analizando los textos más difíciles. Yo camino con el montón, sin ninguna brillantez. No obstante, me siento atraído por la vieja lengua desde que me encontrara con ella en el momento más imprevisto y en el lugar menos apropiado.
Ocurrió durante el verano del año anterior. Unos meses antes había terminado la Segunda Guerra Mundial. Yo, en la vida relajada de las vacaciones, tenía una obligación que no podía descuidar. Se trataba de salir a las dos y media de la tarde a buscar el pan del racionamiento que mi tío Casimiro empaquetaba y nos mandaba en el tren desde Santander. Pedaleando en una bicicleta grande, hacía los dos kilómetros que separaban nuestra casa de la estación y me asomaba al furgón de cabeza donde el factor solía esperar y me entregaba el paquete. Sin apearme de la bicicleta, dejaba el andén, oía el tren que pitaba a mis espaldas antes de continuar la marcha y regresaba a casa por la polvorienta carretera. Así un día y otro. Durante las fiestas de Santiago pasamos en Santander un alargado fin de semana. Frecuentamos las ferias, comimos en la playa y una noche fuimos al circo. De vuelta continué yendo a la estación, volando enloquecido en la bicicleta, llevando a cabo imaginarias carreras con rivales famosos que llenaban las páginas deportivas del diario. Uno de esos días, todavía no habíamos entrado en el mes de agosto, llegué al andén al tiempo que entraba el convoy. La locomotora se fue deteniendo con estruendo y yo me dirigí en busca del factor. Tardé en dar con él. Cuando me hice con el paquete del pan, el tren ya estaba a punto de arrancar. Me disponía a salir pedaleando cuando me llamó la atención el hecho de que la poca gente que había venido a la estación y los viajeros desembarcados estaban detenidos, sin circular, mirando con curiosidad algo que yo no podía ver. El tren ya estaba saliendo y me fui hacia el lado contrario, buscando el extremo del andén. Al fin pude descubrir lo que estaba llamando la atención de todos. Se trataba de un grupo de muchachos entre los trece y los dieciséis años, cargados con palos y con lonas que debían corresponder, me di cuenta más tarde, a tiendas de campaña de buen tamaño. Los chicos estaban comandados por un señor flaco, vestido con traje muy usado y corbata igualmente vieja. Encima llevaba una especie de gabardina con las mismas características y en la cabeza una gorra gris cuya visera caía sobre unas gruesas gafas. Tenía el pelo blanco y largo por ambos lados de la cabeza y sobre la nuca. Era un hombre mayor, alto y respetable. En torno suyo los jóvenes se parecían a Guillermo y sus amigos tal como los describían los libros de Richmal Crompton, aunque con unos años más. Algunos llevaban pantalones bombachos, otros corbata, jersey de rombos y casquetes de dos colores. Formaban un conjunto exótico, imprevisto, algo nuevo en la larga y monótona agonía del verano. ¿Qué hacían plantados en el andén mirando a un lado y a otro? ¿Esperaban algo? ¿Qué les había traído a Cabezón? Todas estas preguntas circulaban entre los curiosos y las conjeturas más extrañas flotaban en forma de murmullos que venían rebotando de grupo en grupo. El equipo de estudiantes ingleses ―eso era lo único que estaba claro― había venido a seguir un curso en el seminario de Comillas. “Un curso... ¿De qué?... Si estos no son católicos”, razonaba un curioso con cierta sensatez. El hombre mayor, que era la autoridad del grupo, mientras los espectadores especulaban, preguntaba a uno y a otro, pero no se hacía entender. Alguno de los chicos se sentó en el borde del andén y varios compañeros le imitaron. “Como han ganado la guerra se creen con derecho a viajar y a vivir donde quieran”, una espectadora lo tenía así de claro. “Son alumnos de una academia militar y están en alguna maniobra que se han inventado. Hay que conocer a los ingleses”. Los disparates iban tomando cuerpo y estaban a punto de desatarse las fantasías más divertidas y forzadas. Seguía llegando gente de Cabezón. Los que iban de paso se detenían. Había viajeros anclados en el mismo lugar en que se habían apeado, con lo paquetes y maletas en el suelo. El viejo inglés seguía preguntando en su idioma a todo el que se acercaba. No encontraba comprensión alguna. Movían la cabeza, eso sí, procurando ser amables. Intentó con otros idiomas y obtuvo idénticos resultados. Hubo un momento en que, vista la dificultad, el hombre decidió tomárselo con calma y pensar. Se sentó encima de uno de los bultos. Los muchachos hablaban entre ellos y no parecían nerviosos ni preocupados por nada. Ni siquiera reparaban en la expectación que habían creado. Se limitaban a esperar. Mientras el profesor pensaba, los espectadores dieron alguna muestra de impaciencia.Yo no estaba dispuesto a irme. Con un traqueteo espectacular se acercaba un mercancías. Su aparición nos distrajo y entretuvo a los ingleses. No se detuvo y el fogonero saludó desde la máquina. Al final del interminable paso de los vagones cargados con enormes rollos de alambre, un guardafrenos, a medio tren, también levantó la mano. El viejo se levantó y nos mostró el dibujo. Al principio nadie se atrevió a decir lo que le parecía. Hasta que se arrancó el jefe de estación, decidido. “Ha dibujado a un cura”, dijo. Los demás tardamos en darle la razón, pero el dibujo que mostraba no dejaba lugar a equívoco alguno. Un hombre con sotana y teja. “¿Y qué quiere decirnos?”. Felicitas, que vendía caramelos y frutos secos al paso de los trenes, nos espabiló a todos. “Que quiere ver al cura; eso está diciendo”. El viejo asintió haciendo un gesto hacia las casas de Cabezón. Ahora parecía claro el acertijo. Me miraron a mí porque tenía la bicicleta en la mano y con la mirada me estaban mandando en busca de don Manuel, que era un cura engreído y antipático. No esperé siquiera a que nadie lo dijera. Salí corriendo sin saber adónde tenía que dirigirme. Lo iba pensando cuando recorría la avenida.
Empecé por entrar en la iglesia. No encontré a nadie. A continuación me acerqué al café que estaba en la calle principal. Allí pregunté por él y Daniel, el dueño del lugar, me mandó al Ayuntamiento donde, a esta hora de la tarde, el cura tenía costumbre de hacer una pequeña tertulia con el secretario y un par de personas más. Dejé la bicicleta en la verja y entré a buscarlo. Cuando le expliqué con cierta dificultad la razón que me traía allí, no me contestó siquiera. Me quedé parado en la puerta. El cura hizo algún comentario que no entendí muy bien, pero por el tono y la falta total de curiosidad deduje que no tenía interés alguno en desplazarse a la estación. Entonces me di la vuelta buscando la salida. Cuando iba a montar en la bicicleta, toda la tertulia que había dejado en el interior salió con prisa, enfilando la avenida. Estaba claro que los amigos de don Manuel le habían convencido para que atendiera aquella extravagante cita. Los adelanté, volví al andén, donde nadie se había movido, y satisfecho les comuniqué que el cura tardaría dos minutos en llegar. Durante todo este tiempo había llevado el paquete del pan en una mano y sin dejarlo esperé como todo el mundo a que el encuentro se produjera. El viejo profesor inglés se vino hasta el extremo del andén como un rey que se prepara para recibir a otro rey. Todos se pusieron detrás para no perderse lo que iba a suceder. Los jóvenes extranjeros no dieron importancia alguna al desplazamiento del profesor y cuando el cura subió la rampa del andén para reunirse con él, ni siquiera estaban mirando.
Nosotros todavía ignorábamos el motivo por el que el inglés había hecho llamar al cura. Por eso tanta expectación.
Don Manuel inclinó la cabeza ligeramente, a modo de saludo, respondiendo al gesto que le había hecho el viejo. Tuvo que esperar muy poco tiempo para conocer lo que éste pretendía. El profesor le habló y el cura le entendió y le contestó a su vez. Ante un público admirado, ambos se dedicaron a hablar con cierta fluidez en latín.
—Y... ¿qué pasó entonces? —me habla Ortiz, uno de los amigos de clase a los que les he contado el suceso.
—Que hablaron en latín...
—Pero, ¿qué querían los ingleses?
Don Manuel inclinó la cabeza ligeramente, a modo de saludo, respondiendo al gesto que le había hecho el viejo. Tuvo que esperar muy poco tiempo para conocer lo que éste pretendía. El profesor le habló y el cura le entendió y le contestó a su vez. Ante un público admirado, ambos se dedicaron a hablar con cierta fluidez en latín.
—Y... ¿qué pasó entonces? —me habla Ortiz, uno de los amigos de clase a los que les he contado el suceso.
—Que hablaron en latín...
—Pero, ¿qué querían los ingleses?
—Un lugar donde pudieran acampar quince días... Y los permisos correspondientes, claro...
— “Locus aestiva castra”, —dice Molinillo, y añade— se veía venir...
Discutimos sobre si la historia está bien o mal contada, pero nadie la pone en duda. Un poco más tarde suena el silbato llamando a clase.
El cielo amenaza lluvia. Hasta puede ser que se acerque una tormenta. Por la tarde tenemos literatura con el hermano Cándido. Los relámpagos y los truenos hacen cualquier clase agradable y cuando nos llegue la hora de volver a casa, con un poco de suerte habrá dejado de llover, olerá a tierra y el aire estará limpio.
El problema de las carreras es que, si a uno no se lo explican bien, llegará un momento en que no sepa por dónde tirar. Te dicen: “Subes por La Coyuga, llegas al Alisón, dejas atrás el invernal de Toribio y bajas por la cambera de San Miguel hasta el regato de Las Anguilas. Llegando al Serrallo, la gente que está siguiendo la competición te marcará el camino hasta la meta. Todo muy sencillo”. “¿Cómo será esa gente?”, te preguntas. Pero enseguida piensas que, sea como sea, lo único que tiene que hacer por ti es señalarte el camino.Cuando el cabo de la Guardia Civil hacía el disparo de fogueo, emprendíamos la marcha en nervioso montón. En cien metros había muchos tropezones, a los doscientos se oía resoplar y las respiraciones silbaban angustiosas cuando el camino se empinaba y teníamos que echar el cuerpo hacia delante y cuidar el asiento de los pies en las ondulaciones del barro seco del suelo. Superadas las cuestas tan pindias ya no había contactos porque nos íbamos separando. Lejos de las bravatas previas, empezábamos a preocuparnos cada uno de nosotros mismos. Aparecían de pronto otras subidas que se hacían interminables. Cuando llegaba la hora de bajar, el apoyo de las pisadas tenía que ser enérgico, y por las piernas, con las sacudidas, ascendía hasta el estómago como una corriente eléctrica. No se podía parar. Esa era la decisión suprema, el propósito irrenunciable, la más antigua aspiración en una vida tan corta. A la cabeza afluían canciones de moda, trozos de melodías que no se fijaban y saltaban como tocadas por un piano loco. Así marchábamos, separados, muy fatigados, cada uno con su particular angustia de no cumplir, de no llegar a alcanzar aquello que se esperaba de él. Entonces se presentaban las mayores dificultades. Empezaban a verse pequeños grupos de personas aisladas y paradas al borde del camino. Nos veían venir y sus miradas eran maliciosas, de quienes van a tenderte una trampa. Indicaban con la mano el camino y nosotros seguíamos sus indicaciones. No corrían ni participaban, pero nos mandaban unos a un lado y otros al contrario, y después quedaban riéndose. Hasta que el siguiente aparecía ante sus ojos y trataban de serenarse para que la víctima no sospechara el engaño. La competición así llevada no terminaba nunca y la fatiga te pedía a gritos que parases. Pero nadie estaba por la labor. Y la carrera sin fin, muy estirada, proseguía.
— “Locus aestiva castra”, —dice Molinillo, y añade— se veía venir...
Discutimos sobre si la historia está bien o mal contada, pero nadie la pone en duda. Un poco más tarde suena el silbato llamando a clase.
El cielo amenaza lluvia. Hasta puede ser que se acerque una tormenta. Por la tarde tenemos literatura con el hermano Cándido. Los relámpagos y los truenos hacen cualquier clase agradable y cuando nos llegue la hora de volver a casa, con un poco de suerte habrá dejado de llover, olerá a tierra y el aire estará limpio.
El problema de las carreras es que, si a uno no se lo explican bien, llegará un momento en que no sepa por dónde tirar. Te dicen: “Subes por La Coyuga, llegas al Alisón, dejas atrás el invernal de Toribio y bajas por la cambera de San Miguel hasta el regato de Las Anguilas. Llegando al Serrallo, la gente que está siguiendo la competición te marcará el camino hasta la meta. Todo muy sencillo”. “¿Cómo será esa gente?”, te preguntas. Pero enseguida piensas que, sea como sea, lo único que tiene que hacer por ti es señalarte el camino.Cuando el cabo de la Guardia Civil hacía el disparo de fogueo, emprendíamos la marcha en nervioso montón. En cien metros había muchos tropezones, a los doscientos se oía resoplar y las respiraciones silbaban angustiosas cuando el camino se empinaba y teníamos que echar el cuerpo hacia delante y cuidar el asiento de los pies en las ondulaciones del barro seco del suelo. Superadas las cuestas tan pindias ya no había contactos porque nos íbamos separando. Lejos de las bravatas previas, empezábamos a preocuparnos cada uno de nosotros mismos. Aparecían de pronto otras subidas que se hacían interminables. Cuando llegaba la hora de bajar, el apoyo de las pisadas tenía que ser enérgico, y por las piernas, con las sacudidas, ascendía hasta el estómago como una corriente eléctrica. No se podía parar. Esa era la decisión suprema, el propósito irrenunciable, la más antigua aspiración en una vida tan corta. A la cabeza afluían canciones de moda, trozos de melodías que no se fijaban y saltaban como tocadas por un piano loco. Así marchábamos, separados, muy fatigados, cada uno con su particular angustia de no cumplir, de no llegar a alcanzar aquello que se esperaba de él. Entonces se presentaban las mayores dificultades. Empezaban a verse pequeños grupos de personas aisladas y paradas al borde del camino. Nos veían venir y sus miradas eran maliciosas, de quienes van a tenderte una trampa. Indicaban con la mano el camino y nosotros seguíamos sus indicaciones. No corrían ni participaban, pero nos mandaban unos a un lado y otros al contrario, y después quedaban riéndose. Hasta que el siguiente aparecía ante sus ojos y trataban de serenarse para que la víctima no sospechara el engaño. La competición así llevada no terminaba nunca y la fatiga te pedía a gritos que parases. Pero nadie estaba por la labor. Y la carrera sin fin, muy estirada, proseguía.
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