QUOD VIDES SCRIBE IN LIBRO (Segundo capítulo de la novela inédita El Número de la Bella, cedido por cortesía de Ediciones Valnera)

EMILIO PASCUAL
.
Tejares, Segovia, 1948. Actualmente reside en Cantabria. Obra literaria: El Purgatorio de don Oficinio (1977), Aventura en el Gris (1990), “Las trompetas de Jericó” (1992, cuento), “La virgen tuerta” (1999, cuento); Días de Reyes Magos (1999: Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, Premio Lazarillo), Campomanes y yo (2002), El fantasma anidó bajo el alero (2003), Apócrifos del libro (2004), Trío de color. Tres historias de mesterosos, apisonados y dolorientes (2005).

Puesto que me pedisteis, óptimo y venerado Eterio, que me informara con exactitud de todo desde los orígenes, me ha parecido escribiros con puntualidad y orden la historia de lo sucedido en el monasterio. Y pues deseáis, reverendísimo padre, se os relate el caso muy por extenso, lo tomaré desde el principio, porque tengáis entera noticia de la persona que fue vuestro maestro y la firmeza de la doctrina que recibisteis.
Querría empezar con la precisión del evangelista, señalando años y lugares, valíes, reyes y papas; pero sería pretencioso pretender imitar al santo, y temerario revelar lo que Dios quiso que permaneciera oculto. Mis primeras averiguaciones sobre el lugar, el día y la hora del nacimiento del santo Beato no me han llevado a conclusiones satisfactorias, pues todo el mundo parece callar o ignorar la procedencia del viento de Dios. Podría decir que tampoco se supo de Homero, y que así habrá sido dispuesto, porque todas las villas y lugares de Liébana contiendan entre sí por ahijársele y tenerle por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero. Pero, siendo un hombre de Dios y no una caña movida por el viento, baste saber que Juan Bautista apareció en el desierto sin más hábito que un vestido de pelos de camello y un cinturón de cuero, ni más alimento que langostas y miel silvestre, y con todo fue considerado por Nuestro Señor Jesucristo como el mayor entre los nacidos de mujer. Y, así, tengo para mí que el mayor elogio de nuestro Beato reside en la nebulosa de su origen.
Quieren decir que nació el mismo año en que murió don Pelayo, y quizá lo hacen seducidos por la simetría del acontecimiento, pues es condigno de los designios de Dios que donde abundó el pecado sobreabundara la gracia, y cuando cayó el primer vencedor de los moros surgiera el primer vencedor de la herejía; y si la primera derrota de la media luna tuvo su origen y principio en una cueva santa por la intercesión de Nuestra Señora, que la lleva bajo sus pies, la primera derrota del adopcionismo lo tendría en la santidad de un monasterio, por la misma pluma que proclamó los cielos nuevos y la nueva tierra que Cristo inauguró al tomar nuestra carne. Demás de que el nacimiento del santo Beato habría sido el signo más favorable de estos tiempos, pues a Favila, el hijo de don Pelayo, yendo a caza de montería, le comió un oso, por quien empezó a decirse aquello:

De los osos seas comido,
como Favila el nombrado,

y aun ronda la superstición de que, si el abuelo fue ajusticiado y el nieto devorado por un oso, mejor no seguir tentando a Dios, y evitar en adelante el nombre de Favila.
Sobre el año hay mucho que decir, pues ya sabe Vuestra Reverencia que el rigor de los números no siempre coincide con los errores de cálculo, y con frecuencia los humanos yerran acertando y aciertan cuando se equivocan. Y, siendo esto así como lo es, no es de extrañar que el año del nacimiento del Salvador haya sufrido tantos altibajos, influyendo como las estrellas en el movimiento de las fechas en nuestros días. Pero, al margen de cómputos y eras, lo que yo tengo averiguado es que don Pelayo murió el año 737, que es número capicúa, y además presenta la Trinidad Santa, que es el tres, entre la universalidad de las Iglesias, que es el siete, como enseñó Isidoro de Sevilla; además su suma da diecisiete, número indivisible salvo por sí mismo y por la unidad, indicando así el surgimiento del que nace en el tiempo y espacio del que muere, para la mejor construcción de la ciudad de Dios y edificación de sus siervos, pues ya dijo el salmista que, “si el señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Y, si “por el número somos instruidos para no equivocarnos”, como escribió el propio Beato, me atrevo a deducir que él nació en ese año de gracia, para ser luz que ilumina a los herejes y a todo el pueblo cristiano.
Ruego a Vuestra Reverencia perdone estas digresiones de neófito ignorante, pues antes de tomar la pluma debería haber empezado con las humildes palabras del profeta: Ecce nescio loqui, quia puer ego sum, mirad que no sé hablar, pues soy un niño. Pero, ya que quisisteis que viniera adonde me enviabais, no seré tan fatuo y pretencioso para presumir que el espíritu pondrá sus palabras en mi boca, pero tampoco temeré mi torpeza mientras goce de vuestra protección, amén.
¡Es un valle privilegiado! No parece sino que el espíritu de Dios ha pasado por aquí embelleciéndolo todo. Se cuenta que cuando Toribio de Palencia y sus discípulos llegaron a estas tierras hace casi tres siglos en busca de paz y de silencio —según aquel dicho del profeta: “es bueno esperar en silencio el auxilio del Señor”—, el santo Toribio eligió un lugar apacible y escondido para orar, que más tarde sus discípulos y los discípulos de sus discípulos denominarían Cueva Santa, como santa fue la cueva de Nuestra Señora, de donde tomó fuerzas don Pelayo para frenar el ímpetu de los moros.
Vengo observando que las cosas de este mundo no siempre parecen lo que son, porque, así como Nuestro Señor y Maestro bene omnia fecit, “lo hizo todo bien”, los hombres nos empeñamos a veces en torcer el destino de una creación que desde el principio vio Dios que era buena. La ley de Moisés prohibía ciertos alimentos, y tuvo que venir el Hijo del Hombre para enseñarnos que no nos hace impuro lo que entra por la boca, sino lo que de ella sale. En una cueva esperó Elías el paso de Dios, para aprender él y enseñarnos a nosotros que el poder divino no está en el viento que rompe los montes y quiebra las peñas, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el blando susurro de la brisa; pero también en una cueva ocurrió el oprobio de las hijas de Lot yaciendo con su propio padre. En la cueva de Odulam se escondió David de las iras de Saúl, y en la de Engadi mostró su longanimidad y clemencia con su perseguidor, que había entrado allí a hacer una necesidad; pero también en una cueva de Maceda se refugiaron los cinco reyes que Josué venció, y fueron colgados cada uno de su árbol.
Digo esto porque vea Vuestra Reverencia cómo en la misma cueva se puede alabar a Dios y deshonrar su nombre. Desde esta cueva, que después convertiría en oratorio con ayuda de sus discípulos, el santo Toribio pudo contemplar la magnificencia del Creador que se revela en la naturaleza, pues está escrito que, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas. Aquí pudo ver esas puestas de sol que convierten en príncipe al mendigo; aquí una variedad del arco iris, que el otoño ofrece en los propios árboles, y la sucesión de las estaciones en pinceladas superpuestas: las amapolas entre espigas verdisecas; el pecho del petirrojo; la retama, la oropéndola y las hojas de haya; los helechos y el trébol; el cielo encima de las Peñas de Europa; las nubes que a veces los tiñen al atardecer y algunos racimos de uvas; el brezo y la violeta, “que brota de la tierra sin que nadie la siembre”. Aquí, en fin, el canto de la curruca, capaz de convertir los siglos en minutos y de empollar los huevos del cuclillo.
Aquí supo Toribio que estaba su destino y desde lo alto de la montaña arrojó el cayado, dejando a Dios la elección del lugar del monasterio. El espíritu, que sopla donde quiere, llevó en volandas el cayado del monje hasta el lugar en que ahora me hallo, donde empezó a construirse el monasterio con la devoción y entusiasmo de los elegidos de Dios. De entonces acá han ocurrido muchas cosas. Han caído reyes y han surgido otros; hemos sido invadidos y hemos respondido a la invasión. Pero ya el Eclesiastés, hijo de David, escribió que mejor es la sabiduría que las armas, y la Sabiduría de Salomón vaticinó que “un varón irreprensible se apresuró a combatir por el pueblo con las armas de su propio ministerio, la oración y la expiación del incienso, y resistió a la cólera y puso fin al azote, mostrando que era tu siervo”. Ahora ese noble varón ha perecido.
Fiel a vuestra encomienda de ver, oír y escribir, he puesto manos a la obra en esta celda bendecida por las lluvias de abril y el sol de mayo. Debo decir a Vuestra Reverencia que tengo la sospecha de que algún secreto ominoso planea sobre el monasterio como el halcón peregrino sobre el valle, pues he sabido que ha habido varias muertes y ausencias en circunstancias misteriosas. Mis primeras pesquisas han sido vanas, pues no parece sino que todos los habitantes del monasterio están sujetos a un pacto de silencio, que no sé si atribuir a la estricta observancia de la regla o al ocultamiento del caso. Incluso mi acceso a la biblioteca —que está situada a la izquierda del ábside de la iglesia, como cosa sagrada, y cuya disposición y número de volúmenes me ha hecho caer en el pecado de la envidia ante la modestia de la nuestra de Osma—, incluso mi acceso a la biblioteca, digo, parece ser mirado con recelo, como si alguien temiera que descubriera no sé qué extraños arcanos que quisieran mantener ocultos. Para nuestros espíritus hambrientos de saber, una biblioteca es como rocío del cielo, como la llegada del heredero de la promesa, en cuyos días florezca la justicia y la paz mientras durare la luna; pero en ésta algunos de sus libros están atados con cadenas, literalmente aherrojados, y la sola explicación que se me da de su prisión es que están santificados por las manos y los ojos del santo abad que los tocó y contempló, y no sería bien dejarlos al albur del estropicio o del hurto, y ni siquiera al del uso desconsiderado, pues, según parece, el propio Beato decía que toties irrogatur iniuria, quoties eisdem apponitur manus foeda, que es tanto como decir que se les hace grande injuria solo con tocarlos con las manos sucias.
El hermano bibliotecario me sigue a todas partes en cuanto penetro en su reino y, no sé si con aire de advertencia o amenaza, con su mirada torva parece decirme como el hijo del hombre del Apocalipsis: “Soy yo quien tiene las llaves de la muerte y del infierno”. De modo que a veces tengo la sensación de hallarme aquí como el roquero solitario, y no parece sino que todos me están invitando a que me vaya a anidar a los peñascos en vez de entre los libros de la biblioteca.
En cambio, por alguna razón que desconozco, he sido bien aceptado por el mastín del monasterio. Es un animal soberbio, de cabeza poderosa y mirada inteligente, que, guarnecido como está de la carlanca al cuello, apenas habrá lobo que resistirle pueda, salvo en manada, que no osaré yo decir comunidad. Tiene por sobrenombre Ezequiel, “fortaleza de Dios”, si Vuestra Reverencia no lo ha por enojo, pues es sabido que solo Dios es el santo, el fuerte y el inmortal. Parece que el nombre se lo puso el propio Beato con ocasión de un mal encuentro en el bosque, cuya naturaleza no he sabido averiguar. Él escribió que el Señor “da fortaleza al que está aterrado no por la incredulidad, sino por la admiración”. En todo caso, yo puedo añadir que he recibido más muestras de humanidad del mastín que de los monjes.
Cobijado en uno de los machones de la cuadra he visto un nido de golondrinas del año pasado, en espera de su repoblación en primavera. Uno se pregunta dónde están las nieves de antaño, la verdura de las eras, y si en los nidos...
Pero solo en los nidos de golondrina, aun desprovistos de pájaros hogaño, cabe la esperanza de oír nuevas aves, como yo espero hallar las fuentes de este río ahora congelado.

No hay comentarios: