Reinaldo JIMÉNEZ: El vuelo único. Algaida, Sevilla, 2006.
Con El vuelo único mereció el poeta granadino Reinaldo Jiménez el X Premio de Poesía “Alegría”, convocado por el Ayuntamiento de Santander dentro del marco de los premios de creación literaria que en homenaje a la figura de José Hierro se instituyeron primero en sus modalidades de poesía y relato para jóvenes cántabros y, más adelante, en esta convocatoria abierta que recuerda en su nombre uno de los libros memorables de Hierro.
Una primera lectura del poemario nos permitiría ya apreciar algunas de las virtudes en fondo y forma de un libro moderno, vivo y a un tiempo denso y amable. En lo que a los aspectos formales se refiere, opta Jiménez por el verso generalmente breve, seco y cortante a veces, en una ordenación de las palabras que, engañosamente, podría hacernos leer en clave prosaica, dejándonos llevar por ese empuje lector al que conduce la presencia constante de encabalgamientos. Una especie de trampa que habilita dos formas de aproximarse a los poemas, una más rápida, que ahondaría en las raíces significativas de cada fragmento y trataría de ayudarnos a desvelar el viaje interior que late en cada una de las poesías integradas en el libro, pero también otra más pausada, menos evidente, en la que Reinaldo Jiménez nos muestra un importante trabajo rítmico que llena de serenidad e incita a recrearse en las pausas versales. Se muestra así un rasgo que habita la mayor parte de los poemas, ese toque clásico que se recrea en las combinaciones de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos blancos (omnipresentes hoy en la poesía española).
Sobrio y preciso es el uso que el poeta hace de la retórica. A través de un lenguaje sencillo, Reinaldo Jiménez no quiere ser del todo, en la oposición ya clásica, ni comunicador ni inefable (se aparta, eso sí, de cualquier tentación esteticista). Y por ello dosifica la información, las claves de la experiencia personal que laten en la apertura de cada poema, agranda poco a poco la invención subjetiva utilizando imágenes afortunadas pero contenidas para retorcer la dirección de las palabras y cierra el poema con un viaje interior que a un tiempo ahonda en la mirada más parcial del poeta, en su concreta emoción, y universaliza el canto, categoriza transformando este árbol en el árbol (“Advierto bajo el árbol –no ya éste,/ sino el árbol que acaso perdura inextinguible/ en la cámara íntima de nuestras emociones-/ que es el tiempo en que hablamos/ de aquello que conmueve/ el que duele, el que canta.”). Con eficacia, con maestría, con no poca belleza en los momentos altos del libro, transforma pues Jiménez la realidad sensible en afirmación, en construcción de un universo emocional, espiritual, filosófico que va abriéndose a lo largo de las páginas, ganando coherencia y delimitando las claves que conformarán el único vuelo posible a que el título nos convoca.
Pero ¿cuál es ese vuelo?¿en qué claves debemos apoyar el edificio personal que se nos muestra? No en el apego al fotograma descriptivo de cierta poética realista, aunque en algunos momentos de El vuelo único se nos recuerde la fuerza de esa escritura (“Quizá porque haya puesto la tormenta/ en fuga a los bañistas y parece/ el mar un mar de invierno he revivido/ este mismo paisaje hace ya muchos años/ cuyas lindes mirábamos henchidos de proyectos.”). Tampoco en la exploración casi mística que utiliza el lenguaje para aproximar quién sabe qué oscuros paisajes revelados, si bien el propio poeta nos realza la presencia de esa búsqueda en su exploración (“Las palabras tan sólo nos acercan/ al territorio de lo impronunciable.”). Es notable cierta penetración de la poesía meditativa o elegíaca que se impone en la última década como uno de los paradigmas más comunes en la lírica hispana, y de la que Reinaldo Jiménez se muestra conocedor tanto en ese remansamiento métrico al que antes nos referíamos como en los temas, la complacencia por la mirada calma, la omnipresencia de la naturaleza, la espiritualización, el tono aforístico de ciertas afirmaciones y una cierta melancolía que atraviesa el edificio entero. Pero tampoco sería justo ni posible adscribir El vuelo único a esta corriente. Porque la mirada del granadino no es estática, complaciente, sino que la estructura que expuse de mirada / retorcimiento / trascendencia que se acomoda a la mayor parte de los poemas nos abre un cuarto hilo, una nueva tradición imprescindible para urdir la trama del vuelo: la celebración.
Me parece importante resaltar esa experiencia de la celebración, el vitalismo con que Jiménez se aproxima al medio natural y le roba el alma, lo espiritualiza y lo re-liga (hay un pulso religioso evidente en poemas como Viernes Santo, pero que de manera más sutil da sentido a otros como Limpidez de la noche). Se apodera poco a poco de la lectura este sentido de exaltación que con anclajes en los místicos castellanos dio tanto fuego a las palabras de Claudio Rodríguez, pero también de Jesús Hilario Tundidor, José Luis Puerto o Ramón García Mateos, por citar cuatro generaciones diversas de celebradores. Todos, por cierto, castellanos, de la Castilla vieja. Me parece importante, insisto, la idea de la celebración en El vuelo único porque es esa furia por festejar la vida, por apartar lo sombrío y recordar lo excelso (Contemplo estas ruinas. Miro / el hontanar del tiempo, no su decrepitud”), por alumbrar y reír hasta en la paradoja (“Y en los ojos / de quien contempla / el inefable rostro de la tarde / hay una lágrima / terrible / de alegría.”). Porque es esa trascendencia buscada, esa construcción hímnica, ese girar alrededor del luminoso pan de las incertidumbres donde se afirma la voz de Reinaldo Jiménez, donde cobra altura y se nos hace necesaria, humana, moral, luminosa: “He de abrir las ventanas/ a la luz venidera./Cerrar con paz los ojos./Respirarla”.
por REGINO MATEO
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Rafael FOMBELLIDA: La propia voz. Poemas escogidos 1985-2005. La mirada creadora, Santander, 2006.
Es ésta la primera obra que, bajo el amparo de la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, y dirigida por Elda Lavín, se publica en una nueva colección, con el rótulo “La mirada creadora”. Bello formato adaptable al tamaño de un bolsillo, convirtiéndolo así en literatura portátil. La fotografía de sobrecubierta delata el origen del poeta: Torrelavega.
Se trata de una antología, un “florilegio” en que el autor autoselecciona “su propia voz”. Son treinta y dos poemas de libros anteriores: Deudas de juego y Norte magnético, más doce poemas finales, alguno de ellos inédito.
En las palabras previas, Carlos Marzal establece una división de los poetas en elegiacos e hímnicos, encuadrando a Rafael Fombellida entre los hímnicos, entre los poetas celebratorios, con el matiz de “hímnico escéptico”. Sin embargo, el propio autor de este poemario considera que su poesía es simbolista y de filiación elegiaca, siendo el tema de sus poemas la subjetividad: “En ausencia de luz abro los ojos/ a un mundo más pacífico. Presiento/ … / En ausencia de luz cierro los párpados”. Así comienza y se desarrolla “Bonaire, 16”, y así termina “Vasos de té silvestre”: “Resucita el instante en cada sorbo/ que el desvelo robó a la oscuridad”. Esa luz que, a modo de campo semántico, es sol, destello, relámpago, fulgor, resplandor, nieve, cristal, blanco o luz artificial, como en el poema “Lámparas”: “donde luz y tiniebla se embaucan mutuamente”. Luz y oscuridad se contraponen y necesitan.
Hay una presencia de la Naturaleza en correlato con la propia vida, paisaje norteño e invernizo que acompaña al poeta en su automóvil, en viajes por dentro y por fuera de sí mismo: “Hubo vientos en mí, tifones del suroeste/ impregnados de insólita bravura”. Aborda, a su vez, la caza: “Blanco del cazador es el caído/ en la celada inmóvil de la nieve”. Y la pesca, de noche: “La severa monodia de este mar/ gris acero, mortal de puro ruda,/ no descansa. Persigue con nosotros/ el azulado lomo del cetáceo/ y la imprecisa raya de un lejano occidente”, con el dilema moral que plantea: “Es fácil abrir fuego ante quien calla”, “Sin pesar ni vergüenza respiramos/ el poderoso aliento del instinto”. El instinto, palabra recurrente que tanto pesa en estos versos. A veces fusiona la estación del año, el mes de la vendimia, por ejemplo, con un leve erotismo: “Es el mes de la sangre entre los muslos,/ el mes de las doncellas sujetas a su ciclo”.
El título “A bout de souffle” nos lleva al cine francés de los 60, el mayor éxito de la nouvelle vague, la primera película de Godard rodada toda ella en escenarios naturales, centrándose en la psicología intimista de una pareja incompatible: “Tú, que no eres mi amor, pero podrías/ haberlo sido acaso en otro tiempo/ (tal vez si hubiera sido yo otro hombre)”. No falta el paralelismo anafórico en uno de los poemas más bellos del libro, “Ella descansa”; así es su transparencia lírica: “Ella descansa y se humedece un poco,/ ella yace doblada hacia su origen,/ ella duerme volcada con su instinto”.
Y esta es la voz, la propia voz, de Rafael Fombellida, fiel al endecasílabo, en el que expresa sus grandes obsesiones e intuiciones: destino, origen, eros, conciencia del bien y del mal.
por MARISA SAMANIEGO
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Carlos VILLAR FLOR: Más relinchos de luciérnagas. La Sirena del Pisueña, Santander, 2006.
Las facetas intelectuales y creativas por las que el escritor santanderino Carlos Villar Flor es más conocido entre nosotros son las de narrador y las de profesor y ensayista. Como narrador ha ofrecido ya un conjunto estupendo de relatos en el libro Hay cosas peores que la lluvia (Nobel, 1998), y también la ambiciosa novela Calle menor (Sial, 2004), dos trabajos que lo sitúan como uno de los narradores imprescindibles de nuestra región a lo largo de las últimas décadas, aunque algunos parezcan empeñados en obviar el valor e importancia de nuestros prosistas cuando hacen crítica literaria del periodo. En el terreno académico Villar Flor ejerce de profesor de literatura inglesa en la Universidad de La Rioja, desde donde ha llevado a cabo un reseñable esfuerzo por divulgar entre nosotros la obra del notable escritor británico Evelyn Waugh, de quien ha lanzado una traducción y edición crítica de la novela Hombres en armas (Cátedra, 2003), y a quien ha dedicado la monografía Personaje y caracterización en las novelas de Evelyn Waugh (Universidad de La Rioja, 1997), parte o resumen, si no estoy del todo mal informado, de su tesis doctoral dedicada al célebre autor de Retorno a Brideshead.
Sin embargo, Carlos Villar Flor comenzó escribiendo poesía y ganando en el año 1996, en Oviedo, el premio Ángel González. En la década trascurrida desde entonces, el narrador y profesor ha seguido escribiendo poesía, aunque según propia confesión de manera un tanto errática y escasa, quizá, apunta él mismo, porque hoy se sienta un poco más feliz, es decir, que nos deja entrever que en su caso la poesía va unida directamente a la ausencia de felicidad, dato que creo no debe pasarse por alto, al menos en futuros análisis más detallados y con más espacio dedicado a comentar su poesía.
Pues bien, el pasado año la biblioteca poética La Sirena del Pisueña, bajo la dirección de Fernando Gomarín, tuvo la afortunada idea de reunir en un solo volumen casi toda la producción poética de Villar Flor con el título Más relinchos de luciérnagas, haciendo alusión, claro, a la anterior entrega ovetense. En las más de setenta páginas de este nuevo título, el autor incluye algunos de los poemas galardonados con anterioridad, junto a textos nuevos escritos a lo largo de la década mencionada. El conjunto resultante entra dentro de la órbita general de lo que ha venido en denominarse poesía realista, y que en el caso que aquí reseñamos encuentra incluso su mejor definición en la fórmula “poesía narrativa”.
Sí, prácticamente cada poema de Villar Flor encierra en sus versos un relato, una historia que tiene definidos y bastante nítidos un principio y un final, y no pocas veces una moraleja envuelta en una vitriólica y a la vez triste y melancólica ironía. El carácter narrativo de los poemas es, paradójicamente, a la vez el principal acierto o punto fuerte del hacer de Villar Flor como poeta, y también su principal lastre, la raíz que en no pocas ocasiones sujeta en exceso los versos a la tierra y les dificulta el vuelo, que alcancen la altura necesaria. Tienen un algo de ensayo, de prueba, de ejercicio estos poemas. Algo de gimnasia narrativa tendente al microrrelato acertado, redondo, bien construido. Así todo no es infrecuente que surja en ellos el chispazo, la luz intensa e hiriente de la poesía decantada y verdadera. Una luz que casi siempre viene inserta en las imágenes certeras, en los fogonazos concluyentes de unas palabras cinceladas con inteligencia y/o sobrada intención.
Tas la lectura de Más relinchos de luciérnagas no sé si puede decirse aquello de “aquí hay poeta”. Pero no me cabe duda ninguna que puede asegurarse que aquí hay un autor, hay un verdadero literato.
por JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES
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La Isla de los Ratones. Hojas de poesía. 1948-1955. Edición de Manuel Arce. Visor Libros, Madrid, 2006.
Con El vuelo único mereció el poeta granadino Reinaldo Jiménez el X Premio de Poesía “Alegría”, convocado por el Ayuntamiento de Santander dentro del marco de los premios de creación literaria que en homenaje a la figura de José Hierro se instituyeron primero en sus modalidades de poesía y relato para jóvenes cántabros y, más adelante, en esta convocatoria abierta que recuerda en su nombre uno de los libros memorables de Hierro.
Una primera lectura del poemario nos permitiría ya apreciar algunas de las virtudes en fondo y forma de un libro moderno, vivo y a un tiempo denso y amable. En lo que a los aspectos formales se refiere, opta Jiménez por el verso generalmente breve, seco y cortante a veces, en una ordenación de las palabras que, engañosamente, podría hacernos leer en clave prosaica, dejándonos llevar por ese empuje lector al que conduce la presencia constante de encabalgamientos. Una especie de trampa que habilita dos formas de aproximarse a los poemas, una más rápida, que ahondaría en las raíces significativas de cada fragmento y trataría de ayudarnos a desvelar el viaje interior que late en cada una de las poesías integradas en el libro, pero también otra más pausada, menos evidente, en la que Reinaldo Jiménez nos muestra un importante trabajo rítmico que llena de serenidad e incita a recrearse en las pausas versales. Se muestra así un rasgo que habita la mayor parte de los poemas, ese toque clásico que se recrea en las combinaciones de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos blancos (omnipresentes hoy en la poesía española).
Sobrio y preciso es el uso que el poeta hace de la retórica. A través de un lenguaje sencillo, Reinaldo Jiménez no quiere ser del todo, en la oposición ya clásica, ni comunicador ni inefable (se aparta, eso sí, de cualquier tentación esteticista). Y por ello dosifica la información, las claves de la experiencia personal que laten en la apertura de cada poema, agranda poco a poco la invención subjetiva utilizando imágenes afortunadas pero contenidas para retorcer la dirección de las palabras y cierra el poema con un viaje interior que a un tiempo ahonda en la mirada más parcial del poeta, en su concreta emoción, y universaliza el canto, categoriza transformando este árbol en el árbol (“Advierto bajo el árbol –no ya éste,/ sino el árbol que acaso perdura inextinguible/ en la cámara íntima de nuestras emociones-/ que es el tiempo en que hablamos/ de aquello que conmueve/ el que duele, el que canta.”). Con eficacia, con maestría, con no poca belleza en los momentos altos del libro, transforma pues Jiménez la realidad sensible en afirmación, en construcción de un universo emocional, espiritual, filosófico que va abriéndose a lo largo de las páginas, ganando coherencia y delimitando las claves que conformarán el único vuelo posible a que el título nos convoca.
Pero ¿cuál es ese vuelo?¿en qué claves debemos apoyar el edificio personal que se nos muestra? No en el apego al fotograma descriptivo de cierta poética realista, aunque en algunos momentos de El vuelo único se nos recuerde la fuerza de esa escritura (“Quizá porque haya puesto la tormenta/ en fuga a los bañistas y parece/ el mar un mar de invierno he revivido/ este mismo paisaje hace ya muchos años/ cuyas lindes mirábamos henchidos de proyectos.”). Tampoco en la exploración casi mística que utiliza el lenguaje para aproximar quién sabe qué oscuros paisajes revelados, si bien el propio poeta nos realza la presencia de esa búsqueda en su exploración (“Las palabras tan sólo nos acercan/ al territorio de lo impronunciable.”). Es notable cierta penetración de la poesía meditativa o elegíaca que se impone en la última década como uno de los paradigmas más comunes en la lírica hispana, y de la que Reinaldo Jiménez se muestra conocedor tanto en ese remansamiento métrico al que antes nos referíamos como en los temas, la complacencia por la mirada calma, la omnipresencia de la naturaleza, la espiritualización, el tono aforístico de ciertas afirmaciones y una cierta melancolía que atraviesa el edificio entero. Pero tampoco sería justo ni posible adscribir El vuelo único a esta corriente. Porque la mirada del granadino no es estática, complaciente, sino que la estructura que expuse de mirada / retorcimiento / trascendencia que se acomoda a la mayor parte de los poemas nos abre un cuarto hilo, una nueva tradición imprescindible para urdir la trama del vuelo: la celebración.
Me parece importante resaltar esa experiencia de la celebración, el vitalismo con que Jiménez se aproxima al medio natural y le roba el alma, lo espiritualiza y lo re-liga (hay un pulso religioso evidente en poemas como Viernes Santo, pero que de manera más sutil da sentido a otros como Limpidez de la noche). Se apodera poco a poco de la lectura este sentido de exaltación que con anclajes en los místicos castellanos dio tanto fuego a las palabras de Claudio Rodríguez, pero también de Jesús Hilario Tundidor, José Luis Puerto o Ramón García Mateos, por citar cuatro generaciones diversas de celebradores. Todos, por cierto, castellanos, de la Castilla vieja. Me parece importante, insisto, la idea de la celebración en El vuelo único porque es esa furia por festejar la vida, por apartar lo sombrío y recordar lo excelso (Contemplo estas ruinas. Miro / el hontanar del tiempo, no su decrepitud”), por alumbrar y reír hasta en la paradoja (“Y en los ojos / de quien contempla / el inefable rostro de la tarde / hay una lágrima / terrible / de alegría.”). Porque es esa trascendencia buscada, esa construcción hímnica, ese girar alrededor del luminoso pan de las incertidumbres donde se afirma la voz de Reinaldo Jiménez, donde cobra altura y se nos hace necesaria, humana, moral, luminosa: “He de abrir las ventanas/ a la luz venidera./Cerrar con paz los ojos./Respirarla”.
por REGINO MATEO
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Rafael FOMBELLIDA: La propia voz. Poemas escogidos 1985-2005. La mirada creadora, Santander, 2006.
Es ésta la primera obra que, bajo el amparo de la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, y dirigida por Elda Lavín, se publica en una nueva colección, con el rótulo “La mirada creadora”. Bello formato adaptable al tamaño de un bolsillo, convirtiéndolo así en literatura portátil. La fotografía de sobrecubierta delata el origen del poeta: Torrelavega.
Se trata de una antología, un “florilegio” en que el autor autoselecciona “su propia voz”. Son treinta y dos poemas de libros anteriores: Deudas de juego y Norte magnético, más doce poemas finales, alguno de ellos inédito.
En las palabras previas, Carlos Marzal establece una división de los poetas en elegiacos e hímnicos, encuadrando a Rafael Fombellida entre los hímnicos, entre los poetas celebratorios, con el matiz de “hímnico escéptico”. Sin embargo, el propio autor de este poemario considera que su poesía es simbolista y de filiación elegiaca, siendo el tema de sus poemas la subjetividad: “En ausencia de luz abro los ojos/ a un mundo más pacífico. Presiento/ … / En ausencia de luz cierro los párpados”. Así comienza y se desarrolla “Bonaire, 16”, y así termina “Vasos de té silvestre”: “Resucita el instante en cada sorbo/ que el desvelo robó a la oscuridad”. Esa luz que, a modo de campo semántico, es sol, destello, relámpago, fulgor, resplandor, nieve, cristal, blanco o luz artificial, como en el poema “Lámparas”: “donde luz y tiniebla se embaucan mutuamente”. Luz y oscuridad se contraponen y necesitan.
Hay una presencia de la Naturaleza en correlato con la propia vida, paisaje norteño e invernizo que acompaña al poeta en su automóvil, en viajes por dentro y por fuera de sí mismo: “Hubo vientos en mí, tifones del suroeste/ impregnados de insólita bravura”. Aborda, a su vez, la caza: “Blanco del cazador es el caído/ en la celada inmóvil de la nieve”. Y la pesca, de noche: “La severa monodia de este mar/ gris acero, mortal de puro ruda,/ no descansa. Persigue con nosotros/ el azulado lomo del cetáceo/ y la imprecisa raya de un lejano occidente”, con el dilema moral que plantea: “Es fácil abrir fuego ante quien calla”, “Sin pesar ni vergüenza respiramos/ el poderoso aliento del instinto”. El instinto, palabra recurrente que tanto pesa en estos versos. A veces fusiona la estación del año, el mes de la vendimia, por ejemplo, con un leve erotismo: “Es el mes de la sangre entre los muslos,/ el mes de las doncellas sujetas a su ciclo”.
El título “A bout de souffle” nos lleva al cine francés de los 60, el mayor éxito de la nouvelle vague, la primera película de Godard rodada toda ella en escenarios naturales, centrándose en la psicología intimista de una pareja incompatible: “Tú, que no eres mi amor, pero podrías/ haberlo sido acaso en otro tiempo/ (tal vez si hubiera sido yo otro hombre)”. No falta el paralelismo anafórico en uno de los poemas más bellos del libro, “Ella descansa”; así es su transparencia lírica: “Ella descansa y se humedece un poco,/ ella yace doblada hacia su origen,/ ella duerme volcada con su instinto”.
Y esta es la voz, la propia voz, de Rafael Fombellida, fiel al endecasílabo, en el que expresa sus grandes obsesiones e intuiciones: destino, origen, eros, conciencia del bien y del mal.
por MARISA SAMANIEGO
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Carlos VILLAR FLOR: Más relinchos de luciérnagas. La Sirena del Pisueña, Santander, 2006.
Las facetas intelectuales y creativas por las que el escritor santanderino Carlos Villar Flor es más conocido entre nosotros son las de narrador y las de profesor y ensayista. Como narrador ha ofrecido ya un conjunto estupendo de relatos en el libro Hay cosas peores que la lluvia (Nobel, 1998), y también la ambiciosa novela Calle menor (Sial, 2004), dos trabajos que lo sitúan como uno de los narradores imprescindibles de nuestra región a lo largo de las últimas décadas, aunque algunos parezcan empeñados en obviar el valor e importancia de nuestros prosistas cuando hacen crítica literaria del periodo. En el terreno académico Villar Flor ejerce de profesor de literatura inglesa en la Universidad de La Rioja, desde donde ha llevado a cabo un reseñable esfuerzo por divulgar entre nosotros la obra del notable escritor británico Evelyn Waugh, de quien ha lanzado una traducción y edición crítica de la novela Hombres en armas (Cátedra, 2003), y a quien ha dedicado la monografía Personaje y caracterización en las novelas de Evelyn Waugh (Universidad de La Rioja, 1997), parte o resumen, si no estoy del todo mal informado, de su tesis doctoral dedicada al célebre autor de Retorno a Brideshead.
Sin embargo, Carlos Villar Flor comenzó escribiendo poesía y ganando en el año 1996, en Oviedo, el premio Ángel González. En la década trascurrida desde entonces, el narrador y profesor ha seguido escribiendo poesía, aunque según propia confesión de manera un tanto errática y escasa, quizá, apunta él mismo, porque hoy se sienta un poco más feliz, es decir, que nos deja entrever que en su caso la poesía va unida directamente a la ausencia de felicidad, dato que creo no debe pasarse por alto, al menos en futuros análisis más detallados y con más espacio dedicado a comentar su poesía.
Pues bien, el pasado año la biblioteca poética La Sirena del Pisueña, bajo la dirección de Fernando Gomarín, tuvo la afortunada idea de reunir en un solo volumen casi toda la producción poética de Villar Flor con el título Más relinchos de luciérnagas, haciendo alusión, claro, a la anterior entrega ovetense. En las más de setenta páginas de este nuevo título, el autor incluye algunos de los poemas galardonados con anterioridad, junto a textos nuevos escritos a lo largo de la década mencionada. El conjunto resultante entra dentro de la órbita general de lo que ha venido en denominarse poesía realista, y que en el caso que aquí reseñamos encuentra incluso su mejor definición en la fórmula “poesía narrativa”.
Sí, prácticamente cada poema de Villar Flor encierra en sus versos un relato, una historia que tiene definidos y bastante nítidos un principio y un final, y no pocas veces una moraleja envuelta en una vitriólica y a la vez triste y melancólica ironía. El carácter narrativo de los poemas es, paradójicamente, a la vez el principal acierto o punto fuerte del hacer de Villar Flor como poeta, y también su principal lastre, la raíz que en no pocas ocasiones sujeta en exceso los versos a la tierra y les dificulta el vuelo, que alcancen la altura necesaria. Tienen un algo de ensayo, de prueba, de ejercicio estos poemas. Algo de gimnasia narrativa tendente al microrrelato acertado, redondo, bien construido. Así todo no es infrecuente que surja en ellos el chispazo, la luz intensa e hiriente de la poesía decantada y verdadera. Una luz que casi siempre viene inserta en las imágenes certeras, en los fogonazos concluyentes de unas palabras cinceladas con inteligencia y/o sobrada intención.
Tas la lectura de Más relinchos de luciérnagas no sé si puede decirse aquello de “aquí hay poeta”. Pero no me cabe duda ninguna que puede asegurarse que aquí hay un autor, hay un verdadero literato.
por JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES
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La Isla de los Ratones. Hojas de poesía. 1948-1955. Edición de Manuel Arce. Visor Libros, Madrid, 2006.
Nadie puede dudar a estas alturas –y decirlo está bien lejos de la hipérbole– que la preciosa revista La Isla de los Ratones constituye un hito fundamental en la cultura literaria no sólo de Cantabria, sino también en la española. Aquel proyecto nacido con indescriptible ternura en el corazón de un joven poeta –Manuel Arce– de 20 años, aquel proyecto que topó con no pocas dificultades de orden político-administrativo y económico, se convirtió –en un momento en que, paradójicamente, no corrían tan malos tiempos para la lírica como pudiera pensarse, al menos para la de calidad– en uno de los referentes que habría de reunir a algunos de los mejores nombres de la poesía española de los 50 y también a algunos de los mejores artistas plásticos de aquel tiempo. Después de aquella aventura maravillosa –pues eso fue, esencialmente–, Manuel Arce acabaría decantando su camino por la senda de la pintura, como espléndido galerista desde su refugio en “Sur”, aunque nunca llegó a dejar de lado la literatura (de hecho, publicó algunos libros de poemas y, sobre todo, varias novelas con notable éxito). Pero lo cierto es que, para entonces, La Isla de los Ratones ya había quedado en la Historia de la Literatura como emotivo testimonio de una generación de escritores… y pintores.
La edición facsímil que ahora se publica en la editorial Visor reúne todos los números habidos a lo largo de la vida de La Isla, entre 1948 y 1955, con un prólogo de Manuel Arce tan breve como atinado y concreto –de lectura vivamente recomendable por la información aportada–, en que se detallan gran parte de las vicisitudes propias de la creación –asignación de nombre, planificación con los hermanos impresores Bedia, confección con la legendaria Boston de mano…– y curso de la revista.
En realidad, hablar de “revista” es un tanto inapropiado, ya que La Isla de los Ratones nació con el impuesto marbete de “hojas de poesía”: las rígidas ordenanzas administrativas de la época y, según se sugiere sutilmente en el prólogo, la intervención de Pedro Gómez Cantolla, subjefe provincial del Movimiento y a la sazón director de Proel, que entendía que La Isla suponía una inoportuna competencia para la misma Proel y que intentó disuadir a Manuel Arce de su juvenil empresa, determinaron que la publicación tropezara con trabas múltiples y que además careciera de grapas, cosido, paginación, fechación periódica ni numeración alguna. La osadía y la temeridad del joven Manuel Arce lograron en no pocas ocasiones burlar estos impedimentos, del mismo modo que se consiguió eludir los inextricables vericuetos de la censura dando espacio a poemas de Nicolás Guillén o Pablo Neruda o incluso a un texto de Miguel Torga dedicado a García Lorca.
La cubierta de esta edición se ilustra con la portada de uno de los números más bellos de La Isla: el 13, número especial de 1951 que incluía trabajos de Arce, Torga, Hierro, Santos Torroella, Brossa, Vivanco, Hidalgo, Celaya, March, Huidobro, Pinillos, Crémer, Teixidor… y singularísimas viñetas de ratones expresamente creadas para la revista, obra de Guinovart, Tàpies, Aleixandre, Entrambasaguas, Vázquez, Vivanco, Sansegundo, Cabré, Zamorano, Otero, Ferrant, Maruri, Laffón, Torroella, Diego, Cossío, y Ponc. Es cierto que el pliego original –que por fortuna poseo– late de un modo artesanal y emocionante en que no late facsímil alguno. Pero esta hermosa edición de Visor permite algo de otro modo imposible en estos días: hacerse con la totalidad de números de una revista tan mítica como la isla que le dio su nombre, saludada por Aleixandre como llama de poesía “en otro núcleo ardido”.
por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA
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Reclamos de Luz. Antología de ocho poetas cántabros: Marcos Díez Manrique, Maribel Fernández Garrido, Vicente Gutiérrez Escudero, Paúl Herrera Ceballos, Guillermo López Gallego, Noé Ortega Quijano, Jesús Salceda Obregón, Alberto Santamaría. Autoridad Portuaria – Gobierno de Cantabria, Santander, 2007.
La edición facsímil que ahora se publica en la editorial Visor reúne todos los números habidos a lo largo de la vida de La Isla, entre 1948 y 1955, con un prólogo de Manuel Arce tan breve como atinado y concreto –de lectura vivamente recomendable por la información aportada–, en que se detallan gran parte de las vicisitudes propias de la creación –asignación de nombre, planificación con los hermanos impresores Bedia, confección con la legendaria Boston de mano…– y curso de la revista.
En realidad, hablar de “revista” es un tanto inapropiado, ya que La Isla de los Ratones nació con el impuesto marbete de “hojas de poesía”: las rígidas ordenanzas administrativas de la época y, según se sugiere sutilmente en el prólogo, la intervención de Pedro Gómez Cantolla, subjefe provincial del Movimiento y a la sazón director de Proel, que entendía que La Isla suponía una inoportuna competencia para la misma Proel y que intentó disuadir a Manuel Arce de su juvenil empresa, determinaron que la publicación tropezara con trabas múltiples y que además careciera de grapas, cosido, paginación, fechación periódica ni numeración alguna. La osadía y la temeridad del joven Manuel Arce lograron en no pocas ocasiones burlar estos impedimentos, del mismo modo que se consiguió eludir los inextricables vericuetos de la censura dando espacio a poemas de Nicolás Guillén o Pablo Neruda o incluso a un texto de Miguel Torga dedicado a García Lorca.
La cubierta de esta edición se ilustra con la portada de uno de los números más bellos de La Isla: el 13, número especial de 1951 que incluía trabajos de Arce, Torga, Hierro, Santos Torroella, Brossa, Vivanco, Hidalgo, Celaya, March, Huidobro, Pinillos, Crémer, Teixidor… y singularísimas viñetas de ratones expresamente creadas para la revista, obra de Guinovart, Tàpies, Aleixandre, Entrambasaguas, Vázquez, Vivanco, Sansegundo, Cabré, Zamorano, Otero, Ferrant, Maruri, Laffón, Torroella, Diego, Cossío, y Ponc. Es cierto que el pliego original –que por fortuna poseo– late de un modo artesanal y emocionante en que no late facsímil alguno. Pero esta hermosa edición de Visor permite algo de otro modo imposible en estos días: hacerse con la totalidad de números de una revista tan mítica como la isla que le dio su nombre, saludada por Aleixandre como llama de poesía “en otro núcleo ardido”.
por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA
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Reclamos de Luz. Antología de ocho poetas cántabros: Marcos Díez Manrique, Maribel Fernández Garrido, Vicente Gutiérrez Escudero, Paúl Herrera Ceballos, Guillermo López Gallego, Noé Ortega Quijano, Jesús Salceda Obregón, Alberto Santamaría. Autoridad Portuaria – Gobierno de Cantabria, Santander, 2007.
Reclamos de Luz es una antología poética, ilustrada por el pintor Eduardo Sanz, expuesta en el Centro de Arte Faro de Cabo Mayor, lugar espléndido, donde la Autoridad Portuaria ha configurado uno de los espacios expositivos más singulares e interesantes de Cantabria. Guillermo Balbona ha comisariado y prologado esta necesaria antología, que recoge los trabajos de ocho poetas jóvenes “entre los veinte y treinta años”. Guillermo Balbona, poeta y periodista (sospecho que hasta buen guionista de cine), es alguien que conoce perfectamente el panorama cultural y artístico de los últimos veinte años; ha realizado una cuidada selección de poetas cuyo horizonte emocional de náufragos ejerce un perfil introspectivo y persuasivo, capaz de registrar la quietud, la zozobra, el presagio: “el lúcido juego fronterizo entre la luz y la penumbra”, como acertadamente escruta Balbona en el conjunto de más de medio centenar de poemas, escogidos para Reclamos de Luz.
Es la poesía que se escribe en Cantabria, un feraz fruto que se pudre en la belleza efímera de su propio esplendor. Aquí, pocos leen poesía, bastantes escriben y algo se publica, pero así todo, este inevitable algoritmo, este conjunto de variables, pondera la necesidad de otros muchos al anunciar en sus vidas la poesía, aunque ellos lo desconozcan. Esta secuencia cierta, se fecunda en una tradición que viene de peores tiempos, aquellos donde la literatura era un territorio digno para enmascarar la desesperanza y la rabia contenida. Los poetas aquí reunidos advierten la presencia del mar como una naturaleza medular y epifánica; la iluminación de una entidad sobrecogedora, el descubrimiento de una presencia recóndita y cambiante que imprime una pulsión de fatalidad al destino de poeta, cuando las palabras son tablas de salvamento en el braceo de la asfixia. Así, Marcos Díez Manrique exhorta: “Una luz en la oscuridad no siempre es una puerta a la esperanza”. Maribel Fernández Garrido reflexiona: “Ese es el rincón donde me pierdo, en la ligereza aérea del ahogado”. Vicente Gutiérrez Escudero, imagina: “En el fondo del mar hay una vela”. Paúl Herrera Ceballos se ensimisma al proclamar: “Pálido rumor de monedas a pesar de la niebla o el ancla la señal que das en un espejo”. Guillermo López Gallego observa asombrado: “Una mujer da de comer a su perro la comida de su plato”. Noé Ortega Quijano revela, “Sopla el viento nido de arañas”. Jesús Salceda Obregón anuncia: “La luz ciega cuando está cerca el campo de visión cero”. Alberto Santamaría atestigua de manera reiterada una lúcida sentencia: “De nada sirve un nombre para aquello que no lo necesita”.
Celebremos hoy esta antología cuidada y precisa, ella nos muestra el momento álgido de la cultura en Cantabria; tal certeza debe ser alimentada: ¡que alguien mueva ficha!
por JESÚS ALBERTO PÉREZ CASTAÑOS
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25 años de Autonomía. 25 años de creación poética en Cantabria. Edición a cargo de Luis Alberto Salcines. Parlamento de Cantabria, Santander, 2006.
Con motivo de la conmemoración del 25 aniversario del Estatuto de Autonomía, el Parlamento de Cantabria ha programado diversas actividades, entre las que sobresale la edición de un libro en el que se recoge una amplia selección de poetas de nuestra comunidad durante ese período (1981-2005). La responsabilidad de preparar la antología ha recaído en Luis Alberto Salcines. El libro, magníficamente diseñado y maquetado por Antonio Montesino, nos ofrece la posibilidad de leer poemas de nada menos que 53 poetas, una generosísima nómina en la que figuran desde Gerardo Diego y la generación de Proel hasta quienes comienzan a publicar a partir del año 2000.
Respetamos los criterios que el antólogo expone en la breve introducción a la hora de conformar la selección de poetas, aunque nos parece un tanto forzada la presencia de Gerardo Diego, de José Luis Hidalgo y de algunos poetas más que, por razones obvias unos y por no haber publicado poesía desde los años 80 otros, se sitúan fuera del período al que se hace mención en el título.
Estamos, pues, ante una antología de carácter panorámico y, por tanto de paz y no de combate, en la que apenas quedan sillas vacías en la esquinada mesa del parvo banquete poético. Se suma ésta a otras publicadas recientemente -alguna de ellas con injustas e injustificadas ausencias- que nos sirven para trazar un mapa bastante aproximado del “quién es quién” en nuestra poesía. Sin embargo, la escritura poética nada tiene que ver con listados de nombres o premios y, ante la inflación antológica que padecemos, verdadero fast-food de la literatura, uno echa de menos la edición de trabajos críticos, no sólo descriptivos, que analicen con profundidad y rigor la poesía en Cantabria durante los últimos decenios. Así mismo, es muy de lamentar la casi total ausencia, en la prensa y en las publicaciones culturales o literarias de nuestra ciudad, de una crítica poética seria, sea ésta de carácter académico o periodístico, que sobrevuele por encima de las charcas del amiguismo paleto-local, cuando no de la mera publicidad. Esta carencia de lectura crítica y el hecho de observar muchas veces el fenómeno poético en función de jerarquías de nombres, premios, agrupamientos o tendencias, empobrece la naturaleza de la poesía aquí y en todas partes y nos hurta un debate más hondo y verdadero: la naturaleza del discurso poético y la actitud de los poetas ante el lenguaje.
Luis A. Salcines se ha tomado muy en serio su trabajo y nos ofrece con gran angular una diáfana fotografía de la poesía en Cantabria, una poesía en la que, como en botica, hay de todo: poetas enteros y semidesnatados, con calcio y calcificados, pero no es éste el espacio más adecuado para comentar el metabolismo poético de los 53 elegidos. Son muchos, seguro que demasiados. Descubra el lector por sí mismo, sin prejuicios, en soledad y silencio, las voces más auténticas y personales, que las hay, y disfrute con la lectura de quienes mejor habitan las palabras, los poetas.
Es la poesía que se escribe en Cantabria, un feraz fruto que se pudre en la belleza efímera de su propio esplendor. Aquí, pocos leen poesía, bastantes escriben y algo se publica, pero así todo, este inevitable algoritmo, este conjunto de variables, pondera la necesidad de otros muchos al anunciar en sus vidas la poesía, aunque ellos lo desconozcan. Esta secuencia cierta, se fecunda en una tradición que viene de peores tiempos, aquellos donde la literatura era un territorio digno para enmascarar la desesperanza y la rabia contenida. Los poetas aquí reunidos advierten la presencia del mar como una naturaleza medular y epifánica; la iluminación de una entidad sobrecogedora, el descubrimiento de una presencia recóndita y cambiante que imprime una pulsión de fatalidad al destino de poeta, cuando las palabras son tablas de salvamento en el braceo de la asfixia. Así, Marcos Díez Manrique exhorta: “Una luz en la oscuridad no siempre es una puerta a la esperanza”. Maribel Fernández Garrido reflexiona: “Ese es el rincón donde me pierdo, en la ligereza aérea del ahogado”. Vicente Gutiérrez Escudero, imagina: “En el fondo del mar hay una vela”. Paúl Herrera Ceballos se ensimisma al proclamar: “Pálido rumor de monedas a pesar de la niebla o el ancla la señal que das en un espejo”. Guillermo López Gallego observa asombrado: “Una mujer da de comer a su perro la comida de su plato”. Noé Ortega Quijano revela, “Sopla el viento nido de arañas”. Jesús Salceda Obregón anuncia: “La luz ciega cuando está cerca el campo de visión cero”. Alberto Santamaría atestigua de manera reiterada una lúcida sentencia: “De nada sirve un nombre para aquello que no lo necesita”.
Celebremos hoy esta antología cuidada y precisa, ella nos muestra el momento álgido de la cultura en Cantabria; tal certeza debe ser alimentada: ¡que alguien mueva ficha!
por JESÚS ALBERTO PÉREZ CASTAÑOS
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25 años de Autonomía. 25 años de creación poética en Cantabria. Edición a cargo de Luis Alberto Salcines. Parlamento de Cantabria, Santander, 2006.
Con motivo de la conmemoración del 25 aniversario del Estatuto de Autonomía, el Parlamento de Cantabria ha programado diversas actividades, entre las que sobresale la edición de un libro en el que se recoge una amplia selección de poetas de nuestra comunidad durante ese período (1981-2005). La responsabilidad de preparar la antología ha recaído en Luis Alberto Salcines. El libro, magníficamente diseñado y maquetado por Antonio Montesino, nos ofrece la posibilidad de leer poemas de nada menos que 53 poetas, una generosísima nómina en la que figuran desde Gerardo Diego y la generación de Proel hasta quienes comienzan a publicar a partir del año 2000.
Respetamos los criterios que el antólogo expone en la breve introducción a la hora de conformar la selección de poetas, aunque nos parece un tanto forzada la presencia de Gerardo Diego, de José Luis Hidalgo y de algunos poetas más que, por razones obvias unos y por no haber publicado poesía desde los años 80 otros, se sitúan fuera del período al que se hace mención en el título.
Estamos, pues, ante una antología de carácter panorámico y, por tanto de paz y no de combate, en la que apenas quedan sillas vacías en la esquinada mesa del parvo banquete poético. Se suma ésta a otras publicadas recientemente -alguna de ellas con injustas e injustificadas ausencias- que nos sirven para trazar un mapa bastante aproximado del “quién es quién” en nuestra poesía. Sin embargo, la escritura poética nada tiene que ver con listados de nombres o premios y, ante la inflación antológica que padecemos, verdadero fast-food de la literatura, uno echa de menos la edición de trabajos críticos, no sólo descriptivos, que analicen con profundidad y rigor la poesía en Cantabria durante los últimos decenios. Así mismo, es muy de lamentar la casi total ausencia, en la prensa y en las publicaciones culturales o literarias de nuestra ciudad, de una crítica poética seria, sea ésta de carácter académico o periodístico, que sobrevuele por encima de las charcas del amiguismo paleto-local, cuando no de la mera publicidad. Esta carencia de lectura crítica y el hecho de observar muchas veces el fenómeno poético en función de jerarquías de nombres, premios, agrupamientos o tendencias, empobrece la naturaleza de la poesía aquí y en todas partes y nos hurta un debate más hondo y verdadero: la naturaleza del discurso poético y la actitud de los poetas ante el lenguaje.
Luis A. Salcines se ha tomado muy en serio su trabajo y nos ofrece con gran angular una diáfana fotografía de la poesía en Cantabria, una poesía en la que, como en botica, hay de todo: poetas enteros y semidesnatados, con calcio y calcificados, pero no es éste el espacio más adecuado para comentar el metabolismo poético de los 53 elegidos. Son muchos, seguro que demasiados. Descubra el lector por sí mismo, sin prejuicios, en soledad y silencio, las voces más auténticas y personales, que las hay, y disfrute con la lectura de quienes mejor habitan las palabras, los poetas.
por FERNANDO ABASCAL
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