LA EXCEPCIÓN SUBTITULADA

Una reivindicación sobre el derecho a ser espectadores de cine

por GUILLERMO BALBONA

El cine vive momentos de incertidumbre. Hay quien se muestra convencido de las nuevas posibilidades que abre el lenguaje digital; hay quien simplemente muestra su escepticismo ante el agotamiento de los géneros convertidos en un híbrido estresante que no parece haber ayudado a una frescura narrativa, sino por el contrario ha forjado una especie de canal estrecho e impermeable a fisuras innovadoras, ajustado como un molde al convencionalismo más árido; hay quien, por contra, se aferra a la vitalidad del documental que parece el único dispuesto a salvaguardar cierto realismo social y esa capacidad para emocionar con la mirada de los pioneros del cinematógrafo.
El cambio en la manera de consumir imágenes; un previsible cambio en la naturaleza de lo que hoy -más de un siglo después de su nacimiento físico y material, que no de fondo- llamamos cine; una futura relación polisémica, por ende, con las imágenes y su desacralización; o el surgimiento y la probable consolidación de un mercado paralelo adscrito a las nuevas tecnologías, se constituyen en hechos, manifestaciones y reflexiones abiertas ligadas a toda introspección y disección del planeta cine.
Pero mientras esto ocurre en los estados de inquietud que buscan inocular nuevas miradas al “ser de lo audiovisual” en el nuevo milenio, hay cuestiones primitivas como el rito y la ceremonia que envuelven al hecho de “ir al cine” y de “ver cine” que parecen amenazados por un cierto desprecio a la pervivencia de la sala de exhibición en el sentido clásico y la oficialización con categoría de minorías a quienes reclaman la versión original en detrimento de un doblaje que sigue ejerciendo una dictadura basada, por mucho que se diga, en reducir el simbolismo de la experiencia que supone y debe suponer el visionado de una película y no su degustación como producto de hipermercado cultural.
La marginación del rito; la ausencia de debate sobre la necesidad de establecer una igualdad de oportunidades a la hora de escoger entre un filme doblado y una cinta en V.O.S.; la peligrosa tendencia a igualar la imagen de acuerdo con la capacidad de visualización que tienen otros soportes nuevos, del móvil a la red, son cuestiones latentes en todo lo que rodea al cine y, sin embargo, existe una inevitable sensación de que la producción masiva está destinada a crear o, más bien cabría mejor utilizar el término ‘fabricar’, imágenes de usar y tirar.
Si como refiere el director Víctor Erice “la sensación –algo más que la sensación- que uno tiene, cuando echa una ojeada a su alrededor, es que el cine es cosa del pasado”, cabe plantearse con fundamento la posible defunción de la sala, un recinto que apunta a la inevitable extinción pero cuya muerte debería conllevar en paralelo una reflexión sobre qué cine veremos entonces y si esa presunta revolución portará emocionalmente contenidos, ideas y visualizaciones que vayan más allá de la presumible pluralidad en la distribución, la reducción de los costes; en definitiva si el cine no será la Altamira en un mundo de realidades virtuales.
En este contexto justo es contemplar la necesidad de apelar a las emociones universales; desarrollar la comunicación audiovisual y celebrar la democratización de la imagen pero sin que todo ello suponga un empobrecimiento de lo que realmente se quiere contar; ni una pérdida del sentido de patrimonio que está ligado a un modo de contar historias; ni una destrucción en definitiva de ese aliento poético que como fragmento del asombro tiene el cine en su personalidad técnica, narrativa y polisémica a la hora de asomarse a la vida.
Son muchos los signos de degradación del hecho cinematográfico, desde la uniformidad derivada de la agresiva industria que ejercen los grandes poderes del sistema de producción y distribución, al desconcierto y la confusión en la propia creación de imágenes aludida al inicio de este escrito.
Pero más grave sería no convertir en acto de resistencia la reivindicación de la ceremonia del cine como espectadores: la defensa de la versión original no como un privilegio o un ejercicio epatante, sino como un derecho; la importancia de una proyección sin interrupciones, no a modo de reclamo de pureza, sino como la justa correspondencia a una forma de vivir el cine; y, finalmente, la posibilidad de elección cada vez más mermada por culpa de una distribución y una exhibición acostumbradas a practicar una censura cultural mediante anómalas y gratuitas decisiones sobre lo que vemos o debemos ver.
En las palabras de algunos cineastas como Fernando Solanas aún hay signos esperanzadores: “Como creadores, aspiramos a que nuestras películas se vean en lugares donde sólo se va para ver cine, no para otras cosas, del mismo modo que un músico hace su música para ser escuchada de forma exclusiva, y no mientras se come una pizza en un restaurante”.
Confiemos aún en ese terreno abierto a las nuevas tecnologías pero sin colonización audiovisual, y fomentando, desde el respeto, que el espectador y su vínculo con la imagen marquen el camino a seguir. Mientras sea posible evitemos la “deslocalización” de la sala cinematográfica y defendamos la ceremonia en la que se han educado nuestras miradas.

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