TERCETO (Relato inédito)

GONZALO CALCEDO
Palencia, 1961. Actualmente reside en Santander. Obra: Esperando al enemigo (1996), Otras geografías (1998), Liturgia de los ahogados (1998), La madurez de las nubes (1999), Apuntes del natural (2002), La carga de la brigada ligera (2004), El peso en gramos de los colibríes (2005), Mirando pájaros y otras emociones (2005) y Saqueos del corazón (2007). En 2003 Tusquets publicó su primera novela corta, La pesca con mosca, si bien Gonzalo Calcedo es ante todo un escritor de cuentos.

Emma braceó sobre la cama como si nadara, su pecado arrebujado entre las sábanas. Se sentía así a menudo, aunque Lázaro se esforzara por redimirla con besos en la frente. Que él no fuese su marido y que a una veintena de kilómetros de allí se marchitasen un esposo, dos niños y un hogar, resultaba definitivo y terminaba por exasperarla. El candado de la culpa amordazaba su boca, le recosía los labios. Invariablemente solía zanjar sus citas con una discusión de partisana:
-Te odio. Mira lo que me estás haciendo.
-No me odias. Es otra cosa.
-Defínemela, chico listo.
-Cuenta de beneficios.
Lázaro trabajaba como asesor financiero en Indigo Trade y la casa en la que colisionaban dos veces por semana había pertenecido a sus padres. Llevaba años a la venta, con un gato veterano ejerciendo de misántropo mayordomo. Demasiado vieja y anticuada, demasiado incómoda de habitar. Como un mueble viejo que no se acierta a ubicar. El gran estorbo permanente de una vida.
El baño era lo peor: inmenso, helador, la patibularia habitación de una clínica mental de pesadilla. Allí Emma se contemplaba desnuda en el espejo del lavabo, como amoratada, como si se hubiese ahogado en la laguna cuajada de patos del pastizal cercano y hubiera resucitado teñida de cienos, los tobillos encadenados al agua por sargazos.
Llevaba años sin disfrutar de aquello (al principio sí, con locura) y cuando le comunicó a su amante que quería dejarlo, su voz la de una embajadora que se dispone a negociar, él no se opuso. En cierta manera comprendía su hastío, la revelación de un “¡basta!” inapelable.
Ella interrumpió sus estiramientos de falsa atleta. Hoy el gato no había saltado a la cama requiriendo una caricia.
-Entonces, ¿no vas a hacer nada? ¿Te da igual?
Era temprano y se suponía que a esa hora ambos iban camino de sus respectivos trabajos, él en su agencia y ella en Nadia’s, la tienda de moda que una amiga suya había abierto la primavera pasada y donde trabajaba media jornada.
-Podría asesinarte, supongo. Un crimen pasional. Hay cuchillos en la cocina. Cada vez que cojo el sacacorchos los veo.
-No hay pasión, así que esa solución no sirve. Sería otra clase de crimen.
-¿Qué tal un nuevo plazo?
-Siempre nos damos nuevos plazos.
-¿Abro una botella?
La bodega de la casa era un surtidor inagotable de caldos, pócimas y arañas.
-No me gusta oler a vino tan pronto. Causa mala impresión a los clientes.
Sentada a los pies de la cama, sin el tapujo de la sábana, Emma percibió el escozor de la desilusión. Empezó a picarle todo el cuerpo, un brote primaveral, rojizo y maligno. Ya vestido, Lázaro tironeaba de los cordones de sus zapatos. De pronto empezó a preocuparse por aquella casa, a cavilar en voz alta. Sus padres llevaban tantos años muertos que casi había olvidado el buen dinero que suponía conservarla inane y deshabitada. Debía venderla cuanto antes.
Fue hasta la ventana, deslizó la yema del dedo por el cristal rajado como por la cicatriz de ella en el vientre.
-¿Cuánto tiempo lleva roto? –preguntó.
-No sé, siempre lo he visto así.
-¿Y la puerta del armario?
-Doscientos o trescientos años, imagino.
-Hablo en serio.
-La madera ha cedido y los tornillos de la bisagra ya no agarran. Suele suceder.
-Esa es una información técnica muy meditada.
-Mi padre era aficionado a la carpintería, ya te lo dije. Nos hacía muebles en miniatura.
Lázaro fue de un lado a otro de la habitación, tentando las maderas del suelo.
-No he visto al gato –cambió ella de conversación.
-Puede que esté muerto.
-El otro día le vi cazando mariposas. Como un cachorro.
-Posiblemente fuese otro gato.
-Era el nuestro, te lo juro.
Las tablas respondían a cada paso con una nota de abandono y queja. Lázaro se detuvo. Se volvió hacia la cama, el cabecero enrejado la fracción de una celda. Andaría por la cuarentena larga y comenzaba a desfondarse, aunque aún era un hombre guapo. El hombre con el que ella estaba casada nunca había sido tan guapo; los dos niños salían a él, lo cual triplicaba el espesor de su falta. Ya no podía llamarlo desliz. Emma pensó en ellos. Su marido era simpático, tenía un sentido del humor elegante, nunca mordaz, y en las cenas con amigos demostraba su habilidad para aliviar tensiones.
Le echó de menos, aunque eso no fuese amor. Lázaro miraba el techo; el estigma amarillo de la gotera había avanzado entre cercos más oscuros, el moteado oscuro que indicaba el lugar donde caía tan próximo al borde de la escayola que comenzaba a manchar el tabique.
-Qué pena –exclamó.
-¡Véndela! Toma una decisión.
-Eso hago.
-Con más ahínco. Acabas de despachar nuestro drama con relativa facilidad. Actúa igual.
-Por favor.
-Vamos, es posible que no volvamos a vernos. Te dejo y reaccionas como si no sucediese nada. ¿Tengo que entender que otra monada ocupará mi lugar enseguida?
-No.
La apatía de él era irritante. Emma se levantó y echó a andar con la manta sobre los hombros.
-Voy al lavabo.
Desde aquel reducto glacial le oyó subir y bajar las escaleras, investigar, diagnosticar, desesperarse. El discurso de la casa se agotaba y ella pensó que en cierta manera su tajante adiós tenía que ver con esa otra claudicación. Libre de ella, Lázaro vendería por fin la casa, cambiaría de coche, de amigos, corregiría su biografía. Qué fácil. Ella no podría imitarle. Los tres rostros idénticos que encontraba en su hogar cada día se lo impedirían.
Se miró en el espejo, el azogue rayado por la pezuña del tiempo. La manta pesaba, raspaba su piel. En cada cita abandonaba su nicho en el altillo del armario para ser extendida, aplastada, humillada. La dejó caer, se escrutó. Cuarenta y uno, cuarenta y dos en agosto, un veintitrés: el vientre abombado, los hombros demasiado rellenos, ni asomo de clavícula sobre los pechos ya no tan arrogantes. ¿Y qué decir de sus piernas, de sus rodillas contagiadas de la misma evidencia de celulitis que la cara interna de los muslos?
En media hora, se dijo, estaría ayudando a mujeres igual de atormentadas a elegir un vestido con el que exorcizar la nueva estación. Se encerraría en su compañía en vestidores que harían las veces de confesionario, mientras su marido se cambiaba el teléfono de oído en una de sus eternas conversaciones de trabajo y sus dos hijos se instruían en la escuela, ya a un paso del final del curso, del verano, de las complicaciones del ocio. Siempre había sido más laborioso disponer de un amante sin el estudiado cuadrante de la rutina, extraviada en las vacaciones, los niños rondando por la casa a todas horas como un regalo envenenado.
Entonces le oyó. Estaba en el tejado, orgulloso y feliz. Gritaba como un deshollinador de cuento. Había salido por una de las claraboyas y le contaba lo que estaba viendo desde aquella atalaya.
-¡Es fabuloso!
-¡Te has vuelto loco!
Se gritaban sin verse.
-¡Increíble!
-¡No pienso subir a buscarte!
Emma salió a la escalera preocupada, abrazando parte de su ropa
-¡Baja inmediatamente!
-¡Se ve la ciudad entera, allí abajo! ¡Y las nubes! ¡Las malditas nubes! Por Dios, espero que no vuelva a llover.
A medio vestir alcanzó el ático. Estaba descalza y temió pincharse con puntas agazapadas o añicos de cristal. Atravesó temerosa el espacio rancio y revuelto, un desfiladero de muebles desvencijados por mudanzas y cajas de cartón anónimas, de botes de pintura arrumbados donde el gato solía prolongar sus pesquisas de atolondrado cazador. La luz de la claraboya se proyectaba cenital sobre su melena castaña, la escalera metálica por la que Lázaro había trepado encajada en el hueco. Emma trepó, uno, dos, tres, escalones. No tenía edad para eso. Tenía miedo y rabia, la melodramática ira de una madre a la que sus hijos desobedecen
-Será idiota...
-Menudas vistas. Pero el tejado está desecho. Subí para intentar arreglar esa maldita gotera del dormitorio y para buscar al gato. Sé que no quieres estar aquí conmigo por esa gotera, por la mancha.
Dejaron de gritarse, aunque aún no se veían
-No quiero estar contigo por unas cuantas cosas más, cariño. La gotera no tiene nada que ver. Ni ese cobarde con rabo.
Por fin ella divisó su silueta urbanita. Estaba sentado en cuclillas en una zona rasa del tejado, despeinado y jovial. Al fondo distinguió el paisaje quebrado de la ciudad, su rudeza de hormigón. Vio los lazos oscuros de la autopista, la villa retrepada entre lomas que atravesaban para llegar allí, la carretera comarcal de acceso, las casas vecinas, distantes, recogidas y pulcras.
-Muy bonito, ahora dame la mano y baja.
-Quería volver a colocar las tejas en su sitio.
-Ya lo has dicho. Baja. Estoy quedándome helada.
-Es primavera, no hace tanto frío.
-Siempre hace frío en esta casa y lo sabes. Baja.
-Luego.
La miró.
-Era la casa de mis padres.
-Eso ya lo sé. Yo vendí la casa de mis padres hace años. Superé ese drama. Ahora te toca a ti.
-No creo que pueda.
-Pusiste el cartel. Sí que puedes.
-Iba de farol.
-Como quieras.
Emma desistió. A los once o doce años los tejados podían ser divertidos, un enclave mayúsculo y prohibido, una aventura, pero casada y mustia no. Prefería tener los pies en el suelo.
-Tonto –le dijo, y fue como si se despidiese de él en una eternidad de citas, goces y reproches. Era un niño. Jamás había crecido.
Resolvió no volver a verle nunca más. Regresó al dormitorio, se sentó a los pies de la cama, como antes, y se puso las medias desenrollándolas delicadamente desde la puntera a lo largo del pie, el tobillo, la varicosa pantorrilla. Después se calzó los Vielli que tanto le incomodaban al conducir. Se puso la cazadora de cuero teñido, la hebilla de duende en la cintura. Un vistazo de reojo al espejo le devolvió la imagen de quien realmente era, una mujer densa, no demasiado alta, incompleta, pasablemente neurótica y preocupada. Entonces volvió a escuchar el crepitar de hojas secas de las tejas deshaciéndose bajo las pisadas de Lázaro, y pensó: estúpido, vas a caerte como sigas intentándolo. Me importas un bledo, tú y el gato.
Se colgó el bolso del brazo y gritó para que él la oyera desde aquel cielo:
-¡Hasta nunca, cariño mío! ¡Vuelvo a la civilización! -y se rió de su propia ocurrencia.
Le llevó medio minuto comprobar si se dejaba algo. En ese tiempo el día mudó su luz. Lázaro tenía razón en sus miedos: las nubes acechaban aquel rincón del mundo acarreando más agua. Él no podría evitar que la gotera persistiese en su empeño, que un nuevo cerco creciese a continuación del último, como los anillos de un árbol, que pausadamente el techo entero fuese oscureciéndose, pudriéndose, derrumbándose.
Abrió la puerta principal. Sí, eran nubes. Grandes y codiciosas. Qué contrariedad.
-Fin de la prórroga –anunció somera-. Me marcho.
Miró el jardín, su tupida ruina, la desmesura encabritada de la maleza. Había fragmentos de tejas por doquier. El muy necio había agravado el problema con su paseo aéreo. Sacó las llaves del coche y se dirigió hacia su Honda, aparcado como un hijo tímido ante el aventajado BMW que solía conducir él. Antes de sentarse al volante intentaría decirle adiós. Taconeó excitada, tensa. Adiós, adiós. Adiós para siempre. Y se volvió sobre sus talones.
Lázaro no estaba en el tejado. Distinguió el destello plateado de la claraboya abierta y su mirada descendió hasta la puerta por la que suponía él saldría de inmediato, cargado de abrazos, perdones y besos. No era su primera riña, pero sí sería la última.
Le aguardó. Sus padres al menos le habían inculcado ser una mujer educada. Incluso tuvo tiempo de encender un impaciente cigarrillo antes de comprender que la trifulca era más espinosa que en otras ocasiones. Si en medio minuto no aparecía en el porche, se marcharía inmediatamente.
Vio al gato salir de debajo de la desequilibrada escalinata. El enflaquecido comensal que solía saltar a la cama en los momentos culminantes de sus encuentros, convertido en perfecto aguafiestas.
-Vaya, andabas por ahí. Te has perdido el espectáculo.
Su medio minuto no dio más de sí.
-Quédate con todo, querido gatito –convino-. Yo renuncio.
Subió al coche, puso el motor en marcha y partió sin que el minino se inmutase. La decepción humana era algo extraño para él. Olisqueó el plato que ellos dejaban bajo la mesa del porche, pero no había comida nueva, así que se afiló las uñas con desgana en el mimbre de uno de los sillones, saltó al parterre y avanzó pegado a la pared por si sorprendía a alguno de los polluelos caídos de los nidos del alero. A veces tenía esa suerte.
Rodeó los arbustos más vigorosos, receloso, y cuando se tropezó con el cuerpo del hombre, tendido en una posición rara, boca arriba, los ojos abiertos reflejando el tránsito de las nubes, su lomo se arqueó ostentosamente, el vello de punta. No era la primera vez que él o ella se hacían los dormidos para sorprenderle. Pero no pasó nada. No se movía. Olió aquel cuerpo, lamió el círculo de sangre sobre el que reposaba la cabeza, probó a juguetear entre sus tobillos. Luego se escabulló en dirección a la cocina de los Orbis.
Apenas se había alejado cuando las primeras gotas de lluvia hicieron de él un animal indeciso e infeliz. Vaciló, dio media vuelta escaldado, brincó sobre las piernas del hombre y regresó a su hueco bajo las escaleras del porche, en las entrañas de la vieja casa, por si se despertaba.

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