LA HERIDA ABIERTA

Demasiado humano (los últimos días de Nietzsche) en la programación de verano de la UIMP

por ALBERTO IGLESIAS

“El hecho de que unos creen arte mientras otros padecen, ¿no es una prueba escandalosa de la injusticia del mundo?”. Esta es una de las miles de preguntas que heredamos del filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche. Preguntas que se clavan en las conciencias, que “muerden en la nuca como un perro rabioso”, al igual que hace en numerosas ocasiones la memoria... Recuerdo las palabras de Roman Paska, director de la Asociación Internacional de Marionetistas, cuando al comenzar su charla de bienvenida en Italia, donde iba a impartir un curso sobre La Marioneta, sólo pudo expresar su duda, su abatimiento y su dolor. Dijo algo así: “Yo vivo en New York. Cerca del World Trade Center. ¿Qué sentido tiene dar este curso?¿Qué sentido tiene hacer nada?”. Era el doce de septiembre de 2001. A estas preguntas bien les podría dar respuesta el personaje Strindberg de la obra de P.O.Enquist La noche de las tríbadas. Strindberg está ensayando La más fuerte en medio de grandes crisis personales y dice: “Strindberg.- [...] Y esta maldita pieza es todo lo que nos queda. Nosotros no somos absolutamente inútiles, servimos para algo. Por eso tenemos que seguir ensayando La más fuerte hasta el final”. Así de sencillo. También yo quiero pensar que el teatro, las gentes del teatro, no somos absolutamente inútiles.
Jaime Romo, autor de la obra Demasiado humano (los últimos días de Nietzsche) escribe en el programa de mano: “Nietzsche vivió y murió como quiso. Nos liberó de la culpa. Nos legó su entusiasmo. ‘Yo soy entero cuerpo y nada más –dice Zaratustra-, el alma es solamente una palabra que indica una pequeña parte del cuerpo’.” Bucear en el personaje Nietzsche y buscar su carnalidad escénica se me antoja una tarea difícil pero apasionante. Era tan trágico como cómico, tan cuerdo como loco. No es sólo Romo, filósofo además de dramaturgo, quien se ha atrevido a ello. Son bastante conocidas un par de obras que tienen como eje central al filósofo: Nietzsche, del dramaturgo argentino J.A.Arredondo y El día que Nietzsche lloró, adaptación para el teatro del libro de Irvin Yalom, profesor de psiquiatría de la Universidad de Stanford. Romo se hizo merecedor del Premio de Teatro “Lope de Vega” 2005 por este texto, lo que ha posibilitado su puesta en escena. Y, en consecuencia, que un servidor se sentase a verla.
La antigua cafetería del Teatro Español de Madrid se transformó hace relativamente poco en una pequeña sala de teatro. Tiene capacidad para unos setenta espectadores sentados en grada. Es un lugar muy íntimo y se programan allí espectáculos de pequeño y medio formato. No conocía con anterioridad a Jaime Romo, pero sí al actor que interpretaba a Nietzsche: Alfonso Torregrosa. Tuve la gran suerte de poder trabajar con él hace un par de años en un Eduardo II de Marlowe, y más tarde le vi en Madrid, en el teatro Gran Vía, donde representaba El graduado, espectáculo donde la estrella era Ángela Molina. La propuesta que se me presentaba ahora era bien distinta. Si no recuerdo mal, mayo empujaba la chaqueta de lana al fondo del armario.
Hablar las palabras de otro es lo que hacen los actores, y permitan los lectores de estos breves artículos que me repita. Hablarlas como si fueran propias. Apropiarse de las palabras de otro para hablar de uno mismo... No parece nada fácil hacer propias las palabras de Nietzsche, entrar en esa piel, ser él. Y ser él en su última etapa –tal y como plantea Romo– un hombre desvalido y desmesurado en todo: demasiado vital, sincero, lúcido, trágico, cómico, debe ser aún más apasionante. Tanto como encerrar en una pequeña obra de teatro la vida de uno de los pensadores más importantes, descarnados e influyentes de nuestra cultura. Un ser único, excepcional. Entonces, ¿dónde está el espejo? Porque el teatro, dicen, es, o debe ser, el espejo de la vida. Un espejo individual, pese a ser el teatro un acto colectivo, en el que cada individuo ve, siente, entiende, cosas diferentes, por mucho que algunos autores se empeñen en que todos veamos lo mismo. Y de eso, entre otras cosas, trata este Demasiado humano, de la manipulación de las ideas, del conductismo. De la apropiación de las palabras de otro para un uso político. Estas palabras: “manipulación”...”conductismo”... se acotan en el teatro (al igual que en la historia) al ámbito familiar y es precisamente esto lo que llena de riqueza dramática este texto. Volviendo al filósofo alemán: “Bella locura la del lenguaje, con él el hombre baila sobre todas las cosas”. Lo pequeño dentro de lo grande y lo inmenso dentro de lo diminuto. Para verse en el espejo habrá que sentarse en la butaca y esperar el oscuro.
“No es el tiempo, sino la propia voluntad creadora lo que transforma y desarrolla la persona. No podemos confiarnos al tiempo objetivo, el trabajo de configuración de la propia mismidad tiene que llevarlo a cabo uno mismo”. Si algo soy capaz de rescatar de forma sencilla y clara de la filosofía de Nietzsche, si su pensamiento tiene alguna utilidad para desarrollar mi idea del arte dramático, tal vez sea su concepto de voluntad. El teatro se hace con fe, con amor y con grandes dosis de voluntad. Como la mayoría de las cosas que merecen la pena en esta vida, supongo. Insisto de nuevo en que teatro y vida, lejos de andar por aceras paralelas que se juntan en el infinito, son tan tangentes que en ocasiones pueden confundirse. Igual que sucede con los sueños y la realidad: ¿era Zhuang Zi que soñó que era una mariposa o una mariposa que soñó que era Zhuang Zi?
El dramaturgo contemporáneo debe nutrirse de la filosofía igual que se nutre de la poesía, de la historia y de su propia vida, sus obsesiones, miedos... para desarrollar su propia concepción del mundo y su singular forma de expresarlo dramáticamente. Pero también debe alimentarse del vecino que se cruza en la escalera, del hombre que viene a mirar el gas, del taxista, de la portera... Por lo demás, no hay recetas. En el teatro las obras funcionan o no funcionan. Ese es el misterio. Esa es la carga que las gentes del teatro tenemos que soportar. “Sólo aquel que en verdad puede procurarse a sí mismo una carga es libre”, escribió Heiddegger. Bueno, parece que la recompensa merece la pena.
“El hecho de que unos creen arte mientras otros padecen, ¿no es una prueba escandalosa de la injusticia del mundo?”. La pregunta se repite una y otra vez en la cabeza del creador, al que se le presupone una sensibilidad especial. Quizás encontremos una respuesta, nada alentadora, a esta pregunta en la biografía del pensamiento de Nietzsche escrita por el filósofo e historiador alemán Rüdiger Safranski: “Si el arte justifica la existencia estéticamente, ello sucede sobre el fondo de una crueldad. Esta ‘crueldad en la esencia de toda cultura’ demuestra que la existencia es una herida eterna y la terapia del arte, la justificación estética, mantiene la herida abierta”.
Mantener las heridas abiertas, las preguntas abiertas, las respuestas abiertas, la vida abierta y el teatro abierto. Siempre abierto para aquellos que amen la vida o que no sepan cómo hacerlo. No tengamos miedo nosotros de ser demasiado humanos.

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