Ainhoa Arteta en el Palacio de Festivales de Cantabria
por REGINO MATEO
No es que los fastos del Jubileo Lebaniego y Cantabria Infinita hayan prestado demasiada atención a la música clásica, algo que podría encajar bien en una actitud generalizada en los últimos años en el mundo de las políticas culturales y según la cual el objeto no es la excelencia sino el rendimiento. En cualquier caso, y tal vez precisamente por este factor, la presencia de la soprano guipuzcoana Ainhoa Arteta en la Sala Argenta del Palacio de Festivales, apoyada con correción por la Orquesta Sinfónica de Bilbao, la tarde del 24 de febrero pasado, se esperaba con ganas.
Desde 1993, año en que pasara a las primeras filas del canto internacional al obtener varios galardones de prestigio, Arteta ha desarrollado una carrera importante, con algunos altibajos (no era precisamente el mejor de los recuerdos el que había dejado en su anterior comparecencia ante el público de Santander) que la ha llevado a los más prestigiosos ciclos y escenarios y le ha permitido protagonizar muchos de esos roles operísticos amados por las cantantes (Mimí, Manon, Marguerite, Juliette, Violeta) mostrándose, en mi opinión, especialmente brillante en el repertorio francés.
Una primera reflexión acerca del concierto, reflexión que cada vez me parece más imprescindible, tendría que ver con el programa elegido. Ya sea su responsable la cantante, ya lo sean los programadores, ya estén las culpas repartidas. Siempre he sido defensor de la celebración de conciertos y ciclos que permitan acercar la música al gran público, como lo soy de los ciclos didácticos y de cualquier otra forma de presentación que permita al mayor número posible de personas acceder a la fascinación por la música. Ahí radica la fuerza de la llamada democratización de la cultura y no en el abaratamiento burdo de sus manifestaciones para que nadie pueda sentirse excluido. La cultura de verdad es exigente y aspira a ser escrita con letras mayúsculas.
Digo esto porque la velada con Arteta, de entrada, era decepcionante en sus contenidos. Se trataba de lo que podíamos denominar Programa Patchwork, al modo de esas colchas horterillas tejidas a base de retales cosidos unos contra otros. Una aria de aquí, otra de allá, una obertura para que descanse la voz, y otra vez arias deslavazadas en sucesión absurda de estilos y contenidos. Hemos llegado a tal punto en esa idea perversa de los conciertos fáciles o populares que casi resulta imposible escuchar un recital inteligente. De hecho, y en lo que a las programaciones desarrolladas en Cantabria se refiere, la seriedad en programas y ciclos parece hoy restringida en la práctica a la Fundación Marcelino Botín, que al menos propone, decide y arriesga. En fin, que frente a otras comparecencias en las que la Arteta ha abordado ciclos de canciones orquestales como los Chants d’Auvergne de Canteloube o los lieder sinfónicos de Strauss, a Santander nos vino con un recital de favourites, de extractos musicales que ni permiten al público centrarse en lo que escucha ni a la artista madurar y macerar el personaje que canta: Y así, La Condesa de Las bodas de Fígaro, Giulietta de I Capuleti e i Montecchi, Marguerite de Fausto, Liú de Turandot, Mimí de La bohème y Wally de La Wally fueron los personajes en los que, con desigual fortuna, fue sumergiéndose Ainhoa Arteta a lo largo del recital.
Uno de los grandes problemas de estos Programas Patchwork es que la soprano sale a escena a saco, sin que los elementos que toda ópera establece para ir acomodando la voz, hayan tenido lugar. Sólo eso puede explicar el terrible susto que nos dio la cantante vasca con el Porgi amor de Las bodas de Fígaro. La voz se mostró tensa, temblona, con un vibrato exagerado, al borde de la desafinación y que si ya es discutible en papeles de más peso dramático y vocal, resulta del todo inadmisible en Mozart. Sin embargo, y a pesar de que no me parece que el belcantismo sea una de los puntos fuertes de Arteta, se centró en el Oh quante volte de Capuletos y Montescos de Bellini, donde fue capaz de llenar de misterio y dulzura a la tomada voz de Julieta.
Desde ese momento, Ainhoa Arteta fue a más llegando a su cenit en las dos arias que respectivamente cerraban cada una de las partes del programa: coqueta, divertida, simpática y exacta en la popular Aria de las Joyas, Ah! Je ris de me voir, extraída del Fausto de Gounod y una espléndida lectura de esa aria magnífica de una ópera olvidada, La Wally, de Alfredo Catalani, que se ha convertido en una de las preferidas para cierto tipo de sopranos: Ebben? Ne andró lontana.
La voz de Ainhoa Arteta tiene un timbre peculiar, pastoso y oscuro, que sabe aprovechar buscando sonidos redondos, muy bien impostados, cargados de armónicos y que cobran especial expresividad en sus registros medio y grave. No es una forma de cantar que agrade a todos los aficionados (¿acaso hay alguna?), y algunas de las apreciaciones críticas que escuchamos al salir nos hicieron viajar en el tiempo a la mítica disputa ¿Callas o Tebaldi? Desde luego, quienes en esa pugna hubieran apostado por Renata Tebaldi, no saldrían contentos del recital; los admiradores de María Callas, en cambio, se habrían encontrado con una soprano que recuerda en algunos momentos la peculiar voz y modos de la griega. Quiero destacar que, excepción hecha del Mozart antes citado, Ainhoa Arteta cumplió con valentía y seriedad su compromiso con el público. La voz estuvo controlada a lo largo de la velada, buscó en todo momento la proyección más adecuada (con gestos a veces algo forzados, como esa particular manera de inclinar hombros y cabeza hacia delante para mejor dirigir la columna de aire), fue expresiva, cercana y trató de comunicar el universo interior de cada uno de los personajes asumidos. Una exquisita dicción de los textos, por cierto, nos devuelve la fe en la formación de cantantes en España, donde tradicionalmente se había descuidado la pronunciación y donde tantas cantantes emitían palabras incomprensibles, como si en una ópera, en una canción, el texto fuera algo secundario. Mereció Ainhoa Arteta los aplausos, pues, que abrieron paso a dos bises, el Oh mio babbino caro (aunque con ese maldito y ya perpetuo error hasta ella lo llamara Oh mio bambino caro) del Gianni Schicchi de Puccini, y la bellísima Io son l’umile ancella de la ópera de Francesco Cilea Adriana Lecouvreur.
Un dato marginal, sobre las innovaciones producidas en lo que podríamos llamar la liturgia del concierto: resulta más bien inédito, al menos por estos pagos, y creo que estaríamos mejor si no se pusiera de moda, que el contrato de la artista incluya la obligación de que agradezca al final de su actuación al Presidente de Cantabria y al Consejero de Cultura la oportunidad de cantar en Santander. Los servidores públicos hacen su trabajo y en cualquier caso pagan el cachet de los artistas con dineros igualmente públicos. Como tengamos que escuchar en cada concierto el capítulo “agradecimientos”, mal vamos.
por REGINO MATEO
No es que los fastos del Jubileo Lebaniego y Cantabria Infinita hayan prestado demasiada atención a la música clásica, algo que podría encajar bien en una actitud generalizada en los últimos años en el mundo de las políticas culturales y según la cual el objeto no es la excelencia sino el rendimiento. En cualquier caso, y tal vez precisamente por este factor, la presencia de la soprano guipuzcoana Ainhoa Arteta en la Sala Argenta del Palacio de Festivales, apoyada con correción por la Orquesta Sinfónica de Bilbao, la tarde del 24 de febrero pasado, se esperaba con ganas.
Desde 1993, año en que pasara a las primeras filas del canto internacional al obtener varios galardones de prestigio, Arteta ha desarrollado una carrera importante, con algunos altibajos (no era precisamente el mejor de los recuerdos el que había dejado en su anterior comparecencia ante el público de Santander) que la ha llevado a los más prestigiosos ciclos y escenarios y le ha permitido protagonizar muchos de esos roles operísticos amados por las cantantes (Mimí, Manon, Marguerite, Juliette, Violeta) mostrándose, en mi opinión, especialmente brillante en el repertorio francés.
Una primera reflexión acerca del concierto, reflexión que cada vez me parece más imprescindible, tendría que ver con el programa elegido. Ya sea su responsable la cantante, ya lo sean los programadores, ya estén las culpas repartidas. Siempre he sido defensor de la celebración de conciertos y ciclos que permitan acercar la música al gran público, como lo soy de los ciclos didácticos y de cualquier otra forma de presentación que permita al mayor número posible de personas acceder a la fascinación por la música. Ahí radica la fuerza de la llamada democratización de la cultura y no en el abaratamiento burdo de sus manifestaciones para que nadie pueda sentirse excluido. La cultura de verdad es exigente y aspira a ser escrita con letras mayúsculas.
Digo esto porque la velada con Arteta, de entrada, era decepcionante en sus contenidos. Se trataba de lo que podíamos denominar Programa Patchwork, al modo de esas colchas horterillas tejidas a base de retales cosidos unos contra otros. Una aria de aquí, otra de allá, una obertura para que descanse la voz, y otra vez arias deslavazadas en sucesión absurda de estilos y contenidos. Hemos llegado a tal punto en esa idea perversa de los conciertos fáciles o populares que casi resulta imposible escuchar un recital inteligente. De hecho, y en lo que a las programaciones desarrolladas en Cantabria se refiere, la seriedad en programas y ciclos parece hoy restringida en la práctica a la Fundación Marcelino Botín, que al menos propone, decide y arriesga. En fin, que frente a otras comparecencias en las que la Arteta ha abordado ciclos de canciones orquestales como los Chants d’Auvergne de Canteloube o los lieder sinfónicos de Strauss, a Santander nos vino con un recital de favourites, de extractos musicales que ni permiten al público centrarse en lo que escucha ni a la artista madurar y macerar el personaje que canta: Y así, La Condesa de Las bodas de Fígaro, Giulietta de I Capuleti e i Montecchi, Marguerite de Fausto, Liú de Turandot, Mimí de La bohème y Wally de La Wally fueron los personajes en los que, con desigual fortuna, fue sumergiéndose Ainhoa Arteta a lo largo del recital.
Uno de los grandes problemas de estos Programas Patchwork es que la soprano sale a escena a saco, sin que los elementos que toda ópera establece para ir acomodando la voz, hayan tenido lugar. Sólo eso puede explicar el terrible susto que nos dio la cantante vasca con el Porgi amor de Las bodas de Fígaro. La voz se mostró tensa, temblona, con un vibrato exagerado, al borde de la desafinación y que si ya es discutible en papeles de más peso dramático y vocal, resulta del todo inadmisible en Mozart. Sin embargo, y a pesar de que no me parece que el belcantismo sea una de los puntos fuertes de Arteta, se centró en el Oh quante volte de Capuletos y Montescos de Bellini, donde fue capaz de llenar de misterio y dulzura a la tomada voz de Julieta.
Desde ese momento, Ainhoa Arteta fue a más llegando a su cenit en las dos arias que respectivamente cerraban cada una de las partes del programa: coqueta, divertida, simpática y exacta en la popular Aria de las Joyas, Ah! Je ris de me voir, extraída del Fausto de Gounod y una espléndida lectura de esa aria magnífica de una ópera olvidada, La Wally, de Alfredo Catalani, que se ha convertido en una de las preferidas para cierto tipo de sopranos: Ebben? Ne andró lontana.
La voz de Ainhoa Arteta tiene un timbre peculiar, pastoso y oscuro, que sabe aprovechar buscando sonidos redondos, muy bien impostados, cargados de armónicos y que cobran especial expresividad en sus registros medio y grave. No es una forma de cantar que agrade a todos los aficionados (¿acaso hay alguna?), y algunas de las apreciaciones críticas que escuchamos al salir nos hicieron viajar en el tiempo a la mítica disputa ¿Callas o Tebaldi? Desde luego, quienes en esa pugna hubieran apostado por Renata Tebaldi, no saldrían contentos del recital; los admiradores de María Callas, en cambio, se habrían encontrado con una soprano que recuerda en algunos momentos la peculiar voz y modos de la griega. Quiero destacar que, excepción hecha del Mozart antes citado, Ainhoa Arteta cumplió con valentía y seriedad su compromiso con el público. La voz estuvo controlada a lo largo de la velada, buscó en todo momento la proyección más adecuada (con gestos a veces algo forzados, como esa particular manera de inclinar hombros y cabeza hacia delante para mejor dirigir la columna de aire), fue expresiva, cercana y trató de comunicar el universo interior de cada uno de los personajes asumidos. Una exquisita dicción de los textos, por cierto, nos devuelve la fe en la formación de cantantes en España, donde tradicionalmente se había descuidado la pronunciación y donde tantas cantantes emitían palabras incomprensibles, como si en una ópera, en una canción, el texto fuera algo secundario. Mereció Ainhoa Arteta los aplausos, pues, que abrieron paso a dos bises, el Oh mio babbino caro (aunque con ese maldito y ya perpetuo error hasta ella lo llamara Oh mio bambino caro) del Gianni Schicchi de Puccini, y la bellísima Io son l’umile ancella de la ópera de Francesco Cilea Adriana Lecouvreur.
Un dato marginal, sobre las innovaciones producidas en lo que podríamos llamar la liturgia del concierto: resulta más bien inédito, al menos por estos pagos, y creo que estaríamos mejor si no se pusiera de moda, que el contrato de la artista incluya la obligación de que agradezca al final de su actuación al Presidente de Cantabria y al Consejero de Cultura la oportunidad de cantar en Santander. Los servidores públicos hacen su trabajo y en cualquier caso pagan el cachet de los artistas con dineros igualmente públicos. Como tengamos que escuchar en cada concierto el capítulo “agradecimientos”, mal vamos.
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