LORENZO OLIVÁN. Castro Urdiales, Cantabria, 1968. Obra: Cuatro trazos (1988), La eterna novedad del mundo (1993), Único norte (1995), Visiones y revisiones (1995, Premio Luis Cernuda), El mundo hecho pedazos (1999), Puntos de fuga (2001, Premio Loewe), Libro de los elementos (2004, Premio Generación del 27).
En la escritura, y en el arte en general, las horas de tanteo y búsqueda se echan al olvido ante la instantaneidad del hallazgo, que concentra en sí no sé qué forma de un más vasto tiempo.
Soy como un canto rodado: el dolor que ha pulido un río, un discurrir.
El horizonte nos lanza hacia sí. Es el punto más lejano al que puede huir el alma sin perder aún el contacto con nosotros mismos.
Cuando oigo esos chasquidos del fuego en sus hogueras, me gusta suponer que el fuego, en trance onírico, dispara a sus fantasmas a lo lejos.
Sentir que el silencio te rodea, te asedia, te conquista y, a la vez, sentir que, pese a todo, te ofrece la mejor escapatoria.
La lengua, ese pez preso, febril de posibilidades, desciende por la noche a un mar más libre.
Por los sueños –al menos, por los míos- se baja más que se sube. Digamos que se sueña más hacia un fondo. Eso me hace intuir la gravedad esencial del pensamiento.
Miré el interior del pico de aquel pájaro: el rojo infierno del canto.
Escribir como lo haría una mosca. Decir con mi boca, justo encima de mis manos, lo que mis manos refutan
A las tijeras les emborracha su cortante conversación. Serían capaces de cortar sin pensárselo el hilo de cualquier vida, con tal de oírse hablar.
Con qué delicadeza el barro, en mis manos de niño que jugaban en él, subrayaba unas mínimas líneas de tierra, y polvo, y viento.
El cielo mismo no puede evitar acercarse a la tierra para verse nevar y traslada a todas las cosas ese asombro intacto.
La música es lo único que me hace concebir mi cabeza como redonda. Todo lo demás que experimento en ella está lleno de ángulos y aristas.
No sé si el discurrir del agua en este río dice más verdad con más caudal o con menos.
En un espejo, nos reflejamos, planos, en su superficie. En un cristal, un fondo nos devuelve, incierto, un fondo.
El cine nos ha enseñado a ser quien dispara la flecha, ser la flecha en el aire, ser su diente en la diana. Y eso es la poesía: ser todo, ir hacia todo y hacer diana en un centro.
En la escritura, y en el arte en general, las horas de tanteo y búsqueda se echan al olvido ante la instantaneidad del hallazgo, que concentra en sí no sé qué forma de un más vasto tiempo.
Soy como un canto rodado: el dolor que ha pulido un río, un discurrir.
El horizonte nos lanza hacia sí. Es el punto más lejano al que puede huir el alma sin perder aún el contacto con nosotros mismos.
Cuando oigo esos chasquidos del fuego en sus hogueras, me gusta suponer que el fuego, en trance onírico, dispara a sus fantasmas a lo lejos.
Sentir que el silencio te rodea, te asedia, te conquista y, a la vez, sentir que, pese a todo, te ofrece la mejor escapatoria.
La lengua, ese pez preso, febril de posibilidades, desciende por la noche a un mar más libre.
Por los sueños –al menos, por los míos- se baja más que se sube. Digamos que se sueña más hacia un fondo. Eso me hace intuir la gravedad esencial del pensamiento.
Miré el interior del pico de aquel pájaro: el rojo infierno del canto.
Escribir como lo haría una mosca. Decir con mi boca, justo encima de mis manos, lo que mis manos refutan
A las tijeras les emborracha su cortante conversación. Serían capaces de cortar sin pensárselo el hilo de cualquier vida, con tal de oírse hablar.
Con qué delicadeza el barro, en mis manos de niño que jugaban en él, subrayaba unas mínimas líneas de tierra, y polvo, y viento.
El cielo mismo no puede evitar acercarse a la tierra para verse nevar y traslada a todas las cosas ese asombro intacto.
La música es lo único que me hace concebir mi cabeza como redonda. Todo lo demás que experimento en ella está lleno de ángulos y aristas.
No sé si el discurrir del agua en este río dice más verdad con más caudal o con menos.
En un espejo, nos reflejamos, planos, en su superficie. En un cristal, un fondo nos devuelve, incierto, un fondo.
El cine nos ha enseñado a ser quien dispara la flecha, ser la flecha en el aire, ser su diente en la diana. Y eso es la poesía: ser todo, ir hacia todo y hacer diana en un centro.
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