por LUIS MATEO DÍEZ
Mi hermano Antón vio por vez primera el mar en la costa asturiana, en una excursión familiar a Ribadesella. Era un niño guapo y avispado, capaz de las más sorprendentes ocurrencias. Cuando regresó a nuestro pueblo y alguien le preguntó lo que le había parecido el mar, contestó muy convencido: es mucho, es grande y suena.
Yo vi por primera vez el mar, dos años después que Antón, en San Vicente de la Barquera, en otra excursión familiar que, además, conllevaba una semana de veraneo en Santander, en la casa de unos amigos de mis padres en el Sardinero. Lo que había dicho Antón había sido muy celebrado, como una curiosa ocurrencia de un niño que, como digo, se distinguía por ellas, pero yo no acababa de comprender lo que significaba, ni me había atrevido a pedirle que me lo explicase mejor.
Antón y yo somos dos falsos gemelos: me lleva un año pero nunca pareció que me lo llevase, nuestra dependencia estuvo convalidada desde el comienzo y, además, el tiempo ha venido a acrecentar la unanimidad, manteniendo Antón la autoridad afectiva que me lo hace imprescindible.
El mar lo vi en San Vicente, y luego lo viví entre la euforia y la congoja en Santander. Era grande, de eso no me cabía duda, aunque el tamaño no podía constatarlo, jamás se me hubiese ocurrido medirlo. Era mucho, pero la cantidad tampoco la imaginaba, más que mucho me parecía demasiado. Y sonaba, claro que sonaba. El estrépito de las olas en aquel verano santanderino, el verlas venir e irse, romper en los acantilados, estallar en la espuma que rozaba el vuelo de las gaviotas, me produjo una dolorosa emoción, también ese placer miedoso de los niños caguetas.
La verdad es que poco a poco entendí y me parecieron apropiadas las palabras con que Antón describió su primera experiencia. La idea de inmensidad se ajusta a la propia grandeza de lo que mar es y ofrece, la masa del agua resulta mayor que la de la tierra y el sonido tiene todas las variaciones posibles entre la musicalidad y el estrépito. Suena el mar hasta en el eco de las caracolas marinas, y fue precisamente ese sonido el que tuvo mayor magia y resonancia en la imaginación de aquellos dos niños que veranearon por vez primera en Santander.
El mar también se compaginaba en la memoria familiar con la aventura de la emigración americana, una aventura que afectó a las familias de mis abuelos maternos, y en la que Santander también era un punto de referencia.
Los que somos de tierra adentro tenemos en la atadura de la primera experiencia, del primer mar, la huella más misteriosa del mismo, algo así como el recuerdo mítico que se une a tantos otros de la memoria primigenia.
No hay viaje santanderino en que yo no me sienta afectado por esa emoción o, mejor dicho, por esa conmoción. Y muchas noches, en la península de La Magdalena, he dado paseos solitarios de esos que el mismísimo Conrad contabilizaría en el ensimismamiento de las profundidades. Es mucho, es grande y suena...
Yo vi por primera vez el mar, dos años después que Antón, en San Vicente de la Barquera, en otra excursión familiar que, además, conllevaba una semana de veraneo en Santander, en la casa de unos amigos de mis padres en el Sardinero. Lo que había dicho Antón había sido muy celebrado, como una curiosa ocurrencia de un niño que, como digo, se distinguía por ellas, pero yo no acababa de comprender lo que significaba, ni me había atrevido a pedirle que me lo explicase mejor.
Antón y yo somos dos falsos gemelos: me lleva un año pero nunca pareció que me lo llevase, nuestra dependencia estuvo convalidada desde el comienzo y, además, el tiempo ha venido a acrecentar la unanimidad, manteniendo Antón la autoridad afectiva que me lo hace imprescindible.
El mar lo vi en San Vicente, y luego lo viví entre la euforia y la congoja en Santander. Era grande, de eso no me cabía duda, aunque el tamaño no podía constatarlo, jamás se me hubiese ocurrido medirlo. Era mucho, pero la cantidad tampoco la imaginaba, más que mucho me parecía demasiado. Y sonaba, claro que sonaba. El estrépito de las olas en aquel verano santanderino, el verlas venir e irse, romper en los acantilados, estallar en la espuma que rozaba el vuelo de las gaviotas, me produjo una dolorosa emoción, también ese placer miedoso de los niños caguetas.
La verdad es que poco a poco entendí y me parecieron apropiadas las palabras con que Antón describió su primera experiencia. La idea de inmensidad se ajusta a la propia grandeza de lo que mar es y ofrece, la masa del agua resulta mayor que la de la tierra y el sonido tiene todas las variaciones posibles entre la musicalidad y el estrépito. Suena el mar hasta en el eco de las caracolas marinas, y fue precisamente ese sonido el que tuvo mayor magia y resonancia en la imaginación de aquellos dos niños que veranearon por vez primera en Santander.
El mar también se compaginaba en la memoria familiar con la aventura de la emigración americana, una aventura que afectó a las familias de mis abuelos maternos, y en la que Santander también era un punto de referencia.
Los que somos de tierra adentro tenemos en la atadura de la primera experiencia, del primer mar, la huella más misteriosa del mismo, algo así como el recuerdo mítico que se une a tantos otros de la memoria primigenia.
No hay viaje santanderino en que yo no me sienta afectado por esa emoción o, mejor dicho, por esa conmoción. Y muchas noches, en la península de La Magdalena, he dado paseos solitarios de esos que el mismísimo Conrad contabilizaría en el ensimismamiento de las profundidades. Es mucho, es grande y suena...
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