Decir “cultura” implica apelar a unos sentimientos en que todos, hoy, de uno u otro modo, nos sentimos concernidos. Rosina Gómez-Baeza, Jon Juaristi, Alejandro Gándara, Guillermo Balbona y Jaime Siles han reflexionado en Santander sobre este concepto tan amplio como escurridizo.
por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA
Pocos términos habrá tan generosos como el término ‘cultura’; y desde luego pocos son tan flexibles, tan capaces de adaptarse a las diferentes acepciones que desde cualquier flanco quieren imputársele. En nombre de la cultura se firman manifiestos, se apela a la dignidad del hombre, se designan partidas presupuestarias o se desmoronan los estados. Unos necesitan la cultura como seña de identidad nacional, otros la entienden peyorativamente como recurso arrojadizo de las élites. La cultura es un derecho inapelable de los españoles según el artículo 44.1 de la Constitución. Existe la “cultura popular” (bien diferente de la “cultura de masas”), y existen también las escasamente diplomáticas “alta cultura” y “baja cultura”. El vocablo ha llegado a hacerse tan etéreo que ha devenido sinónimo de ‘actitud’ o ‘espíritu’ (verbigracia: la cultura empresarial).
En las últimas décadas, y al calor de esta pluralidad al tiempo que indefinición, estamos asistiendo a un intenso proceso de reflexión sobre las diferentes facetas de la cultura. Cada vez proliferan más las publicaciones en que esta palabra figura en portada, con independencia de que el concepto aludido sea o no el mismo –que por supuesto no lo es– en todos los casos; por añadidura, en una gran proporción de estas publicaciones intenta fijarse una suerte de canon, una guía que indique por dónde debe encaminarse o cómo debe encauzarse esa forma tan caprichosa y díscola de la civilización que es, en definitiva, el hecho cultural. Pero lo cierto es que muchos son los intentos y pocos los resultados a la hora de aportar una reformulación bien cimentada, lo suficientemente abierta como para dar cabida a los nuevos procesos de construcción de “la cosa” y al tiempo lo suficientemente restringida como para no dar palos de ciego en la acotación de un concepto que, de hacerse excesivamente amplio, puede acabar en su propia descalificación. Es inconcuso que desde los ensayos de Adorno sobre la cultura de masas -¡allá por los 50!– y después con la célebre propuesta de Umberto Eco de dividirnos a todos entre apocalípticos e integrados –como paso previo a las distinciones entre cultura popular y alta cultura que realiza Herbert Gans–, a lo que cabe añadir las reflexiones sobre la tecnificación de la cultura en Benjamin, sobre lo clásico en Gadamer o sobre lo kitsch en Greenberg, no se han producido muchas más aportaciones de peso específico –que rebatir o con que estar acordes– al discurso sobre la cultura. Y es que textos sobre el asunto, desde entonces, se han escrito muchos, muchísimos en realidad, pero sin dejar de darle vueltas al mismo queso (aunque algunos, como Scruton, sí han tenido la valentía, con mayor o menor fortuna, de poner el dedo en la llaga de algunas cuestiones esenciales).
Otra materia especialmente fructífera en los últimos años desde un punto de vista bibliográfico es la que pretende tender puentes entre la economía y la cultura. Así le ha surgido una nueva rama al árbol, la Economía de la Cultura, que de forma remota inspira su nombre –muy probablemente– en aquellas conferencias que dio Ruskin en Manchester a mediados del XIX, en las que ya hablaba de la “economía del arte”. El caso es que los predicadores de la nueva disciplina se esfuerzan en precisar el valor de la cultura (sobre todo de los productos generados por la “alta cultura”, lo que quiera que eso sea) en términos económicos, investigando el retorno de las inversiones en bienes culturales, la elasticidad en la demanda de tales bienes, el impacto económico de las ayudas públicas al sector cultural (por otra parte, cada vez más criticadas y restringidas)… En este sentido, los trabajos de Klamer, Throsby o Abbing son significativos a la hora de olisquear posibles frentes nuevos. Otra cosa es que esos frentes resulten más o menos satisfactorios y, sobre todo, más o menos endogámicos. Y que la cultura soporte con mejor o peor humor esta enésima entre las invasiones bárbaras que ha tenido que sobrellevar a lo largo de su historia.
Pero, al final, lo que a todos nos preocupa hoy del tema cultural es algo bastante más sencillo… o no tanto: cuáles son los límites reales del hecho cultural, en qué medida la cultura forma parte de nuestra vida cotidiana, si deben confundirse ocio y cultura, cuál es hoy la medida de la relación entre cultura y educación, hasta qué punto el impacto de las masas “desvirtúa” la cultura, cuáles son los cauces contemporáneos de control de la cultura y dónde empieza y termina su legitimidad… y otras parafernalias similares.
Recientemente ha tenido lugar en el Ateneo de Santander un ciclo de conferencias sobre el tema –los temas– en cuestión. Si aquí se habla de esto no es por el hecho de que la coordinadora del “evento” haya sido la que suscribe estas líneas, sino porque los invitados y la enjundia de lo que allí se dijo lo merecen. En particular, los participantes fueron Rosina Gómez-Baeza (ex-directora de la Feria de Arte por antonomasia en España: ARCO, además de impulsora de nuevos proyectos, como el gran Centro de Creación Industrial de Gijón), Jon Juaristi (profesor, director de la Biblioteca Nacional y del Instituto Cervantes, irónico poeta en los 80 e indesmayable ensayista sobre el nacionalismo hasta la actualidad, aunque últimamente también se atreve con la novela), Alejandro Gándara (profesor, ensayista y novelista galardonado con algunos de los principales premios de este país, además de impulsor de empresas culturales relevantes en España, como la revista La Modificación de la Cultura, la Escuela de Letras o la Escuela de Humanidades, sin olvidar su faceta de excelente corredor, que no es baladí en este terreno), Guillermo Balbona (sufrido director de la sección cultural de El Diario Montañés y del ex-suplemento Sotileza, poeta en sus escasos ratos libres e impenitente aficionado al cine) y Jaime Siles (profesor, poeta multipremiado y autorizado crítico, también destacado atleta en otros tiempos –curiosa coincidencia– y que ha ocupado altos cargos relacionados con la cultura en la Embajada de España y en la ONU).
Rosina Gómez-Baeza hizo hincapié en su intervención en la distancia que media entre la sociedad y el artista, distancia que siempre ha existido pero que en los últimos tiempos se ha acentuado ante la incomprensión del arte contemporáneo (y en especial, de algunas de sus manifestaciones: fotografía, vídeo, arte electrónico…), pese al proceso cada vez más intenso de “democratización” de la cultura y de integración del arte (visitas a museos, etc.) dentro de la planificación del ocio por parte de los ciudadanos. Gómez-Baeza insistió en la necesidad de un mayor acercamiento de la sociedad al creador, para lo cual la formación –esto es, una medida a largo plazo– le parece fundamental; y es que los equipamientos museísticos están creciendo a una notable mayor velocidad que la digestión del arte contemporáneo por sus espectadores, decididamente más retardada. De esto no cabe sino concluir: el arte como manifestación dialógica, ¿es hoy una realidad o solamente un reto?
Jon Juaristi articuló su discurso en torno a dos ejes fundamentales: la Nación y la Identidad como elementos definitorios de la integración cultural. Juaristi trazó una historia de ambos conceptos, desde la legitimación del poder y la violencia por el Estado, pasando por la crisis del Estado-Nación y la desaparición del pueblo objeto de la atención nacionalista, hasta el surgimiento de la sociedad mesocratizada y la posterior construcción de la individualidad, ligada a una concepción igualmente individual, no territorial, de la identidad (política y cultural al tiempo). En lo estrictamente cultural, Juaristi denunció que la democratización del saber se ha vinculado a una desaparición de las mínimas exigencias disciplinarias, lo que imposibilita la deseable transmisión de conocimientos. Por otra parte, la capciosa inflación de información recae sobre una masa de consumidores sin formación. Un diagnóstico halagüeño, sin duda.
Alejandro Gándara incidió en la evolución y condicionantes de los procesos culturales en España desde la Transición hasta el día de hoy, con especial atención a la literatura (el paso, como él mismo lo calificó, desde la Transición a la transacción en el ámbito de la novela). Así, se revisó la vieja polémica entre la novela comprometida y la no comprometida, se recordó la novela en los márgenes de la narración propia de los 70 (por influjo de estéticas procedentes del Grupo 47 germánico o la metafísica francesa del nouveau roman), se perfiló el decidido cambio en la novelística de los 80 (más desligada de los avatares políticos, con un abandono del costumbrismo y una inserción en temas y modos foráneos) y se sentenció la aparición de la “novela de gran público” o best-seller (autores como Millás, Montero, Rivas…) que ha incorporado cada vez con más fuerza la presencia del autor en la literatura: esa es precisamente la novela de la transacción, con los peligros de éxtasis y autocomplacencia que encierra para el autor. En la actualidad, la novela se encuentra en un paraje escasamente próximo al high style, con un enamoramiento trivial entre autores y lectores que tardará todavía en desterrarse. A Gándara le gusta atribuir a la novela la función de conocimiento representativo, diferenciando para ello entre la novela como areté –que contribuye al crecimiento del individuo y la comunidad– y la escritura como techné –esto es, como habilidad que recurre estrictamente a una (re)composición de materiales. ¿Y en qué se traduce esto en la cultura contemporánea? Pues en que las sociedades modernas han perdido uno de los patrimonios más importantes de la Antigüedad: el conocimiento como virtud, el conocimiento para ser (areté), y no para hacer (techné). Ni más ni menos.
Guillermo Balbona no quiso perderse el festejo de un adelantado apocalipsis y dibujó, como experto conocedor de los entresijos de la cultura cántabra, un panorama demoledor. Balbona criticó las conexiones cada vez más evidentes entre cultura y espectáculo y denunció algunas de las taras propias de semejante maridaje: obscenidad de tal pareja, vulgarización de la cultura, ausencia de espíritu crítico, escasez de compromiso, condicionamiento de la información, conversión de la cultura en mero parque temático sujeto a todo tipo de degradaciones. En relación con la cultura de Cantabria, el paisaje se ensombrece: el mito de la Atenas del Norte es una “ouija” de la nostalgia provinciana, la institucionalización de la cultura produce un paternalismo sonrojante, el consumidor de cultura se hace conservador y poco exigente, la cantabricidad onfálica engulle cualquier alternativa. Y en mitad de todo ello, el periodismo más lejos cada vez del Humanismo. Quid faciam?
Jaime Siles se remontó a los clásicos para trazar una historia de los meandros de la cultura y la civilización occidentales (y de la evolución desde la paideia griega a su fea hermanastra política) en la que llegó hasta nuestros días: así, se repasó la contraposición Aquiles (poder ejecutivo)/Ulises (moral moderna, contemplación), el valor de la aletheia como fuente de transmisión de lo esencial, el miedo a la juventud en el mundo antiguo, la tragedia como espejo de las disfunciones políticas del ciudadano, la moral sociológica que incorpora el mundo romano… Desde el concepto de globalización (presente en la koiné helenística de Alejandro, en la Romanización y en el Cristianismo) se entronca con el Capitalismo, que supone el fin de los ideales del mundo antiguo, la asunción del espectáculo por la cultura, la crisis de la naturaleza y la ciencia… y además, más palpablemente en el mundo contemporáneo, la reducción del espacio y la comunicación, la alteración de las jerarquías de valoración del tiempo (aprecio de lo nuevo frente a la tradición), la perversa confusión entre valor y precio, la crisis de las ideologías, la carencia de “formas fijas” que conduce a una desorientación del individuo. Una evolución menos previsible que desconsoladora.
El ciclo “Cultura y Contemporaneidad”, lejos de la complacencia en que chapotean muchos de los chamanes de la ¿cultura? actual, puso sobre la mesa unos planteamientos realmente inquietantes. Y es que, aun desde distintas atalayas y con diversos condicionantes y perspectivas, sorprende –¿o quizá no tanto?– el hecho de unas conclusiones no demasiado distantes entre estas cinco voces. Algo que debería inducir a reflexiones añadidas, quién lo duda, y a pensar que, tal vez, aquella vieja y dulce sentencia de Plutarco necesita revisarse: ¿es cultura lo que queda cuando todo lo demás se olvida?
por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA
Pocos términos habrá tan generosos como el término ‘cultura’; y desde luego pocos son tan flexibles, tan capaces de adaptarse a las diferentes acepciones que desde cualquier flanco quieren imputársele. En nombre de la cultura se firman manifiestos, se apela a la dignidad del hombre, se designan partidas presupuestarias o se desmoronan los estados. Unos necesitan la cultura como seña de identidad nacional, otros la entienden peyorativamente como recurso arrojadizo de las élites. La cultura es un derecho inapelable de los españoles según el artículo 44.1 de la Constitución. Existe la “cultura popular” (bien diferente de la “cultura de masas”), y existen también las escasamente diplomáticas “alta cultura” y “baja cultura”. El vocablo ha llegado a hacerse tan etéreo que ha devenido sinónimo de ‘actitud’ o ‘espíritu’ (verbigracia: la cultura empresarial).
En las últimas décadas, y al calor de esta pluralidad al tiempo que indefinición, estamos asistiendo a un intenso proceso de reflexión sobre las diferentes facetas de la cultura. Cada vez proliferan más las publicaciones en que esta palabra figura en portada, con independencia de que el concepto aludido sea o no el mismo –que por supuesto no lo es– en todos los casos; por añadidura, en una gran proporción de estas publicaciones intenta fijarse una suerte de canon, una guía que indique por dónde debe encaminarse o cómo debe encauzarse esa forma tan caprichosa y díscola de la civilización que es, en definitiva, el hecho cultural. Pero lo cierto es que muchos son los intentos y pocos los resultados a la hora de aportar una reformulación bien cimentada, lo suficientemente abierta como para dar cabida a los nuevos procesos de construcción de “la cosa” y al tiempo lo suficientemente restringida como para no dar palos de ciego en la acotación de un concepto que, de hacerse excesivamente amplio, puede acabar en su propia descalificación. Es inconcuso que desde los ensayos de Adorno sobre la cultura de masas -¡allá por los 50!– y después con la célebre propuesta de Umberto Eco de dividirnos a todos entre apocalípticos e integrados –como paso previo a las distinciones entre cultura popular y alta cultura que realiza Herbert Gans–, a lo que cabe añadir las reflexiones sobre la tecnificación de la cultura en Benjamin, sobre lo clásico en Gadamer o sobre lo kitsch en Greenberg, no se han producido muchas más aportaciones de peso específico –que rebatir o con que estar acordes– al discurso sobre la cultura. Y es que textos sobre el asunto, desde entonces, se han escrito muchos, muchísimos en realidad, pero sin dejar de darle vueltas al mismo queso (aunque algunos, como Scruton, sí han tenido la valentía, con mayor o menor fortuna, de poner el dedo en la llaga de algunas cuestiones esenciales).
Otra materia especialmente fructífera en los últimos años desde un punto de vista bibliográfico es la que pretende tender puentes entre la economía y la cultura. Así le ha surgido una nueva rama al árbol, la Economía de la Cultura, que de forma remota inspira su nombre –muy probablemente– en aquellas conferencias que dio Ruskin en Manchester a mediados del XIX, en las que ya hablaba de la “economía del arte”. El caso es que los predicadores de la nueva disciplina se esfuerzan en precisar el valor de la cultura (sobre todo de los productos generados por la “alta cultura”, lo que quiera que eso sea) en términos económicos, investigando el retorno de las inversiones en bienes culturales, la elasticidad en la demanda de tales bienes, el impacto económico de las ayudas públicas al sector cultural (por otra parte, cada vez más criticadas y restringidas)… En este sentido, los trabajos de Klamer, Throsby o Abbing son significativos a la hora de olisquear posibles frentes nuevos. Otra cosa es que esos frentes resulten más o menos satisfactorios y, sobre todo, más o menos endogámicos. Y que la cultura soporte con mejor o peor humor esta enésima entre las invasiones bárbaras que ha tenido que sobrellevar a lo largo de su historia.
Pero, al final, lo que a todos nos preocupa hoy del tema cultural es algo bastante más sencillo… o no tanto: cuáles son los límites reales del hecho cultural, en qué medida la cultura forma parte de nuestra vida cotidiana, si deben confundirse ocio y cultura, cuál es hoy la medida de la relación entre cultura y educación, hasta qué punto el impacto de las masas “desvirtúa” la cultura, cuáles son los cauces contemporáneos de control de la cultura y dónde empieza y termina su legitimidad… y otras parafernalias similares.
Recientemente ha tenido lugar en el Ateneo de Santander un ciclo de conferencias sobre el tema –los temas– en cuestión. Si aquí se habla de esto no es por el hecho de que la coordinadora del “evento” haya sido la que suscribe estas líneas, sino porque los invitados y la enjundia de lo que allí se dijo lo merecen. En particular, los participantes fueron Rosina Gómez-Baeza (ex-directora de la Feria de Arte por antonomasia en España: ARCO, además de impulsora de nuevos proyectos, como el gran Centro de Creación Industrial de Gijón), Jon Juaristi (profesor, director de la Biblioteca Nacional y del Instituto Cervantes, irónico poeta en los 80 e indesmayable ensayista sobre el nacionalismo hasta la actualidad, aunque últimamente también se atreve con la novela), Alejandro Gándara (profesor, ensayista y novelista galardonado con algunos de los principales premios de este país, además de impulsor de empresas culturales relevantes en España, como la revista La Modificación de la Cultura, la Escuela de Letras o la Escuela de Humanidades, sin olvidar su faceta de excelente corredor, que no es baladí en este terreno), Guillermo Balbona (sufrido director de la sección cultural de El Diario Montañés y del ex-suplemento Sotileza, poeta en sus escasos ratos libres e impenitente aficionado al cine) y Jaime Siles (profesor, poeta multipremiado y autorizado crítico, también destacado atleta en otros tiempos –curiosa coincidencia– y que ha ocupado altos cargos relacionados con la cultura en la Embajada de España y en la ONU).
Rosina Gómez-Baeza hizo hincapié en su intervención en la distancia que media entre la sociedad y el artista, distancia que siempre ha existido pero que en los últimos tiempos se ha acentuado ante la incomprensión del arte contemporáneo (y en especial, de algunas de sus manifestaciones: fotografía, vídeo, arte electrónico…), pese al proceso cada vez más intenso de “democratización” de la cultura y de integración del arte (visitas a museos, etc.) dentro de la planificación del ocio por parte de los ciudadanos. Gómez-Baeza insistió en la necesidad de un mayor acercamiento de la sociedad al creador, para lo cual la formación –esto es, una medida a largo plazo– le parece fundamental; y es que los equipamientos museísticos están creciendo a una notable mayor velocidad que la digestión del arte contemporáneo por sus espectadores, decididamente más retardada. De esto no cabe sino concluir: el arte como manifestación dialógica, ¿es hoy una realidad o solamente un reto?
Jon Juaristi articuló su discurso en torno a dos ejes fundamentales: la Nación y la Identidad como elementos definitorios de la integración cultural. Juaristi trazó una historia de ambos conceptos, desde la legitimación del poder y la violencia por el Estado, pasando por la crisis del Estado-Nación y la desaparición del pueblo objeto de la atención nacionalista, hasta el surgimiento de la sociedad mesocratizada y la posterior construcción de la individualidad, ligada a una concepción igualmente individual, no territorial, de la identidad (política y cultural al tiempo). En lo estrictamente cultural, Juaristi denunció que la democratización del saber se ha vinculado a una desaparición de las mínimas exigencias disciplinarias, lo que imposibilita la deseable transmisión de conocimientos. Por otra parte, la capciosa inflación de información recae sobre una masa de consumidores sin formación. Un diagnóstico halagüeño, sin duda.
Alejandro Gándara incidió en la evolución y condicionantes de los procesos culturales en España desde la Transición hasta el día de hoy, con especial atención a la literatura (el paso, como él mismo lo calificó, desde la Transición a la transacción en el ámbito de la novela). Así, se revisó la vieja polémica entre la novela comprometida y la no comprometida, se recordó la novela en los márgenes de la narración propia de los 70 (por influjo de estéticas procedentes del Grupo 47 germánico o la metafísica francesa del nouveau roman), se perfiló el decidido cambio en la novelística de los 80 (más desligada de los avatares políticos, con un abandono del costumbrismo y una inserción en temas y modos foráneos) y se sentenció la aparición de la “novela de gran público” o best-seller (autores como Millás, Montero, Rivas…) que ha incorporado cada vez con más fuerza la presencia del autor en la literatura: esa es precisamente la novela de la transacción, con los peligros de éxtasis y autocomplacencia que encierra para el autor. En la actualidad, la novela se encuentra en un paraje escasamente próximo al high style, con un enamoramiento trivial entre autores y lectores que tardará todavía en desterrarse. A Gándara le gusta atribuir a la novela la función de conocimiento representativo, diferenciando para ello entre la novela como areté –que contribuye al crecimiento del individuo y la comunidad– y la escritura como techné –esto es, como habilidad que recurre estrictamente a una (re)composición de materiales. ¿Y en qué se traduce esto en la cultura contemporánea? Pues en que las sociedades modernas han perdido uno de los patrimonios más importantes de la Antigüedad: el conocimiento como virtud, el conocimiento para ser (areté), y no para hacer (techné). Ni más ni menos.
Guillermo Balbona no quiso perderse el festejo de un adelantado apocalipsis y dibujó, como experto conocedor de los entresijos de la cultura cántabra, un panorama demoledor. Balbona criticó las conexiones cada vez más evidentes entre cultura y espectáculo y denunció algunas de las taras propias de semejante maridaje: obscenidad de tal pareja, vulgarización de la cultura, ausencia de espíritu crítico, escasez de compromiso, condicionamiento de la información, conversión de la cultura en mero parque temático sujeto a todo tipo de degradaciones. En relación con la cultura de Cantabria, el paisaje se ensombrece: el mito de la Atenas del Norte es una “ouija” de la nostalgia provinciana, la institucionalización de la cultura produce un paternalismo sonrojante, el consumidor de cultura se hace conservador y poco exigente, la cantabricidad onfálica engulle cualquier alternativa. Y en mitad de todo ello, el periodismo más lejos cada vez del Humanismo. Quid faciam?
Jaime Siles se remontó a los clásicos para trazar una historia de los meandros de la cultura y la civilización occidentales (y de la evolución desde la paideia griega a su fea hermanastra política) en la que llegó hasta nuestros días: así, se repasó la contraposición Aquiles (poder ejecutivo)/Ulises (moral moderna, contemplación), el valor de la aletheia como fuente de transmisión de lo esencial, el miedo a la juventud en el mundo antiguo, la tragedia como espejo de las disfunciones políticas del ciudadano, la moral sociológica que incorpora el mundo romano… Desde el concepto de globalización (presente en la koiné helenística de Alejandro, en la Romanización y en el Cristianismo) se entronca con el Capitalismo, que supone el fin de los ideales del mundo antiguo, la asunción del espectáculo por la cultura, la crisis de la naturaleza y la ciencia… y además, más palpablemente en el mundo contemporáneo, la reducción del espacio y la comunicación, la alteración de las jerarquías de valoración del tiempo (aprecio de lo nuevo frente a la tradición), la perversa confusión entre valor y precio, la crisis de las ideologías, la carencia de “formas fijas” que conduce a una desorientación del individuo. Una evolución menos previsible que desconsoladora.
El ciclo “Cultura y Contemporaneidad”, lejos de la complacencia en que chapotean muchos de los chamanes de la ¿cultura? actual, puso sobre la mesa unos planteamientos realmente inquietantes. Y es que, aun desde distintas atalayas y con diversos condicionantes y perspectivas, sorprende –¿o quizá no tanto?– el hecho de unas conclusiones no demasiado distantes entre estas cinco voces. Algo que debería inducir a reflexiones añadidas, quién lo duda, y a pensar que, tal vez, aquella vieja y dulce sentencia de Plutarco necesita revisarse: ¿es cultura lo que queda cuando todo lo demás se olvida?
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