EL ESPECTÁCULO DE LA CULTURA Y LA CULTURA DEL ESPECTÁCULO

¿Cuál es la auténtica naturaleza de la cultura en la sociedad contemporánea? Frente a un concepto tradicional del hecho cultural, decir “cultura” hoy supone aproximarse peligrosamente al espectáculo. Cantabria y Santander no son excepción, y padecen además sus dolencias específicas.
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por GUILLERMO BALBONA

Los expertos dicen que durante el proceso de enamoramiento, el cerebro produce una cantidad notable de feniletamina, lo que a su vez genera la secreción de dopamina, norepinefrina y oxitocina, un itinerario bioquímico que los especialistas cada vez detallan con mayor precisión entusiasta y estilete de descubrimiento arrogante. Leí esta misma formulación aunque con menos componentes hace dos o tres años, pero la densidad de los neurotransmisores creció en esta última lectura, así que me juré no volver a enamorarme, o si la ocasión se presentaba propicia para arrebatadores sentimientos, decidí optar por dejar mi cerebro virgen, dispuesto sólo para territorios byronianos y románticas sensaciones de vértigo desde algún acantilado imposible.
Se preguntarán qué vínculo tiene esta receta o formulario con el ámbito que nos preocupa aquí. Muy sencillo. El choque, el contraste, la diferencia entre el prurito de la ciencia y el vacío o la falta de respuesta humanista que envuelve una espinosa relación que se antoja objeto de bifurcación permanente. Algunos parecen empeñados en etiquetar la realidad con esa química que permita el mayor de los engaños, el photoshop de la globalización, esa falacia de meter el mundo en una probeta para jactarse de que ha quedado aprehendido y, por tanto, dominado. Nada más aparentemente incierto ni vulgar. Frente a ello hay quien seguirá creyendo en la gran Babel del azar, el enigma último que se cuela por las rendijas de la realidad para mostrarnos la grandeza del interrogante, la incertidumbre o esa última pregunta que nos devuelve a la incomodidad del primer temblor.
Algunos, digo, parecen empeñados en vulgarizar la cultura y, por ende, en trasladar la frivolización, la superficialidad y ese low tech, el tono bajo de una sociedad que no simula su decidido viaje hacia al fondo de lo insulso. Ese recrearse con constancia cabezona en la falta de privacidad, en demonizar la diferencia, en creer que las desigualdades son inadmisibles y en hacer de la ligereza un estilo de vida.
Ya se ha dicho. Pasar de consumidores a creadores de cultura es el principal reto de nuestro tiempo. El proyecto plural requiere de una mirada interpretativa abierta y cooperante que aporte ideas a lo intercultural y cosmopolita, atendiendo a la complejidad que envuelve al ciudadano moderno. Se ha escrito sobre la necesidad de una nueva forma de “repensar e imaginar la actividad investigadora, la globalización y los estudios, desde la necesidad de construir una nueva ciudadanía social cosmopolita”.
En correspondencia con este contexto, y en paralelo, la carencia de una crítica sólida, constructiva sólo contribuye a crear un estado de somnolencia permanente, debido a la existencia generalizada, al perfil extendido de un ciudadano adormecido, narcotizado, arrastrado y anestesiado por un ruido aparatosamente molesto y carente de sentido. De aquí el triunfo de un territorio difuso donde espectáculo y cultura coquetean e intercambian gustosos los fluidos de un tercer terreno baldío donde se asienta una vivencia cultural instalada en la pose, en la etiqueta, la fama, el consumismo, en eludir la llama de la experiencia mediante unas buenas dosis del éxtasis de la falacia y el lúdico deporte de las apariencias.
El paisaje, que se deja seducir por los cantos de sirena superficialmente coloristas y engarzados en fuegos de artificio, está habitado por sectas y castas, un neoconservadurismo arropado por vergonzantes simulacros de lo tradicional y ortodoxo, donde no cabe la diferencia; por no mencionar esa coartada sin fragmentación cromática, exenta de ese gran angular que permite entrar en otros estadios de la cultura. En numerosas ocasiones, tras eso que llamamos “acto cultural”, sólo queda el rescoldo del convencionalismo, la nulidad estética, el conformismo, la amnesia, el amiguismo o la pretenciosidad… todo ello bien presentado y amparado en dosis justas de bendición e hipérbole mediáticas y en la doméstica complicidad de un espectador/receptor domado, que elude con demasiada frecuencia cualquier ejercicio de incomodidad, ese esfuerzo del rechazo que vaya más allá del aplauso o el mero silencio.
Un estado de las cosas que por supuesto se refleja, se viene reflejando en la proliferación de un periodismo cultural desconcertado, cuando no poseído y atado -distraído sería la versión suave; de un periodismo –digo– apocado ante el poder audiovisual, condicionado por la falta de profundidad, y entumecido por la banalización de la actualidad; este es ­el verdadero manifiesto del periodismo del presente, y, por supuesto en el caso español, sometido a cierta indiferencia, hasta el punto de que cabría hablar a estas alturas de oficio incomprendido.
Tampoco ha ayudado la moda de integrar y fundir en extraña cohabitación –yo hablaría de completa obscenidad– las secciones de sociedad y cultura en algunos medios. Ese prurito y falso sentido de lo moderno de crear, por ejemplo, una tierra de nadie donde la última exposición del Thyssen o los cada menos creativos diseñadores de cualquier tipo de pasarela, en sí misma famélica­ -a ver cuándo alguien se decide de una vez por todas a tomar medidas a la cultura oficial- conviven en el papel sin ningún pudor con el último más-difícil-todavía de una ciencia nada humanista que al menos tiene sus biblias oficiales para institucionalizar los hallazgos y que logra sacar los colores de la atomización y el estancamiento de una cultura parca en la crítica, cuando no rotundamente insípida.
En el caso de Cantabria y antes de entrar en terrenos más pantanosos, vaya por delante que la radiografía cultural permite recorrer una evolución agradecida, como no podía ser menos, pero claramente insuficiente. Hemos dejado atrás el fantasma de la Atenas del Norte –una triquiñuela nada inocente que se ha paseado por habitáculos culturales como un fantasma de ruidosas cadenas practicando la ouija de la nostalgia provinciana sin que ningún Iker Jiménez se decidiera a analizar la naturaleza del ectoplasma. Tal es así que esa zona cero ensordecedora ha permitido a más de uno vivir del cuento y a algunos políticos siempre oportunistas alimentar sus escandalosas y rimbombantes naderías populistas.
Afortunadamente hemos pasado a una cierta etapa de modestia de salón con compartimentos culturales, eso sí, demasiado estancados, donde afloran por doquier reinos de taifas y tronos culturales, pero siempre dejando filtrar en paralelo a una sociedad con una innegable amplitud de miras, tendente a un estado cultural algo más abierto e interesante, menos pequeño y esclerótico y más atractivo y moderno. En cualquier caso, a la hora de plantear una visión de la realidad cultural desde la negatividad asumo mi propia traslación de aquello a lo que se refiere Claudio Magris en Utopía y desencanto cuando alude al hecho literario: “Sólo una literatura capaz de enfrentarse sin complacencias ni miramientos con el inmenso potencial de lo negativo inherente a la vida y a la historia puede expresar la ardua bondad. Son las amistades peligrosas y no las novelas sentimentales, las que narran la intensidad, el extravío y la ternura del amor”.
De igual modo, ya de regreso de Magris, en este nuevo paisaje cultural antes citado se echa de menos un componente de compromiso, de entusiasmo, de rizo necesario para evitar la autocomplacencia y el conformismo; un estado crítico desde la negatividad para ser más constructivos y edificar y canalizar el caudal creativo al que me referiré ahora. Si esto fuese uno de esos concursos tan de moda donde uno tiene que definir el mundo en unos minutos -por supuesto después de la publicidad- diría que la cultura en Cantabria está marcada por las siguientes connotaciones y factores:

1.Una gran diversidad de creadores, siempre ubicados por encima del sistema. El talento es inmenso y la individualidad intrínseca a la idiosincrasia de la región contribuye a subrayar este peso histórico más que en otras comunidades de mayores proporciones y población. El ejemplo más significativo de esta profusa y vital, caudalosa actividad creativa reside en el arte, en la pintura, donde la aportación y la presencia nacional de los creadores plásticos revela una intensidad y valor inusuales; y todo ello, pese al empeño de un colectivo de mercaderes empeñados en batallitas provincianas, en convertir en campo de minas cualquier parcelita de poder en torno al artista y su obra, con ánimo de lograr una subvención adosada más que echarse a la cara.

2.La excesiva institucionalización cultural, lo que se traduce en una paternalismo sonrojante, en ausencia de autocrítica permanente, en una careta de diversidad que no es tal, por no hablar de celos, competitividad superficial, monotonía y claro conservadurismo.

3.A consecuencia de lo anterior, una uniformidad cultural donde campan a sus anchas la atonía, la parcela de poder, la ausencia de riesgo y la inexistencia de cualquier resquicio para la sorpresa.

4.El centralismo… sí también aquí. En el corazón de la periferia, una práctica convertida en mala costumbre. Dadas las peculiaridades geográficas y la propia distribución del asentamiento de población junto con la gratuita disponibilidad de los servicios culturales, existe una infinita, lógica pero estancada, propensión a centralizar lo cultural en Santander olvidándose de la región. Las últimas señales de cambios son esperanzadoras pero no basta con infraestructuras e instalaciones sin un espíritu verdadero de dotación cultural detrás de ellas.

5.Consumismo cultural pero exento muchas veces del propio latido del creador de cultura. Es decir, se prima más el escaparate que la experiencia directa Por ello, en estos años han sido escasas las muestras de cultura en la calle, de intervencionismo ciudadano y creativo de los espacios públicos, ajenos a rancias mediaciones institucionales, que terminarían por desactivar el intrusismo y la aportación interesada, siempre mediante intereses partidistas y motivos injustificables.
Y como complemento de este apartado, en clara correspondencia tonal, nos encontramos con un espectador conservador, conformista, poco exigente, cómplice de muchas programaciones reiterativas y cansinas, un receptor plano al que no parecen importarle esos síntomas preocupantes que se prolongan en el tiempo. Y además: contenidos y convocatorias culturales que se solapan con excesiva frecuencia; competencias absurdas entre instituciones por mucho que a algunos se les llene la boca con sinergias que esconden otras carencias; nula capacidad para arriesgar; y una completa asepsia ante gestores culturales que han hecho de su cargos un asentamiento inamovible y, lo que es peor, indiscutible, protegido para hacer de cualquier crítica una gratuita pose de enemigo y traidor.

6.Como último elemento siempre general, pero no menos importante, no debe olvidarse ese rictus de permanente querencia por mirarse el ombligo, esa costumbre de convertir lo cántabro, “la cantabricidad”, en etiqueta indispensable de valoraciones y decisiones políticas muchas veces absurdas o de actuaciones que niegan la evidencia del mestizaje, lo fronterizo y la diferencia. Es esa lava permanente y viscosa que impregna y acaba por mediatizar muchas creaciones, iniciativas y proyectos que ven lastrados por ese juicio su independencia o que nunca llegan a encontrarse verdaderamente valoradas por sus contenidos. Es lo que el poeta Alberto Santamaría definía recientemente como ese folclórico y asfixiante “cantabrómetro”: “¿Es necesaria una dosis de cantabricidad para que un proyecto se mantenga? Parece haber una imperiosa necesidad regional, no sé desde que estancias, de romper con aquello que conlleva una visión más amplia de miras, de romper con aquello que nos ponga en algún lugar en el mundo”, apuntaba Santamaría. Y continuaba: “Cantabria es, o mejor, lleva siendo desde hace tiempo un lugar asediado por sí mismo, necesitado de la congestión, de la trinchera cultural, según parece, con el objetivo de alcanzar algo digno para sí mismo, para su propio consumo local. El lugar, el entorno, acaba siendo lo determinante y determinado de la actividad artística. (…) Uno no es poeta o músico cántabro, sino simplemente un creador que vive en Cantabria por esta o aquella razón, que crea desde Cantabria con el afán de que su obra compita y de algún modo se examine (y engarce) con la obra de otros a un nivel más global. No se debe ni se puede profesionalizar el ser artista local, ni mucho menos exigir patriarcados para artistas que no se lo merecen”, concluía.

En todo caso, estos síntomas y factores aquí desgranados con la síntesis y ligereza que demanda la ocasión no son pijoapartes ajenos a la cultura globalizada española a la que me refería al principio, esa que ha dado permanente prioridad a los envases en lugar de a los contenidos; que maximiza lo espectacular en detrimento del hallazgo sutil; esa, en fin, de la que por todo ello cabría hablar, como decía el videoartista Antoni Muntadas, de cultura como parque temático.
De igual modo, sería bueno denunciar esas otras notas de frivolidad que radican en la conversión del ciudadano en mero espectador del termómetro cultural. La asistencia, el número de espectadores, la cultura de la cifra es un fenómeno que no deja aflorar la reflexión, que impide valorar la personalidad y aportación de determinados montajes o espectáculos, porque al final sólo cuenta la obsesiva cuadratura del círculo de las cuentas, de la rentabilidad, de una oferta y demanda cultural fundamentada en la vacuidad del éxito, eso tan vago que desde instituciones, programaciones, temporadas y otros padrinos culturales se esmeran en subrayar como traslación del share televisivo y la “cuota de llenazos”, como si la bandera cultural no fuese más que esa constante medición de la duración del orgasmo de la taquilla y el aforo, en lugar de tomar el pulso a la sensibilidad y a eso, no tan invisible e inasible como creemos a veces, que es el gusto, la querencia y la demanda cultural del ciudadano.
Esta obsesión con contabilizar la calidad de una propuesta y en calibrar su proyección en función de una política de cifras es lo que he llamado en ocasiones el “Síndrome Porticada”, una absoluta simulación de la supuesta vitalidad cultural subvencionada. Una situación que se prolonga en el localismo permanente, en la asfixia, en la miopía interpretativa, en la carencia de interrelaciones, en la tímida, cuando no árida ausencia de elementos y terrenos abonados a propiciar y potenciar los vasos comunicantes con otras comunidades.
Ante este panorama, finalmente, y en lo que respecta al papel del denominado periodismo cultural, no cabe sino reivindicar el sentido crítico, el rigor, la verificación, la independencia, el análisis, la profundidad, la herramienta universal del sentido común con amplitud de miras que aporte elementos constructivos y evite el empobrecimiento de una cultura complaciente y fundamentada en exceso en la uniformidad.

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