A propósito de los Oscar. Luces y sombras y hasta luz de gas. Y Babel entre la incomunicación y el humanismo.
por GUILLERMO BALBONA
En la presente década, la Academia de Hollywood encargó a Errol Morris, ganador de un Oscar por su extraordinario documental The Fog of War, la realización de un nada arriesgado experimento de testimonios. La cosa era sencilla y a la vez reveladora de las sensaciones plurales y muchas veces absolutamente divergentes que puede despertar el cine. Morris escogió un segmento de cerca de cien personas, en una miscelánea de rostros populares, celebridades y ciudadanos de a pie, con objeto de que confesaran ante la cámara lo que el cine significa para sus vidas, y citaran sus películas y secuencias favoritas. Entre la extensa nómina asomaban bajo idéntico tratamiento el músico Lou Reed, la escritora Susan Sontag, el millonario Donald Trump, o los toques de poder colateral representados en la esposa del presidente norteamericano Laura Bush y el ex mandatario Mijail Gorbachov. De semejante plebiscito democrático, se desprendía algo más que una parábola lúdica sobre la comunicación de masas y la simbología popular del cine: el tono confesional de la invitación mostraba una verdad esencial casi nunca afrontada: la trascendencia de preguntarnos hasta dónde el cine, con sus mitos y dioses, es algo esencial en nuestras vidas; o dicho de otra manera, hasta qué punto ignoramos la necesidad del hecho cinematográfico en el imaginario colectivo cotidiano. Afrontadas con sentido del humor, con tono íntimo, o con descarada displicencia, lo cierto es que las respuestas ante la cámara revelan esa atmósfera de ritual, de querencia solitaria, de ordenamiento de la fantasía que está vinculada al cine. Los elegidos contestaban con títulos de películas, con escenas fragmentadas, con retazos de vidas ajenas… pero bajo el dato y la visualización o la simple evocación de nombres y secuencias, se desprendía todo un catálogo de sueños particulares, un afán por dejar claro que en algún momento la realidad había sido modificada, vertebrada por la ilusión de un fotograma.
La verdad es que ese espíritu subyace cada temporada a la ceremonia de los Oscar. Y ni las sombras horteras ni ese glamour de burbujas de cava de tercera nos disuaden de volver a acercarnos a Hollywood cada año, entre la penitencia y la devoción, como cofrades entregados a un Lourdes digital donde tras cada “and the Oscar goes to” encontramos la razón para un milagro de cartón piedra como si nuestro nombre fuese a aparecer de pronto entre los nominados a una resurrección definitiva. El ejercicio de peregrinación televisiva a Hollywood también iba a repetirse este año con esa esperanza clonada que reinventa los órganos vitales de la mitomanía y reclama su lugar en el mundo: las miríadas de estrellas de salón paseándose entre nuestros patios particulares a la espera de que del jardín de celuloide broten los frutos de una ensoñación moderna, impregnada de esa amanerada sensación de que la vida se ha detenido en un instante de gloria. O bien situándonos en ese otro extremo, sufriendo por dilucidar el qué y a quién citaríamos si nos diesen cincuenta segundos de nostalgia y loa con la estatuilla en la mano. Esa prioridad fugaz que puede traicionar muchas querencias y que reduce a mera competición un sentimiento o un recuerdo como sucede con buena parte del cine del presente. Lo cierto es que año tras año, de forma más o menos declarada u oculta, nos hemos aferrado a esta especie de desfile obscenamente superficial a la espera de que alguien nos revelara cómo apropiarnos de la enésima coreografía de nuestro sueño pequeño para ser transformado en luz de neón e hipercartelera gigante.
Diseccionar lo idóneo o acertado de las nominaciones, primero, y de los galardones, después, equivaldría a reducir al cine a la categoría de extrañamiento artificial, de juguete descaradamente superficial, de objeto de consumo destinado a la extinción… precisamente esa volcánica nadería en la que algunos se empeñan para envolver al hecho cinematográfico con metafórico esmero: primero, el estruendo de las cifras, esa erupción del más difícil todavía; segundo, el llamativo ejercicio mediático de la amenaza hasta arrasar el último rincón, la enésima sombra supuesta de lo independiente o marginal; y, finalmente, la lava ardiente y sibilina de la industria que bendice sus productos y condona la deuda estética de los más atrevidos que desperdiciaron su talento en tratar de huir de los cánones del sistema. Lo sucedido en los últimos años en torno a los Oscar, esa pretendida revolución del borrón y cuenta nueva, esa celebración a contracorriente, y esa figurada apuesta por un cine menos sometido a la industria y al conservadurismo de ciertos mandamientos, es tan sólo un aparente ejercicio esteticista, más propio de cirugía con bisturí afectado y fórceps de devocionarios del partido demócrata, que de un verdadero deseo de cambiar las colinas de Hollywood.
Las nuevas estructuras de las majors, la diversificación de las rutas de distribución, la piratería, los quintos, sextos pases que proporciona el dvd, las posibilidades de producción facilitadas por los canales por cable y el mestizaje industrial, interpretativo y de producción han alentado un nuevo panorama, un diferente paisaje de la industria cinematográfica, fruto más de las circunstancias que de un intrínseco deseo de transformación. El virus neocon, la malaria resultante de anteponer cualquier hallazgo de frivolidad con posibilidad de traducirse en logro crematístico, continúa siendo prioritario frente al diamante en bruto de uno de esos guiones sólidos, atravesados por una espina dorsal de ingenio, talento y asombro, convertido ahora en rareza o en especie exótica, agazapada, camuflada en la espesura de esta selva de efectos donde la belleza pide perdón para ser reconocida y quedar así exenta del criterio aplicado por el último cazador blanco de la rentabilidad. No se trata sólo de vindicar con puntualidad una mirada ingenua, nostálgica, en la que asomen los territorios brillantes y, sobre todo,necesarios de aquellas historias que han hecho del cine un lenguaje para la vida -ese material orgánico, primario al que se refieren con expresiones dispares los protagonistas muchas veces anónimos del documental de Morris- sino de perder el espíritu de los indomables, la verdad del cine en su búsqueda de un lugar en el mundo. Ahí subyacen los golpes de mano sentimentales, morales o no, los pedazos de vida de Matar a un ruiseñor, La ley del silencio, El padrino, Eva al desnudo, Ciudadano Kane o Casablanca…
En esta edición de los Oscar se ha vuelto a manifestar la trampa, la doblez, el trampantojo, la falacia estilizada de un supuesto festival plural y diversificado pero con muchos cadáveres en el armario. No perderemos el tiempo, apuntaba, con la justicia o no de los premios (la hinchazón de Pequeña Miss Sunshine), ni con la tardía inoportunidad de los reconocimientos (Martin Scorsese y Ennio Morricone), ni tan siquiera con los aciertos rotundos, esa sencillez del pulso interno que late en todo cuidado guión (La vida de los otros). No, me refiero a la falta de sinceridad, al desajuste de un glamoroso paso por la alfombra de la ceguera, ese olvido fundamental, esa ignorancia nada inocente, como lo son todas, de dejar en el camino la única misión de un premio: seleccionar aquello que de manera más certera define nuestro tiempo, nos retrata, nos devuelve el Rosebud y la piedra filosofal, el reflejo de nuestra contemporaneidad.
En este sentido, la marginalidad final vivida por el filme Babel es un delito no de gusto estético, sino de desorden vital, de vulgaridad. Es como si en un certamen literario y ante el original de Crimen y castigo reconociéramos con un déjà vu los valores narrativos y pasáramos por alto el valioso perfil del hombre ante su mundo. Es cierto que esta edición, sin epatar ni descender a catálogos de originalidad, ha estado habitada por complejos artefactos dramáticos, películas de personajes, inmersiones en infiernos de época, melodramas inevitables para soñadores de lágrima fácil, best sellers teñidos de compromiso de ONG, y musicales de tanta intensidad vocal y sonora como de ingenuo dramatismo. También habría que referirse a lo que no hubo pero se intuyó: biopics con concesiones a la falta de verdad; comedias frágiles que sólo permiten añorar otros tiempos; odiseas sociales cotidianas, herederas del espíritu original del cine; desmitificaciones edulcoradas; y honestas incursiones crepusculares que nunca vimos. Entre unas y otras, entre aquéllas y éstas la muy citada pero no premiada Babel, de Alejandro González Iñárritu, se antoja imprescindible, absolutamente actual en el sentido vital y existencial de la palabra. Una mirada tan dotada narrativamente como requerida por un humanismo contemporáneo, por una capa de lucidez formal, a modo de coreografía íntima, cercana, una ópera de la incomunicación que se instala en la fragmentación del presente. Es por ello que la película adquiere otro estatus para pasar del celuloide a la epidermis de señal, uno de esos faros casi anónimos, infrecuentes, que nos muestran con incómoda clarividencia los 'tempos' de nuestro presente. Por supuesto, que es loable la insultante y enésima demostración de estilo de Scorsese, la potencia narrativa por partida doble de Clint Eastwood y los rizos simbolistas de las inasibles fronteras entre realidad y fantasía de Guillermo del Toro, pero lo que ha impregnado de diferencia a esta celebración de la mercadotecmia visual ha sido la invisible incursión de Babel, la verdadera congregación ciudadana de nuestros días, el documental revestido de ficción, este sí, que asocia con naturalidad cine y presente de indicativo. Un oasis visual y un aliento narrativo. Nosotros, al menos, le premiamos por su retrato de los afectos aplazados y las palabras nunca dichas.
por GUILLERMO BALBONA
En la presente década, la Academia de Hollywood encargó a Errol Morris, ganador de un Oscar por su extraordinario documental The Fog of War, la realización de un nada arriesgado experimento de testimonios. La cosa era sencilla y a la vez reveladora de las sensaciones plurales y muchas veces absolutamente divergentes que puede despertar el cine. Morris escogió un segmento de cerca de cien personas, en una miscelánea de rostros populares, celebridades y ciudadanos de a pie, con objeto de que confesaran ante la cámara lo que el cine significa para sus vidas, y citaran sus películas y secuencias favoritas. Entre la extensa nómina asomaban bajo idéntico tratamiento el músico Lou Reed, la escritora Susan Sontag, el millonario Donald Trump, o los toques de poder colateral representados en la esposa del presidente norteamericano Laura Bush y el ex mandatario Mijail Gorbachov. De semejante plebiscito democrático, se desprendía algo más que una parábola lúdica sobre la comunicación de masas y la simbología popular del cine: el tono confesional de la invitación mostraba una verdad esencial casi nunca afrontada: la trascendencia de preguntarnos hasta dónde el cine, con sus mitos y dioses, es algo esencial en nuestras vidas; o dicho de otra manera, hasta qué punto ignoramos la necesidad del hecho cinematográfico en el imaginario colectivo cotidiano. Afrontadas con sentido del humor, con tono íntimo, o con descarada displicencia, lo cierto es que las respuestas ante la cámara revelan esa atmósfera de ritual, de querencia solitaria, de ordenamiento de la fantasía que está vinculada al cine. Los elegidos contestaban con títulos de películas, con escenas fragmentadas, con retazos de vidas ajenas… pero bajo el dato y la visualización o la simple evocación de nombres y secuencias, se desprendía todo un catálogo de sueños particulares, un afán por dejar claro que en algún momento la realidad había sido modificada, vertebrada por la ilusión de un fotograma.
La verdad es que ese espíritu subyace cada temporada a la ceremonia de los Oscar. Y ni las sombras horteras ni ese glamour de burbujas de cava de tercera nos disuaden de volver a acercarnos a Hollywood cada año, entre la penitencia y la devoción, como cofrades entregados a un Lourdes digital donde tras cada “and the Oscar goes to” encontramos la razón para un milagro de cartón piedra como si nuestro nombre fuese a aparecer de pronto entre los nominados a una resurrección definitiva. El ejercicio de peregrinación televisiva a Hollywood también iba a repetirse este año con esa esperanza clonada que reinventa los órganos vitales de la mitomanía y reclama su lugar en el mundo: las miríadas de estrellas de salón paseándose entre nuestros patios particulares a la espera de que del jardín de celuloide broten los frutos de una ensoñación moderna, impregnada de esa amanerada sensación de que la vida se ha detenido en un instante de gloria. O bien situándonos en ese otro extremo, sufriendo por dilucidar el qué y a quién citaríamos si nos diesen cincuenta segundos de nostalgia y loa con la estatuilla en la mano. Esa prioridad fugaz que puede traicionar muchas querencias y que reduce a mera competición un sentimiento o un recuerdo como sucede con buena parte del cine del presente. Lo cierto es que año tras año, de forma más o menos declarada u oculta, nos hemos aferrado a esta especie de desfile obscenamente superficial a la espera de que alguien nos revelara cómo apropiarnos de la enésima coreografía de nuestro sueño pequeño para ser transformado en luz de neón e hipercartelera gigante.
Diseccionar lo idóneo o acertado de las nominaciones, primero, y de los galardones, después, equivaldría a reducir al cine a la categoría de extrañamiento artificial, de juguete descaradamente superficial, de objeto de consumo destinado a la extinción… precisamente esa volcánica nadería en la que algunos se empeñan para envolver al hecho cinematográfico con metafórico esmero: primero, el estruendo de las cifras, esa erupción del más difícil todavía; segundo, el llamativo ejercicio mediático de la amenaza hasta arrasar el último rincón, la enésima sombra supuesta de lo independiente o marginal; y, finalmente, la lava ardiente y sibilina de la industria que bendice sus productos y condona la deuda estética de los más atrevidos que desperdiciaron su talento en tratar de huir de los cánones del sistema. Lo sucedido en los últimos años en torno a los Oscar, esa pretendida revolución del borrón y cuenta nueva, esa celebración a contracorriente, y esa figurada apuesta por un cine menos sometido a la industria y al conservadurismo de ciertos mandamientos, es tan sólo un aparente ejercicio esteticista, más propio de cirugía con bisturí afectado y fórceps de devocionarios del partido demócrata, que de un verdadero deseo de cambiar las colinas de Hollywood.
Las nuevas estructuras de las majors, la diversificación de las rutas de distribución, la piratería, los quintos, sextos pases que proporciona el dvd, las posibilidades de producción facilitadas por los canales por cable y el mestizaje industrial, interpretativo y de producción han alentado un nuevo panorama, un diferente paisaje de la industria cinematográfica, fruto más de las circunstancias que de un intrínseco deseo de transformación. El virus neocon, la malaria resultante de anteponer cualquier hallazgo de frivolidad con posibilidad de traducirse en logro crematístico, continúa siendo prioritario frente al diamante en bruto de uno de esos guiones sólidos, atravesados por una espina dorsal de ingenio, talento y asombro, convertido ahora en rareza o en especie exótica, agazapada, camuflada en la espesura de esta selva de efectos donde la belleza pide perdón para ser reconocida y quedar así exenta del criterio aplicado por el último cazador blanco de la rentabilidad. No se trata sólo de vindicar con puntualidad una mirada ingenua, nostálgica, en la que asomen los territorios brillantes y, sobre todo,necesarios de aquellas historias que han hecho del cine un lenguaje para la vida -ese material orgánico, primario al que se refieren con expresiones dispares los protagonistas muchas veces anónimos del documental de Morris- sino de perder el espíritu de los indomables, la verdad del cine en su búsqueda de un lugar en el mundo. Ahí subyacen los golpes de mano sentimentales, morales o no, los pedazos de vida de Matar a un ruiseñor, La ley del silencio, El padrino, Eva al desnudo, Ciudadano Kane o Casablanca…
En esta edición de los Oscar se ha vuelto a manifestar la trampa, la doblez, el trampantojo, la falacia estilizada de un supuesto festival plural y diversificado pero con muchos cadáveres en el armario. No perderemos el tiempo, apuntaba, con la justicia o no de los premios (la hinchazón de Pequeña Miss Sunshine), ni con la tardía inoportunidad de los reconocimientos (Martin Scorsese y Ennio Morricone), ni tan siquiera con los aciertos rotundos, esa sencillez del pulso interno que late en todo cuidado guión (La vida de los otros). No, me refiero a la falta de sinceridad, al desajuste de un glamoroso paso por la alfombra de la ceguera, ese olvido fundamental, esa ignorancia nada inocente, como lo son todas, de dejar en el camino la única misión de un premio: seleccionar aquello que de manera más certera define nuestro tiempo, nos retrata, nos devuelve el Rosebud y la piedra filosofal, el reflejo de nuestra contemporaneidad.
En este sentido, la marginalidad final vivida por el filme Babel es un delito no de gusto estético, sino de desorden vital, de vulgaridad. Es como si en un certamen literario y ante el original de Crimen y castigo reconociéramos con un déjà vu los valores narrativos y pasáramos por alto el valioso perfil del hombre ante su mundo. Es cierto que esta edición, sin epatar ni descender a catálogos de originalidad, ha estado habitada por complejos artefactos dramáticos, películas de personajes, inmersiones en infiernos de época, melodramas inevitables para soñadores de lágrima fácil, best sellers teñidos de compromiso de ONG, y musicales de tanta intensidad vocal y sonora como de ingenuo dramatismo. También habría que referirse a lo que no hubo pero se intuyó: biopics con concesiones a la falta de verdad; comedias frágiles que sólo permiten añorar otros tiempos; odiseas sociales cotidianas, herederas del espíritu original del cine; desmitificaciones edulcoradas; y honestas incursiones crepusculares que nunca vimos. Entre unas y otras, entre aquéllas y éstas la muy citada pero no premiada Babel, de Alejandro González Iñárritu, se antoja imprescindible, absolutamente actual en el sentido vital y existencial de la palabra. Una mirada tan dotada narrativamente como requerida por un humanismo contemporáneo, por una capa de lucidez formal, a modo de coreografía íntima, cercana, una ópera de la incomunicación que se instala en la fragmentación del presente. Es por ello que la película adquiere otro estatus para pasar del celuloide a la epidermis de señal, uno de esos faros casi anónimos, infrecuentes, que nos muestran con incómoda clarividencia los 'tempos' de nuestro presente. Por supuesto, que es loable la insultante y enésima demostración de estilo de Scorsese, la potencia narrativa por partida doble de Clint Eastwood y los rizos simbolistas de las inasibles fronteras entre realidad y fantasía de Guillermo del Toro, pero lo que ha impregnado de diferencia a esta celebración de la mercadotecmia visual ha sido la invisible incursión de Babel, la verdadera congregación ciudadana de nuestros días, el documental revestido de ficción, este sí, que asocia con naturalidad cine y presente de indicativo. Un oasis visual y un aliento narrativo. Nosotros, al menos, le premiamos por su retrato de los afectos aplazados y las palabras nunca dichas.
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