por LIDIA GIL
Desde el profundo interés que para mí tiene el arte contemporáneo, las apasionantes revoluciones de la plástica del siglo XX y la potencialidad del arte actual, tengo que reconocer que cuando los ojos se posan en un buen cuadro clásico parece que también reposa el alma. Esas obras, que han atravesado los siglos sin dejar de provocar admiración, reverencia y misterio seducen al espectador con un curioso candor velado por el respeto. La emoción al situarse frente a esas obras maestras –mejor si es con tiempo, con deleite- está acompañada de una reconfortante sensación de familiaridad, de la certeza de que no hay trucos, de que todo está sobre la tabla, sobre el lienzo o en el bulto redondo de una talla policromada. Hay escuela, hay trabajo exigente, hay armonía, hay sensibilidad, hay afán comunicativo y hay un lenguaje común. Es saludable y conveniente visitar a los antepasados.
Este verano, con motivo de los 150 años que cumple el Banco Santander, la Fundación Marcelino Botín muestra en sus salas una pequeña pero suculenta parte de los importantes fondos de la Colección de Arte Santander, que se ha ido beneficiado del aporte de las sucesivas fusiones bancarias hasta su configuración actual. La selección ha sido en primer lugar cronológica, pues se ha obviado el arte más contemporáneo. Las obras expuestas -básicamente pintura con algunos ejemplos de escultura, cerámica y dibujos- están realizadas entre el siglo XVI y el primer tercio del XX, siendo el XVII y XIX los más ampliamente representados. El segundo criterio según el comisario, José Manuel Cruz Valdovinos, ha sido el de la calidad, pues ha pretendido traer lo mejor de la colección para esta ocasión especial y conmemorativa. El recorrido por la exposición, muy bien diseñada, posibilita así visitar un largo periodo de nuestra historia del arte, básicamente toda la modernidad, pudiendo hilarse a través de los diferentes artistas, géneros, orígenes, personajes y temáticas dada la heterogeneidad de la muestra.
En la planta inferior se encuentran las obras del los siglos XVI al XVIII. Son de origen europeo y hay atribuciones a algunos de los grandes nombres de la historia de la pintura. Tres hermosas obras representan el siglo del renacimiento: La predicación de san Juan Bautista, del pintor de la Reforma Lucas Cranch el Viejo; un delicadísimo y místico Ecce Homo del extremeño Luis de Morales, dentro del más puro espíritu de la Contrarreforma y con ese esfumado leonardesco que le caracteriza; y un retrato veneciano atribuido a Tintoretto que representa a un Joven de veinticinco años con pelliza producto de un movimiento humanista en el que lo laico va tomando su espacio en las artes.
Ya en el siglo XVII, producto de ese espíritu contrarreformista que alecciona a veces con lo más dramático para inspirar la fe, es la escultura de devoción particular Cristo flagelado de 1616, tallada por las manos del genial Gregorio Fernández. Ese patetismo místico lo encontramos también en el Cristo agonizante, una de las dos obras en la muestra salidas del taller de Domenicos Theocopoulos, más conocido como el Greco. La otra, que forma parte de un retablo (y que por cierto se aprecia mejor observada desde la planta superior) representa, al contrario que la anterior, una luminosa escena, La anunciación. Una obra de otro maestro de la Contrarreforma, Francisco de Zurbarán, nos muestra con dulzura a la Virgen niña dormida, haciendo alarde de su técnica en el cromatismo de sus vestiduras y la suave carnación. Otra curiosa representación de la virgen la encontramos en la Educación de la virgen, de 1640, obra del pintor, escultor y arquitecto de Granada Alonso Cano, donde aparece la virgen niña recibiendo enseñanza de una anciana Santa Ana. Del mismo autor es San Vicente Ferrer predicando, una dinámica composición animada por los gestos de los personajes. El barroco sevillano Juan de Valdés Leal, nos ofrece un capitulo no muy habitual de la vida de Jesús en La imposición del nombre de Jesús. Otras escenas religiosas son el San Juan Bautista de Diego Polo y dos capítulos bíblicos de Esteban March, Moisés y la serpiente de metal y el Becerro de Oro. Dos personajes nos salen en la visita al encuentro: El mensajero de Fray Juan Ricci, y el soberbio retrato de aparato de Don Diego de Mexía, marqués de Leganés de Van Dyck.
Es en el siglo XVII y en Flandes cuando nace el bodegón como género pictórico. También llamado naturaleza muerta, es sin embargo la animación el gracioso contrapunto en el Bodegón con sirvienta del flamenco Paul de Vos, discípulo del especialista en bodegones de caza Frans Snyders. Curiosamente este último colaboró con Rubens en algunos cuadros: aquel realizaba para este los detalles florales y animales y a cambio Rubens le pintaba las figuras de sus bodegones. Un ejemplo de los personajes de Rubens se puede disfrutar en la muestra: se trata del retrato de Ophovius, de 1635. Siguiendo los modelos flamencos trabajó Juan de Arellano, especialista español en la pintura de flores, otro género nuevo que se vio inspirado por el auge de la botánica en la época. Esa pasión por las sensaciones muchas veces trasunto simbólico de lo falso de las apariencias y de lo efímero de la vida terrenal está representada en Los cinco sentidos del poco conocido Manerius.
El siglo XVIII tiene una discreta representación en una escena del Quijote realizada por Valerio Iriarte, la de los pellejos de vino y dos retratos reales, uno de Giuseppe Bonito y un mármol de Carlos III de Juan Pascual de Mena. Se acompaña de una muestra de cerámica de Alcora, demasiado exigua quizás teniendo en cuenta la riqueza de la colección en esta materia.
La planta superior de la sala está dedicada al arte español del siglo XIX y principios de XX, el periodo en el que la luz irrumpirá de manera definitiva en la pintura, y el color y la pincelada se liberan preconizando su autonomía frente al motivo. Los estilos oscilan entre el simbolismo, el realismo, el modernismo y el impresionismo, al corriente como estaban los españoles de sus colegas europeos e imprimiendo sin embargo su sello propio y su indiscutible calidad. Dos exponentes del romanticismo abren este capítulo, un retrato de Antonio Mª Esquivel y dos visiones de la catedral de Sevilla del ferrolano Genaro Pérez Villaamil en las que la arquitectura toma protagonismo. Tal es el caso del Patio del Palacio de los Dux de Venecia que en 1883 pintara Martín Rico y Ortega, cautivador por su preciosismo y uso de la luz. Más oscura y esbozada es la Plaça del Rey de Francesc Gimeno. Unos de los paneles del Poema de Córdoba nos muestra el peculiar universo de Julio Romero de Torres. De Ignacio Pinazo se muestra una de las versiones que realizó de Las hijas del Cid, un sensual estudio del desnudo femenino en una naturaleza hostil. De Regoyos se han colgado una tabla y un lienzo, ejemplo de su pincelada alargada y suelta: Sierra Nevada y Altos Hornos de Bilbao, de la primera década del siglo XX, ya al final de su vida. También dos obras representan a Santiago Rusiñol, Barcas en el Sena y el fabuloso Paseo de los plátanos, de 1916, que estratégicamente colocado se observa desde todo el pasillo lateral derrochando rico cromatismo y sencillez formal. La maestría de Joaquín Sorolla queda patente en tres obras, Retrato de Agustín Otermín, Retrato de 1899 y Niños buscando mariscos, ya de 1919, donde la luz equipara cuerpos, rocas y agua. El Iturrino más fauvista, Anglada-Camarasa (con dibujos), Nonell, Ramón Casas, Joaquín Mir con tres paisajes desintegrados como el genial Primavera, Manuel Benedito, que retrata con elegancia a Cléo de Mérode y los noucentistas Joaquín Sunyer y el escultor Manolo Martínez Hugué cierran esta magnífica muestra digna de ser visitada más de una vez y sin prisas, que, como ya se sabe, no son buenas para nada.
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