ESCENA Y CONTEMPORANEIDAD

Reflexiones sobre teatro y modernidad al hilo de la Muestra de Teatro Contemporáneo

por FRANCISCO VALCARCE

Una característica esencial del teatro contemporáneo es la ambigüedad, la cual radica en sus contenidos y en la dificultad de una definición precisa. En un principio, el propio rótulo “teatro contemporáneo” resulta tremendamente ambiguo pues, en sentido estricto, puede considerarse así toda aquella creación que surja en estos momentos, atendiendo a un simple criterio cronológico. Respondería, entonces, a un modelo de contemporaneidad cualquier obra elaborada hoy en día; un neosainete, un vodevil o una comedia de costumbres pueden considerarse como teatro contemporáneo. Y, en cambio, una revisión moderna de los mitos antiguos o una recreación de Shakespeare, habría que calificarlas como teatro clásico, cuando muy probablemente -ética y estéticamente-, estas producciones participen mucho más de lo que debe entenderse como una manifestación escénica contemporánea. En pintura, por ejemplo, a nadie se le ocurre calificar de arte contemporáneo los cuadros de un joven pintor que pinte ahora como Murillo. Y nadie va a negar que Las meninas de Picasso son un claro exponente de modernidad artística.
¿Es posible realizar una definición del teatro contemporáneo? Aún a riesgo de ser esquemáticos, ha de entenderse como tal aquella actividad escénica que, desde la imaginación, parte de un proceso de investigación para construir un hecho escénico de naturaleza innovadora. Es decir, una creación dramática contemporánea debe significar una ruptura con la ortodoxia, una escisión con las formas convencionales, de tal modo que el resultado suponga una manera diferente de afrontar esa manifestación secular que denominamos teatro. Ello quiere decir que los elementos que componen el espectáculo teatral han de abordarse con una concepción distinta a la habitual: texto, estructura dramática, personajes, interpretación, iluminación o espacio escénico tienen, no tanto un papel diferente -que, muchas veces, también-, sino una entidad distinta. Y sobre todo, de lo que se trata es de reivindicar el teatro como una disciplina autónoma dotada de un lenguaje propio y unos códigos particulares.
En este sentido, la Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo que, bajo la organización y patrocinio del Aula de Teatro la Universidad de Cantabria y la Obra Social de Caja Cantabria, celebrará este otoño su mayoría de edad (decimoctava edición), ha pretendido normalizar la exhibición de unas formas que difícilmente encontraban cobijo en otros ámbitos programáticos. Así, la filosofía de la Muestra descansa en unos principios dirigidos al diseño de una programación coherente y distinta, alejada de criterios exclusivamente comerciales y convencionales. De este modo, se ha instaurado una voluntad de rechazo a una visión mercantil y paternalista del teatro, al tiempo que despliega una actitud de rebeldía contra los planes conservadores basados en el populismo y los grandes fastos. Las producciones que acoge participan de las singularidades clásicas de la nueva escena: el teatro ya no es literatura dramática, sino que tiene el carácter de hecho escénico, de creación artística autónoma. Y para ello se replantean la idea del personaje, despojándole muchas veces de psicología, asumen lo interdisciplinar o lo transdisciplinar, toman formas de otras culturas y se impregnan de las teorías que han abogado por una renovación de la escena en el siglo pasado. Con ello, y desde una postura que antepone el proceso al resultado, son espectáculos que aspiran a desarrollar nuevos modelos de relación con el público y aspiran a crear unas sensibilidades distintas, destruir aquello que decía García Lorca, y que, al menos parcialmente, sigue vigente: “aquí las gentes que van al teatro no quieren que se les haga pensar, van como a disgusto y llegan tarde”.
No son uniformes los caminos por los que transita el teatro contemporáneo. De entrada, ¿acaso las nuevas tendencias escénicas no son, muchas veces, recuperación de viejas formas dramáticas? No se trata de negar el pasado, y muchas veces es acertada la reivindicación de una sabia combinación entre tradición y modernidad. El fallecido crítico Ángel Fernández Santos escribió al respecto: “Los auténticos innovadores raramente proponen novedades. Por el contrario, innovan mediante violentos retrocesos hacia formas de expresión sancionadas por el pasado, a veces incluso de antigüedad secular, casi arcaica, y encuentran en estos saltos hacia atrás las claves esenciales de la ruptura con el presente, el distintivo de la modernidad. Este salto es uno de los signos del talento teatral genuino, porque toda innovación profunda, en teatro, busca la manera de representar las mismas situaciones, cuestiones y conflictos de siempre bajo una especie capaz de invertir la relación causal y hacer de antecedentes consecuentes”. Desde luego, los términos en que se manifiesta Fernández Santos son discutibles, puesto que existen artistas revolucionarios que proponen novedades al margen de prácticas anteriores, pero la cita tiene una notable capacidad reveladora para defender la capacidad renovadora de muchos creadores que hunden sus raíces en el pasado: un tiempo pretérito que puede ser próximo o lejanísimo. Surge así una cuestión que interesa mencionar expresamente: el concepto de modernidad.
Diversas voces han querido establecer una confrontación entre tradición y modernidad, cuando se trata de un debate falso. Casi con toda seguridad puede afirmarse que esta colisión ha sido producida, en buena parte, por el confusionismo existente en torno a los términos “moderno” y “post-moderno”. Guillermo Heras escribió hace ya varios años: “En nuestro país la modernidad se ha confundido con la post-modernidad y ésta, por desgracia, con la en otro tiempo llamada ‘movida madrileña’. Siempre ha sido norma que los ‘modernos’ en nuestro país echaran mano del caos para justificar sus carencias y de ahí que los ‘antiguos’ hayan sacado jugoso provecho de la falta de verdaderas alternativas para una auténtica post-modernidad escénica en España. Aquí hemos ido muy rápidos en diseño, moda, textil, música y artes plásticas, donde los logros son realmente palpables, pero en teatro aún estamos en una etapa primitiva y lo más deseable sería que la mayoría hiciéramos un teatro riguroso en su oficio, comprometido estéticamente y con proyección social suficiente, después pasáramos a una serena modernidad y, obviamente, con absoluta libertad, algunos discurrieran a una posible vía post-moderna”.
Este texto del que fue director del desaparecido Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y actual responsable de la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos conduce al planteamiento de varias cuestiones de especial relevancia: una, el equívoco producido por la mezcla entre modernidad y movimientos de moda; otra, el retraso evidente que en nuestro país tienen las artes escénicas en comparación con otras (y más concretamente, con las artes plásticas); y, por fin, la necesidad de que exista un proceso evolutivo para que, de forma natural, libre e imaginativa -fruto del trabajo y la investigación constantes- una disciplina artesana, sin perder esta categoría, pueda convertirse en arte contemporáneo.
Habermas decía que “una obra llega a ser clásica porque una vez fue auténticamente moderna”. Cierto; pero ello no quiere decir que todas las creaciones que se consideran modernas vayan a convertirse siempre en clásicas. Sencillamente, porque no son auténticamente modernas: se trata simplemente de fenómenos de moda. Lo moderno se asocia rápidamente con lo nuevo, con lo último, y perderá tal carácter cuando aparezca la siguiente novedad. Pero mientras lo que está meramente de moda caerá en el olvido, lo realmente moderno perdurará en el tiempo. En esta misma construcción discursiva, frecuentemente se confunde actualidad con contemporaneidad, conceptos distintos aunque aparenten semejanza, dado que, en ocasiones, pueden coincidir. El primero -lo actual- hace referencia a lo inmediato, que conecta directamente con un tema vigente y cercano de relevancia pública, en donde la profunda reflexión ética y el tratamiento formal son asuntos secundarios. En cambio, el término contemporáneo, sin perder de vista lo anterior, ha de aplicarse con precisión cuando la obra en cuestión hurga, desde posiciones artísticas, en el imaginario colectivo traspasando las fronteras del oportunismo e indagando en un lenguaje propio de nuestro tiempo.
Efectivamente, las vías de la escena contemporánea son múltiples y variadas; partícipes de la complejidad, pero también de la sencillez; multidisciplinares, pero también esenciales; fronterizas con otras artes, caracterizados por el mestizaje, la abstracción, la heterogeneidad, pero también por la pureza (bien entendida) y por la concreción. También ha de añadirse que esos caminos no se agotan en los epígonos del tercer teatro (la sombra de Eugenio Barba es alargada), ni en los remedos de las vanguardias, ni en las imitaciones del absurdo; que el minimalismo, las acciones repetitivas, el entrenamiento como resultado, lo abstruso como norma, la acrobacia porque sí y el mero discurso formal y esteticista acaban agotándose. En definitiva, que la auténtica creación ha de estar en constante situación de alerta, en una actitud que cuestione permanentemente las posturas vigentes en cada momento. Desde la hipetextualidad a la danza-teatro, desde la supremacía de la imagen a la performance, desde el teatro de texto al trabajo físico extremo... en todo los casos deben ser producciones realizadas por creadores que plantean problemas en la manera de ver, de oír, de sentir o de recibir una obra teatral, desde la conciencia de estar practicando una experiencia artística, y no simplemente un ejercicio de teatro convencional.

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