EL ESPECTADOR DE TODO ESTO

Sobre el cine que se nos avecina

por GUILLERMO BALBONA

Se ha escrito que el hombre comprendió muy tempranamente que su identidad era vulnerable, que dejaba jirones de ella por donde pasaba, en forma de huellas, sombras y reflejos. Los fotogramas fragmentan la realidad y los sueños y nos dejan una desazón entre el Mito de la Caverna de Platón y los ejercicios de levitación hipertecnificada de Matrix. Afrontar cualquier reflexión sobre una nueva temporada cinematográfica debe fundamentarse en esa premisa sensorial, sensitiva y sentimental: nuestra mirada es memoria y pasión, un itinerario gozoso y doloroso sobre nuestra relación con la vida. La sensación de ver una película en este siglo XXI parte de una contaminación industrial y una manipulación en la exhibición debido a imposiciones exteriores: en el primer caso, la arrogancia del poder, el mercantilismo y el megafactor que todo lo multiplica; y el capricho, cuando no la marginalidad de las minorías, en el segundo caso. ¿Vemos el cine que queremos, o el que nos dejan?; ¿en qué consiste nuestra identidad de espectador?
En nombres, el cine que alimentará nuestras particulares máscaras de la ficción pasa en las próximas semanas por Takeshi Kitano, Robert Altman, Michael Winterbottom, o David Lynch, pero es preciso no convertir esta mirada previsible en una mera catalogación. Lo que no debe perderse de vista es ese estado de permanente somnolencia comercial que invade las pantallas con aire de domesticación y ausencia de sorpresa. Lo cual no responde a una receta simplemente pesimista si sintetizamos la próxima apuesta cinematográfica de una forma generalizada pero rotunda: la profusión de tiempos inanes y abruptos, con profusión de historias que se copian a sí mismas, o que se enredan en su propia mediocridad, ante un año cinematográfico en el que las sagas, precuelas y secuelas van a dominar el paisaje de las carteleras.Si el cine cediera su lado más comercial y se concediese una tregua, lo justo es que el espectador pudiera tener acceso con naturalidad a la versión original, a los títulos premiados en festivales como Cannes o Venecia, siempre postergados o simplemente desaparecidos en el tiempo, y a los frutos de un mal llamado cine indie que, al menos, sí trata de conservar cierto grado de independencia frente a las grandes distribuidoras. Si asomamos la cabeza a la cartelera 2007 la sensación de vulgaridad y simpleza resulta abrumadora: la fantasía, la animación, las adaptaciones televisivas y el ya comentado protagonismo de las secuelas acapara el paisaje futuro. Los 4 Fantásticos y Silver Surfer de Tim Story; Ratatouille de Brad Bird y Bob Peterson; la traslación al cine de los Simpsons, dirigida por David Silverman; las terceras entregas de Shrek tercero, de Chris Miller y Raman Hui; Piratas del Caribe 3: En el fin del mundo de Gore Verbinski; Spider-Man 3 de Sam Raimi; y la ya estrenada 300 de Zach Snyder, sobre la épica novela gráfica de Frank Miller, son demostraciones de este panorama poco alentador.
La incomprensible desventaja de consumir cine desde la periferia; la oferta limitada sin justificación alguna; la vergonzante profusión de títulos que acaparan las carteleras hasta el menor resquicio se han sumado a situaciones negativas surgidas de la globalización atada al poder. Así, la iconografía resultante del 11-S ha estado sometida a una censura infográfica post atentado, impuesta en Hollywood y aplicada tanto a proyectos y rodajes como a productos terminados -borrar las torres o desdibujar los perfiles terroristas fue una práctica nada inusual durante más de tres años-. Hasta finales del presente año, y a la espera de los posibles huecos dejados a las producciones pequeñas y a un cine de autor cada vez con menos ganas de explorar, la experiencia no parece muy prometedora. Dramas convencionales como El poder de la amistad de Mike Binder; prolongaciones interminables y previsibles, caso de La jungla de cristal 4 de Len Wiseman; híbridos con tarjeta de clones como Transformers de Michael Bay; sagas simuladas en cierta aureola de touch de qualité como The Bourne Ultimatum de Paul Greengrass, tercera y última entrega de las aventuras del agente Jason Bourne; y el paquete anglosajón del “nunca acabar”, con títulos como el thriller Arma fatal de Edgar Wright; la comedia Lío embarazoso de Judd Apatow; el drama disfrazado de biopic, La gran estafa, de Lasse Hallström; o las cintas dramáticas al servicio de repartos atractivos, caso de Las vueltas de la vida de Susannah Grant y Retrato de una obsesión de Steven Shainberg. Por contra, puede esperarse alguna emoción ante títulos como El último show, el documento inédito del desaparecido Robert Altman; Fast Food Nation de Richard Linklater, una dramatización ambientada en la industria de la comida rápida, según el libro de Eric Schlosser, que estuvo entre los best-seller de las listas del New York Times; Takeshis del inigualable Takeshi Kitano; Tristram Shandy: A Cock And Bull Story de Michael Winterbottom sobre el clásico de la literatura británica del siglo XVIII de Laurence Sterne; la argelina Days of Glory (Indigènes) de Rachid Bouchareb, nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa; las británicas Diario de un escándalo de Richard Eyre; y Fundido a negro de Oliver Parker; y los acercamientos a materiales más personales como Alpha Dog de Nick Cassavetes; Confianza ciega de Étienne Chatiliez; El buen pastor de Robert De Niro y La flauta mágica de Kenneth Branagh, entre otras.
Entre tanta desolación narrativa buscamos a veces con cierta ingenuidad, un golpe de cine frente a esa gran parte de la creación visual hecha con grandes medios pero de escasa dotación narrativa; o bien tratamos con escaso éxito de eludir ese cine que chirría, el fotograma ruidoso, el convencionalismo y esa sucesión de naderías, de historias enlatadas y uniformadas, que nace con fecha de caducidad. Frente a ello, la esperanza surge del celebrado auge del documental y las misceláneas de género, que están proporcionando otra vía al lenguaje cinematográfico que ni es reflejo de una moda ni fruto de una casualidad, sino de la necesaria respuesta narrativa a tanta carencia y vulgaridad. Ante alumbramientos y nuevas presencias, aún podemos confiar en un cine que cuente historias y, sobre todo, que sabe por qué hacerlo.
La creciente presencia de debutantes en el cine español no se ha traducido en una esperanzadora perspectiva creativa. Se abordan más géneros, es cierto, pero se desciende a errores similares al pasado reciente: cortometrajes camuflados de largos; guiones poco cuidados; repartos desiguales; un débil compromiso a la hora de asomarse a las realidades sociales; y, en definitiva, un pobre nivel creativo. Ante esta tesitura caben planteamientos, a modo de interrogantes, más obvios pero no por ello menos necesarios: ¿puede hablarse de una industria del cine español?; ¿se revelan verdaderos signos de cambio en la producción?; ¿existe un espectador específico, ávido y exigente ante planteamientos cercanos en los que reconozca un cine hecho en España?; ¿se puede hablar de una cantera de jóvenes creadores?; ¿se empieza a abandonar de verdad el recurso coral y la comedia como ejes dominantes...? La cantera del cortometraje, cada vez más numerosa y sólida, con creaciones ciertamente importantes pero ajenas al circuito comercial, permite albergar un moderado optimismo. El espectador de todo esto, convertido en el “antijefe” del último filme de Lars Von Trier, se enfrenta así a un continuo ruido superficial, a la estela del espejismo consumista y a esa velocidad de un cine que se explica sin cesar a sí mismo, deseoso de mostrar su mecanismo interno, de repartir su folleto de instrucciones y los ingredientes de su elaboración. Es decir, todo el fulgor consumista que no conduce a ninguna parte, mientras se aparca la mirada contemporánea más profunda y reveladora. Se suceden las autorías de estilo y los meros ejercicios personales, frutos de la vanidad, los productos de marca y los sellos de identidad más o menos reconocibles. Bajo ese barniz superfluo salimos cada día en busca de esos autores y creaciones que se hacen necesarios, familiares a la mirada y partícipes de una construcción común, coherente y cercana. Esa profundidad emocional o social destinada a darnos respuesta a nuestra intrínseca necesidad de que nos cuenten historias. A oscuras y en silencio, antes del resplandor fugaz de una creación primaria en la que aún habite el asombro.

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