EL DÍA DE HOY (Novela inédita. Fragmento)

ALEJANDRO GÁNDARA. Santander, 1957. Obra: La media distancia (1984, Premio de la Prensa Canaria), Punto de fuga (1986), La sombra del arquero (1990), El final del cielo (1990), No nos entendemos (1990), Ciegas Esperanzas (1992, Premio Nadal), Falso movimiento (1992), Nunca seré como te quiero (1995), Cristales (1997), Las primeras palabras de la creación (1998, Premio Anagrama de Ensayo), Últimas noticias de nuestro mundo (2001, Premio Herralde), Un amor pequeño (2004).


Ocho y dieciocho

-Supongo que esperas a que yo te traiga la pastilla.
-Exacto.
-A qué hora tienes el examen.
-A tercera.
-Y cómo lo llevas.
-No he sobado en toda la noche.
-¿Por eso llamaste al perro?
-El perro ha ido porque ha querido.
-¿Ahora tienes sueño?
-Estoy matado.
-Te he dicho que cierres los ojos, aunque no duermas. Así por lo menos descansas.
-No puedo. Me pongo a pensar en dormir porque mañana tengo un examen y me entra el nervio. Y luego tengo hambre y me levanto todo el rato.
-Sacarás el curso. No tienes que ponerte nervioso. Todo ha ido bien hasta ahora y no hay razón para que cambie.
-No voy a sacarlo. No soy inteligente. Estoy pillado todo el rato. Tú no lo entiendes, papá.
Esas conversaciones repetidas y sin embargo la sensación de la primera vez. Aunque nunca hubo primera vez, porque se confunde con todas las veces en que ha sido igual. El cielo desciende y aplasta el aire contra la tierra, todo espeso y plano, los pájaros y los edificios se empastan, se respira por resquicios y de abajo viene una fuerza que chupa por los pies mientras el cuerpo tira hacia arriba con pulmones encogidos y ojos muy abiertos que se nublan. No hay luz ni oscuridad. Es un brochazo infinito de niebla seca.
-El único problema es que estás creciendo. También tu cerebro está creciendo. Crecerás y todo se arreglará. Lo dijeron los médicos y lo dicen tus profesores. No toda la gente crece igual. Y lo de la inteligencia es una tontería que te inventas. Tienes un cociente de 124 y eso es inteligencia alta según los tests, tú puedes decir lo que quieras.
-Entonces, por qué me duermo en clase.
-Porque no duermes por las noches.
-Y por qué no tengo memoria.
-Porque te duermes en clase y no atiendes.
-Y por qué no sobo por las noches.
-Porque crees que te estás durmiendo en clase.
No es eso exactamente. Los dos lo sabemos. Pero necesita respuestas tranquilizadoras y son tranquilizadoras cuando no dudan, no importa que sean circulares, quizá mejor si son circulares, así no puede escapar de ellas. Ni yo tampoco.
Ayer por la tarde lo encontré dándose cabezazos contra la mesa y el libro de Sociales. Entre golpe y golpe repetía: No se me queda nada, no se me queda nada, no se me queda nada... Cuando alza la cara, tiene la frente amoratada, los ojos vidriados.
-Es hora de irse -anuncio.
-Todavía son y veinticinco.
Voy hacia la balda de chismes en la que está el Rubifen. Es una cajita de píldoras blanca y corriente, con las esquinas rozadas, que comienza a destartalarse hacia la quinta semana de las nueve que dura. Nadie diría que guarda lo que el médico llama un psicotrópico. En la farmacia piden el carnet de identidad y miran la receta con lupa. Y sin fallar ocasión preguntan: ¿Es para usted? y también: ¿Sabe lo que es esto?. No sé de qué sirven esas preguntas cuando todo está en regla. Pero dan tiempo a que te miren a los ojos y a que no bajes los tuyos, como si estuvieras ante un policía. Rubifen suena a antigripal, a victoria sobre fiebres rojas. Pero psicotrópico suena a viaje lejano, a cielo torrencial, a ida sin vuelta.
Estoy a punto de abrir la caja y apretar el botón de aire de una de las píldoras. Luego, dársela. Sí, claro, me he acostumbrado a cubrirle los flancos, a recogerle en las caídas, a ponerle parches cuando se le escapa el aire. Es malo para él, pero no es fácil para mí. Un error que parece pequeño encadena una catástrofe, sobre todo ahora que empieza a ir bien. Si permito que no tome la pastilla, se dormirá en clase, suspenderá el examen, confirmará que es estúpido, dejará de estudiar, se despedirá de cualquier esperanza, se esconderá para el resto de su vida en un cuarto oscuro mirando el resplandor que se cuela por las rendijas, en vela. Acabar de una maldita vez, acabar del todo. Lo desea más que los aprobados y mucho más que ser feliz. Y por eso busca el error, resistiendo palmo por palmo, con la única voluntad que tiene, la de negar. Dormir, vestirse, desayunar, tomar la pastilla, llegar a tiempo al instituto, cada pequeña cosa es una trinchera, uñas y dientes contra el enemigo que viene a sacarle de ella y que con distinto rostro, su padre, sus profesores, incluso sus contados amigos, no es más que uno solo: el mundo, el mundo que durante catorce años le ha zarandeado sin contemplaciones y por las buenas. ¿Por qué no acabar de una vez? ¿Alguien tiene alguna razón convincente?
-Si no quieres tomar la pastilla, no la tomes. Yo me marcho a sacar al chucho –digo, de pronto.
-Pesado, ya voy.
Y entonces se incorpora con uno de esos saltos de acróbata, empujando los pies en el aire, curvando el cuerpo y aterrizando con dos plantillazos, completamente erguido. Es muy delgado, pero los músculos se aprietan como un tapiz de soga. Una contradicción con su falta de energía, con el desmayo ante la realidad.
-¿Curras hoy? –pregunta, mirando por el rabillo mientras traga la pastilla.
-Trabajo todos los días.
-Entonces no estarás a la hora del recreo.
-Pues no.
-Pero siempre estás.
No digo nada. Disfruta con los contrasentidos ajenos.
-¿Vas vestido de marica por algo?
¿He pensado que era invisible? Para él suelo serlo. Tenía un plan, tengo un plan. ¿Está volviéndose visible?
-Un pantalón y una camisa. ¿Qué tiene de raro?
Ya no sigue la conversación. Carga la mochila. Cojo la correa del perro. Aunque es verdad: ¿por qué me he puesto el mejor pantalón y la mejor camisa? No recuerdo qué parte del plan era ésa.
Nos hemos apelotonado en la puerta, en el metro y medio de pasillo que sale a la derecha del ofis. Por algún motivo el pomo no gira. La mano resbala en la alcachofa de metal como si la hubieran soldado. Jefe no para con el rabo, culea entre las piernas, jadea con esa ansiedad de loco que se desata al empuñar la correa y que no cesa hasta que desandamos el camino después de su paseo. Es muy perceptivo con los regresos.
-Hoy ves al tutor, ¿no? –pregunta Goro como si estuviéramos en la cola del cine y no atascados en la salida de casa.
-Sí, a la una y media.
-Qué le vas a decir.
-Me lo dirá él a mí. Me dirá que todo va igual de bien que hasta ahora y que aprobarás el curso.
-Sí, ¿no?
Jefe se ha colado entre mi cuerpo y la puerta. Trata de encaramarse, pero le falta sitio. Las pezuñas se escurren por el paño de madera.
-Quédate quieto –le digo, amenazando con la mano.
Ahora gimotea. Es el gimoteo de reproche. Tiene otro para recibir a las visitas. Y otro más, que sólo le he escuchado una vez en que metió la pata en la rejilla de un canal, para el dolor.
-De los últimos tres exámenes los he suspendido todos –continúa Goro.
-Todavía no te han dado las notas.
-Pero eso se sabe.
-Cuando dices que vas a sacar un sobresaliente, suspendes. Y cuando dices que suspendes sacas notable. Siempre te parece que suspendes cuando esperas un diez. Así que de momento las noticias son buenas.
-Se te va la pinza, papá.
-Será que no es verdad. ¿Puedes quitarme al perro de encima?
Goro engancha a Jefe por el collar. Pero eso no abre la puerta. Agarro la alcachofa con las dos manos y suena un chasquido. Quizá han intentado atracarnos por la noche y la han bloqueado, o algún gracioso ha metido palillos en el agujero de la cerradura, o cualquier cosa que se le ocurra a la desesperación.
-Los exámenes finales no son como los otros, son todo el libro y además es el primer año que me los hacen. A mí no me habían preparado para tragarme una asignatura entera.
-Quién no te había preparado. ¿La vida?
-Podrían advertirlo. O que dejasen de tocar los huevos con parciales.
Resoplo de rabia. Pero él parece tranquilo, incluso conversador, todos allí amontonados. Esos momentos son pocos. Son como si se le escapara aire oprimido. Y entonces siento que las cosas van bien, que cómo podrían ir de otra manera, esa ilusión que parece más real que las pesadillas reales. Ahora su voz deja una onda en la nuca, su cercanía es un abrazo con la punta de los dedos, el tramo de pasillo es un cuarto en el que pasan las horas y la luz hace charcos.
-Y hablando de todo un poco, ¿te has dado cuenta de que esto no se abre?
-Normal que lo hagan en el bachillerato o en la universidad, pero no en la ESO –ha dado un paso adelante, desliza una mano de carterista por mi costado y agarra el pomo-. En dos meses pasan de tratarte como a un niño a tratarte como en la carrera, esa banda no es normal –lo gira al lado contrario y el pestillo cede con la mayor naturalidad.
Jefe sale a trompicones escalera abajo y desaparece instantáneamente de la vista. No da tiempo a engancharle la correa. Un día topará con los ancianos y tendremos desgracia. Pienso en esa desgracia y en lo que me ha pasado con el pomo, cruzando las imágenes igual que si estuviera despertando cuando desperté, las figuras en la oscuridad cambiando de forma y de un monstruo a otro.
-No son normales. Pero tú siempre los defiendes.
-A quién estoy defendiendo, si se puede saber.
-Es tu obligación de padre. Pero yo soy un adolescente y tengo que meterme con ellos.
-Si eres un adolescente no puedes hablar como un experto en adolescencia.
-Va, podías explicarme lo que te pasaba con la puerta.
Jefe ha llegado al portal. Sus jadeos de ansiedad suben por el ojo de esta escalera de roble entero, barandilla forjada, zócalo mielero, todo recién restaurado por la tropa polaca. Eso, junto a las puertas marrones con postigos de carcelera, da impresión de convento o de posada vieja, y a los tres nos vuelve raros. La mayoría de inquilinos son ancianos. También, raros. Son amables y simpáticos, sin excepción, brotes de una sola mata. Pero lo más extraño es que adoran a Jefe cuando deberían odiarlo. El perro se escurre cada dos por tres y baja la escalera rebotando y de morros, y pasa a su lado como la exhalación de una amenaza a tantos huesos y cartílagos que se desvencijan en los peldaños. En cambio, ellos susurran monerías y le llaman cuando ya se ha perdido tramo abajo. Es guapo el can, es guapo, dice la pareja del segundo, que se cae a trozos sin perder la sonrisa. Menos el presidente, todos son matrimonio. Y juraría que ninguno de menos de ochenta, lo que equivale, si no ha mediado bifurcación, a bodas de oro unánimes. A lo mejor es al final del matrimonio, después de toda su historia o cuando ya no hay más historia, donde se descubre la felicidad en el matrimonio, la paz tan buscada. Eso explicaría ese aire de no ser de este mundo, quitando que estén a punto de despedirse de él. El resto de los vecinos vive solo, todavía a solas con sus delitos y pasiones. Justo encima vive una muchacha de veintitantos que ríe y llora todo el tiempo, en días alternos, y se la oye en toda la vecindad. Al principio subí a preguntarle si le pasaba algo y me contestó que ella era así, que no tenía ninguna importancia. En una de las buhardillas vive otro chaval joven que mira con desconfianza y que saluda haciendo un ruido con la garganta. Tiene la costumbre de cambiar los muebles de sitio los fines de semana por la noche, cuando la gente duerme. No sólo es el estruendo de arrastrarlos, hay portazos y como si los dejara caer desde la altura.
Y en el primero está la Mala. Así la llama Goro, por una cantante de hip hop famosa. Tendrá unos cincuenta años, se peina con una coleta tirante, como si la llevasen de los pelos. Se la mencioné al presidente y el viejo meneó el tirolés y murmuró: Esta mujer, esta mujer... Le tiene encono a los inquilinos, puede que simplemente por serlo. El mal vive en chalets, donde no tiene que conciliarse con nadie. Por ejemplo, de vez en cuando los viejos no pueden con el cerrojo del cuarto de contadores donde está el carro de la basura, y colocan sus bolsas a la entrada, hasta que alguien desatasca la puerta y las mete. Pero si es ella quien las ve, agarra y las devuelve a los felpudos del vecino correspondiente. Lo que nadie sabe es cómo reconoce la basura de cada uno, porque la verdad es que acierta. Será que tiene ojo clínico para el daño. Con las obras de reforma se lo está pasando en grande, motivo tras motivo y polaco tras polaco. Lo peor es que no es una mujer loca. Disfruta con lo que hace, suponiendo que eso no sea de locos. Cualquier otra persona no podría dormir con esa tensión vigilante, con esas ganas de cobrarse deudas, pero a ella le colocan el cuerpo, como si se tomara el escándalo en pastillas. En cuanto a mí, se la tengo jurada. No me faltan ideas, aunque todavía no he dado con una que no deje pistas. Una tarde salí a ver al semillero y Goro se quedó en casa. En la calle me di cuenta de que no llevaba las llaves. Llamé al chaval por el telefonillo y le pregunté si iba a moverse de casa. Contestó que no y me fui. Me entretuve más de lo que pensaba y a la vuelta resulta que nadie me abría el portal. No podía creer que Goro se hubiera marchado. Estuve apretando el timbre un buen rato. Al final me convencí de que Goro no me escuchaba y que su mp3 embutido en el tímpano era suficiente como explicación. Lo peor es que llovía a cántaros. Por esas casualidades de la vida, que espían por el rabillo las desventuras, a los otros timbres tampoco contestó nadie. El agua batía los dos lados de la travesía, recta y flexible al final como una escobilla rabiosa de filamentos helados, entrando en los umbrales y en el amparo de los aleros. La humedad empezaba a escurrirse por los hombros. De pronto apareció una mujer con una bata de raso en el primer balcón a la izquierda, con un cigarrillo en la mano y pintada como una puta de posguerra, gritando con voz cazallera: Deja ya de molestar, ¿es que no te aburres?, ¿es que no ves que no hay nadie? Entonces le pedí que me abriera, evitando preguntarle por qué no había contestado al telefonillo si lo estaba escuchando. De eso nada, contestó, ahora te aguantas. Y cerró el balcón.
Goro llegó de la calle un cuarto de hora después. No había entendido nada de llaves, sólo le habían preguntado que si estaría en casa, una pregunta de rutina. Pero en ese cuarto de hora me reconcomió no haber protestado a la puta y quedarme allí destemplado de agua y de silencio. Podría haber ido a un bar y esperar a que Goro cogiera el teléfono. En lugar de eso, estuve a punto de coger una pulmonía.
-¿A qué hora tienes lo del tutor?
-Ya te lo he dicho. A la una y media.
-Crees que me dices las cosas, pero no me las dices.
Las pisadas en las huellas de roble dan un sonido profundo y seco, sin reverberar, diáfano como si abrieran los ventanucos y los balcones a un bosque, y detrás a un río y a un valle. Es lo único que se escucha desde las viviendas, bien tabicadas y aisladas para lo demás, igual que el corazón en el cuerpo. Me gusta subir y bajar esas escaleras, no por volver a casa o por salir a la calle, sino por sentir ese ruido especial que sube de los pies como una mano abierta y segura que lleva lejos. No pasaría lo mismo si fueran de pino negro, de eucalipto, de laurel o de astillas, porque entonces el ruido de las pisadas sonaría a clavo y a tapa, y el aire se encogería deprisa, hueco.
Ciao, dice Goro con un golpe de hombro a la mochila y echando un vistazo a los andamios que van coronando la fachada, con dos mecánicos arriba. Él se marcha por la cuesta arriba y yo por la cuesta abajo con el perro.
-Vendré en el recreo –añade mirando ya en la otra dirección.
-¿Llevas las llaves? –pregunto, mirando yo en la mía.
-Claro. Pero tú estarás.
-No lo creo.
Quizá seguimos hablando hasta que doblamos las esquinas opuestas, como si aún estuviéramos juntos. Las palabras se quedan otro rato por allí cuando ya no hay nadie a la vista y luego ascienden como vapor al cielo en el que dicen que todo está escrito.

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