LA NOCHE DE LAS VENTOSIDADES Y DE LA RULETA RUSA, EN CASA DE C.J.CELA (Fragmento del libro inédito Papeles de una vida recobrada)

MANUEL ARCE
Llanes, Asturias, 1928. Reside en Santander desde los ocho años. Obra poética: Sonetos de Vida y Propia Muerte (1948), Llamada (1949), Carta de Paz a un Hombre Extranjero (1951), Sombra de un Amor (1952), Biografía de un Desconocido (1954) y Antología Poética (1948-1958). Obra en prosa: Testamento en la Montaña (1956), Pintado sobre el Vacío (1958), La Tentación de Vivir (1961), Anzuelos para la Lubina (1962), Oficio de Muchachos (1963), El Precio de la Derrota (1970), El Latido de la Memoria (2006, Premio Emilio Alarcos).

Fue idea de Ángel Crespo que, en la cuenta de la cena, el camarero incluyera el importe de la botella de coñac que le íbamos a regalar a Camilo José Cela. “Un detalle mucho más delicado hubiera sido comprar un ramo de flores para su mujer –argumentó Gabino Alejandro Carriedo–; Charo tiene que estar hasta el moño de preparar cafés”. Elegimos un Terry de malla amarilla (la botella más elegante del mercado en opinión de Crespo). Ricardo Zamorano hubiera preferido un Osborne. “Es un coñac que va más con la idiosincrasia de Camilo: es un coñac más carpetovetónico”. Al salir del restaurante llovía tan torrencialmente que ni siquiera nos acordamos del metro: un taxi nos llevó hasta Ríos Rosas. “En este edificio también vive César González Ruano”, dijo Zamorano mientras esperábamos que el sereno acudiera a nuestras palmadas.
Charo había distribuido los cafés sobre las mesas auxiliares situadas junto a las butacas. En la mesita central posó una bandeja con cinco copas y una botella de coñac. No era la de Terry que Crespo le había entregado a la entrada, cuando nos ayudaba a colgar en el perchero del vestíbulo nuestros abrigos y gabardinas. Ricardo Zamorano clavó la vista en la botella. “¡¡Joder!!, don Camilo José: ¡una botella de coñac Napoleón! ¿De dónde coño la has sacado?”. “Enviada esta misma tarde por el director del Liceo Francés. Nos presentaron ayer en una recepción de la Embajada de Francia”. Cela descorchó la botella después de tomarnos el café y asistimos al ritual del escanciado en silencio. Comenté después de olerlo con aire de gran conocedor: “El jefe de ‘ventas al exterior’ del coñac Napoleón es un poeta francés muy amigo mío... Zamorano, tu también le conoces”. “No me digas que es el Roger ése que va a traducir al francés los poemas de Pepe Hierro”. “Roger Noël-Mayer: el mismo”.
La problemática de las traducciones y el blindaje comercial de las editoriales francesas a la literatura española fueron temas exclusivos durante casi dos horas. Entre tanto habíamos dado buena cuenta del Napoleón francés. Zamorano había encendido un purito canario que sacó del bolsillo superior de la chaqueta. “Os habría invitado: pero era el único que le quedaba al cerillero del Gijón”... “Yo no concibo mi poesía traducida –admitió Gabino Alejandro Carriedo–. ¡Mis sentimientos envueltos en otras palabras!... Con otro acento emocional”. “Bueno –aceptó Cela–. La poesía es diferente. Yo tampoco puedo imaginar los versos de Pisando la dudosa luz del día traducidos el francés. Imposible. Pero la novela es diferente... Tengo aquí unos puretes”... Camilo tomó de la repisa de la chimenea una tabaquera de taracea, embutida de hilo de metal dorado y arabescos de nácar blanco, y nos la fue pasando: eran habanos que sonaban a seco al ser tocados, pero Gabino Alejandro Carriedo no les puso el menor reparo. También Cela se llevó uno a la boca. “No les ha sentado nada bien la calefacción de la casa –admitió–. Debí guardarlos en el refrigerador”. Ángel Crespo prefirió acompañar su coñac con uno de mis Chesterfield. Para mí, el descubrimiento del tabaco (tenía en mi bolsillo la segunda cajetilla de cigarrillos que compraba), se había convertido en algo muy especial. En un placer jamás imaginado. El salón se llenó enseguida de humo. Gabino Alejandro Carriedo, se levantó de pronto y, con el puro habano entre los dedos de una mano y con la otra marcando el compás de su recitado, comenzó a decir un poema. Nadie, excepto yo, hizo intención de prestarle oídos. Sin embargo no le importó en absoluto. Recitaba con los ojos cerrados. Escuchándose. Declamaba con ampulosidad. Su voz fue conquistando el ambiente: “Escribo carta al mundo: /Madrid, a veintitantos/ y muy señores míos: no os conozco/, no pongo el pie en la tierra, os digo”…
De pronto se detuvo y nos fue mirando uno a uno. “Es parte de un largo poema que pienso titular Carta al mundo que circunda”. Cela quiso saber cuanto tiempo tardaba un poeta en escribir un libro de versos. Se demostró que no era fácil ponerse de acuerdo sobre el tema. En vista de lo cual propuso que hiciéramos entre los cinco, como ejercicio colectivo de redacción, un poema surrealista. Aceptamos. Ángel Crespo se dispuso a tomar nota en un bloc que sacó de su cartera de profesor. Mantuvimos un par de minutos de concentración. Luego Gabino Alejando Carriedo dijo: “La vida es un arrecife rodeado de perlas por todas partes”. Añadió Crespo: “Y las mujeres cambian anillos en el aire”. Yo dicté: “mientras tú, lejana, tú me llamas, queda, a tu albedrío”... Cela declamó solemne: “Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido que se tiende inefable más allá de su misma apariencia”. Y Zamorano: “Donde tu imagen se borra indefectiblemente”... Pero Ángel Crespo le interrumpió: “¡Protesto: aquí alguien acaba de plagiar a alguien”. Miradas y rostros de incredulidad. “¡Aclárate!”, exigió Gabino.... “Mientras lo dilucidáis –se disculpó Camilo José Cela– iré a buscar algo para seguir bebiendo. Empiezo a encontrarme demasiado seco”. Y se llevó la botella del Napoleón, ya vacía desde hacia un buen rato.
“¿Alguien me quiere explicar qué es lo que ha pasado?”, pregunté. Me hallaba confuso. No acababa de entender el porqué de la interrupción. Notaba en el pecho una extraña palpitación al tiempo que una especie de pereza mental Una incapacidad para la improvisación que me obligó a decir un verso de mi primer libro... Oí que Crespo decía divertido: “Esperemos el regreso de Camilo. Alguien ha querido ‘colar’, en ‘nuestro’ poema, dos versos que son de Aleixandre”. Sorpresa general. Crespo me miraba y sonreía. Apareció Camilo con una gran bandeja dorada y, sobre ella, la botella de Terry de malla amarilla, más otra de transparente orujo gallego y unos cuantos platitos con avellanas, almendras y cacahuetes que fue posando en las mesas auxiliares. “No hace falta que cambiemos de copas –advirtió–: que cada cual se sirva de lo que más le apetezca. ¡Y atención al orujo, que es de Padrón: el mejor del mundo!”.
Ángel Crespo me había pasado el bloc donde tenía anotados los versos por el orden en que los habíamos ido dictando. “Camilo, ¡eres un auténtico cabrón!, has pretendido engañarnos… Eso de “Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido/ que se tiende inefable más allá de su misma apariencia” son dos versos de un poema de Aleixandre que pertenece al libro Sombra del paraíso”. “¡¡Cojones!!... Lo sé... Sólo pretendía tomar el pulso de vuestro olfato crítico y valorar el conocimiento que tenéis de la poesía que se está haciendo... ¡Todos estáis aprobados! Así que ¡¡brindemos!!”. Pero en el momento de alzar la copa una indiscreta ventosidad cruzó el salón. “¿A quién se le ha caído el tapón del ano?”, preguntó divertido Gabino Alejandro Carriedo. “¡He sido yo!”, confesó Ricardo Zamorano. “¡No jodas! –protestó Cela–. Pues ha sonado a ventosidad de señorita... Ya puedes enmendarte. Una mierda de pedo como ese descalifica a cualquiera –recriminó–. Yo, pufas de tan ínfima categoría no me las permito ni cuando estoy solo”. “¡Carajo, lo siento! –se disculpó Zamorano–. Me estaba aguantando. Es que los frutos secos me producen tal cantidad de gases intestinales que no siempre soy capaz de administrar su salida. Pero tienes que saber que yo domino el pedo como pocos. He ganado más de una apuesta. Soy un campeón reconocido”... "Si los caballeros que nos acompañan no ponen objeciones dignas de tenerse en contra –objetó Cela con impostación de voz–, estoy dispuesto a considerarte digno contrario si aceptas un concurso de ventosidades”. “¿Qué apostamos?”. “Si pierdo, te regalaré un ejemplar de La Colmena; si gano deberás hacerme un retrato”. Zamorano aceptó. “Manolo Arce pondrá nota, de uno a diez, a las ventosidades más efectivas, contundentes y mejor escenificadas”. “No entiendo lo de la escenificación”. “Lo entenderás rápidamente”. Aproveché el bloc que me había pasado Crespo. El primero en soltar su ventosidad fue Camilo José Cela. Fue una ventosidad sonora y olorosamente descompuesta. Casi agria. Camilo lo hizo girando levemente la cintura hacia la izquierda (¿se trataba de la escenificación?). Camilo dirigió una desafiante mirada a Zamorano. El pintor dejó su butaca, se fue al centro del salón, doblo la pierna derecha por la rodilla y, ayudándose con las dos manos, la fue alzando suavemente hasta que el talón del pie le tocó el trasero. Lo hizo con tal maestría que, a lo largo de su recorrido, los gases intestinales, al ser expulsados, fueron orquestando una rítmica cadena de tonalidades.
“¡Me rindo!”, aceptó Cela. Todos soltamos una gran carcajada. “¡Por favor!, que alguien abra una ventana”, suplicó Gabino Alejandro Carriedo. Al humo de los puros y de los cigarrillos su unía ahora el tufo delator de las dos espectaculares ventosidades. “Me debes La Colmena”, requirió Zamorano. “Cumpliré como un caballero”. El Terry se había acabado. “Te la llevarás esta misma noche. Pero, ¡por favor!, no le digas a nadie que me has ganado. No podría volver a poner los pies en el Café Gijón después de esta afrenta... Pero nobleza obliga: lo celebraremos con el orujo de Padrón”. Cela nos hizo brindar tres o cuatro veces. Tuve que sentarme. Estaba mareado. En ese momento Zamorano, que más que animado parecía estar bebido, al apoyar el codo en la repisa de la chimenea, descubrió un revólver de vistosa culata. “¡Joder, Camilo, qué coño tienes aquí... ¡Es un revólver cojonudo!”, dijo Zamorano exhibiendo el arma. “Juego con él cuando estoy aburrido”. “¿A los buenos o a los malos?”. Zamorano sopesaba el revólver. “Juego a la ruleta rusa”. El pintor comprobó que el tambor del revólver contenía un proyectil. “¡Joder con don Camilo!”. Tenía dificultades para encontrar las palabras. “¡Juega a la ruleta rusa cuando está aburrido!”. “Deja el revólver donde estaba”, le ordenó Cela. “No te jode: lo tiene para jugar a la ruleta rusa"... Alzó el cañón del arma hasta su sien. Luego bajó el revólver, hizo girar el tambor con la palma de la mano y apretó el gatillo. Nos quedamos helados. Mudos. Sólo Cela reaccionó. Tenía el rostro descompuesto. Estaba lívido. “¡Hijo de puta! ¿Qué coño has hecho?”, gritó arrebatándole el arma. “¡Eres un cabrón hijo de puta!... ¡Hacerme esto a mí! Joder, ¡qué hubiera pasado si el arma se dispara! ¡Que escándalo, en mi casa! Sois todos unos cabrones... Venga, ya os estáis largando”. Crespo trató de calmarlo. “¡No me jodáis más! ¡Sois todos unos indeseables! Venga, fuera de mi casa. ¡Qué escándalo se hubiera armado si llega a dispararse el revólver!”. Zamorano ya había desaparecido del salón. Me costó ponerme de pie. Abandonar la butaca. Me sentía mareado y confuso. Tenía náuseas. “Vayámonos cuanto antes –aconsejó Ángel Crespo–, Camilo está enormemente asustado”. Me ayudaron a salir del piso. Cuando bajábamos en el ascensor Gabino Alejandro Carriedo me decía: “Estás muy pálido. Algo te ha sentado mal. Necesitas que te dé el aire”. “Todos necesitamos que nos dé el aire”, añadió Crespo. “¡Joder!, ¡joder!, ¡joder!” –protestaba Zamorano–, Camilo se ha puesto como un energúmeno. ¡No ha sido para tanto!”. Estaba lloviendo. “¿Qué hacemos con Arce? –preguntaba Carriedo–. Son las cuatro de la madrugada”. “Le han tumbado las bebidas –dijo Crespo–. Le llevaré en un taxi hasta la calle Ballesta. Se hospeda en la Pensión Mary”.
Hasta el día siguiente a las nueve de la noche no supe nada más. Me había pasado el día durmiendo. Fue doña María quien me despertó. “¿Cómo se encuentra?”. No quise cenar. Sólo me levanté a vomitar. Tenía una fuerte arritmia. “¿Quiere que llamemos a un médico?”. Me negué. Al día siguiente me desperté a media tarde. Fui al baño. Sentía mareos. “Tiene usted muy mal aspecto. Le conviene regresar a casa cuanto antes. Mi marido le acompañará esta noche a la estación. ¿Le parece bien?”. Tampoco me apetecía merendar. Pedí a doña María que me preparasen la cuenta y le di el dinero del billete. Fueron muy amables. Su marido permaneció en el andén, frente a la ventanilla de mi compartimento, hasta que el tren-correo comenzó a deslizarse sobre las vías.

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