EL FUTURO

El cineasta Nacho Vigalondo cumple los treinta y nos cuenta quién es a estas alturas de su vida, también lo que no pudo o no quiso ser. Y la duda agazapada a la vuelta de los años.

por NACHO VIGALONDO


Estoy a un tiro de piedra (bueno, no hace falta tirar la piedra, más bien se trata de dejarla caer) de cumplir 30 años. De igual manera que el futuro no es lo que era, y no vamos a llegar al 2010 volando en coche, teletransportándonos a una base terráquea en Marte y comiendo píldoras con sabor a pizza, los 30 tampoco son lo que eran. No tengo dos niños correteando a mi alrededor, él engominado y ella con un lazo en cada coleta. No me voy de casa por las mañanas con un maletín y vuelvo por la noche con dolor de cabeza. Algo de lo que me quejo mientras mi esposa me pone la cena.
Miro a mi alrededor y se confirman los temores de los sociólogos: el mundo adolescente y el mundo adulto se han fusionado en nuestra generación, y en los casos en los que nos dejan más o menos a nuestras anchas, la fusión ha sido injusta para el segundo mundo. Si mi brazo derecho tuviese un espasmo ahora mismo no caerían al suelo las letras del piso o las facturas de la empresa. Se caería... A ver... Déjenme mirar... Dos DVDs vírgenes cuyo contenido ahora mismo se me escapa. Dos números de Doom Patrol, el tebeo de Grant Morrison en el que los villanos, esta vez, son unos tipos llamados “La Patrulla Sexys”. Un libro de artículos periodísticos de Conan Doyle, una guitarra de plástico para simular que sabes hacer solos con la Playstation, temidas cajas vacías de pizza... Si mi yo de 14 años pudiese visitarme, gracias a esas máquinas del tiempo que nunca llegarán, no sé cómo reaccionaría, si con el consuelo de que sigo leyendo tebeos de supervillanos sexuales y libros de crímenes o con la frustración de ver que no me he convertido en algo completamente distinto a lo que es él. Porque, todos lo sabemos, los niños sueñan con no dejar de jugar toda su vida, pero los niños son unos hipócritas.
Tampoco voy a caer en el error de sostener las patas de mi “adultolescencia” (David Catalina dixit) en mi acumulación de objetos asociados a la inmadurez por las generaciones anteriores. Es mucho más grave: está muy lejos de hacer acto de presencia la tierra prometida de la estabilidad hipotecada, del contrato fijo, el “bienvenidos al resto de tu vida”. Vivo con un pie enfangado en el romanticismo de no saber dónde y cómo estaré haciendo sabe Dios qué dentro de un año, pero tengo la mano agarrada a la almohada de las noches en vela y el sudor frío.
Es quizá esta ausencia de giros dramáticos hacia un orden diferente de las cosas lo que quizá a mí, y a tantos, nos hacen complicado percibir el tiempo como una fuerza transformadora. Leo en el blog de La Petite Claudine un recuerdo de la época de los videoclubs contado a un hijo de la era del P2P y me sorprendo recordando a mi padre explicándome que había una época en la que la gente se reunía a ver la televisión en unos espacios llamados Teleclubs. Si yo hubiese tenido un hijo a la edad a la que mi padre me tuvo a mí yo le podría contar cuando él tuviese la edad que yo tenía entonces que había unas cosas llamadas “cintas VHS” que se alquilaban en negocios familiares fascinantes en los que podías acceder a una filmografía llena de títulos que no sobrevivieron a esa era. Y no me puedo creer que esta proporción de tiempos y momentos sea real.
Periódicamente nos juntamos y nos fascinamos de la desaparición del correo físico y de las máquinas de escribir. No nos podemos creer que hayamos participado en rodajes sin teléfonos móviles y nos cuesta pensar que hubo una época en la que, en términos de información, era posible no alcanzar algo. No nos podemos creer que el mundo cambie porque nosotros no cambiamos. O sí cambiamos y no nos damos cuenta: dentro de diez años escribiré la secuela de este artículo y en él me decidiré por una de estas dos.

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