JOSÉ MARÍA GUELBENZU (Madrid, 1944). Director editorial de Taurus y Alfaguara hasta 1988, año en el que pasó a dedicarse en exclusiva a la literatura. Es colaborador habitual del diario El País. Entre sus libros cabe citar La noche en casa (1977), El río de la luna (1981, Premio de la Crítica), El esperado (1984), La mirada (1987), La tierra prometida (1991, Premio Plaza & Janés), El sentimiento (1995), Un peso en el mundo (1999), El río de la luna (2000), La tierra prometida (2001), No acosen al asesino (2001), La cabeza del durmiente (2003), La muerte viene de lejos (2004), Esta pared de hielo (2005) y El cadáver arrepentido (2007).
Como hombre de tierra adentro, siempre me ha atraído el mar; como ciudadano de una ciudad grande, no puedo alejarme de la urbe durante mucho tiempo sin sentir nostalgia de la confusión, el ruido y la prisa. Así como la navegación es pura acción –he de confesar que sólo he navegado a vela- el mar, desde la orilla, es pura contemplación, pero es una contemplación hipnótica, tanto como la de otro elemento: el fuego. Esa contemplación de la superficie del mar, en calma o incluso enfurecida, es un espacio de de relajación… y también de eternidad, que es justo lo contrario de la instantaneidad de las ciudades. Así que de todos estos pensamientos no es difícil deducir que no hay lugar en la tierra más atractivo que una ciudad abierta al mar.
Como escritor, acostumbro a pasear pensando. Y nada como un Paseo Marítimo de una ciudad costera para que esa especie de caminata pensativa se convierta en un acicate. El Malecón de La Habana o la orilla del Tigre en Buenos Aires son dos ejemplos inolvidables. Como es inolvidable –pero éste lo visito cada año- el paseo que va desde el Hotel Bahía, al comienzo del paseo de Pereda hasta los jardines de Piquío pasando por delante de la península de La Magdalena y hasta el final, hasta el Chiqui. De hecho Santander es una de las ciudades mejor y más largamente abiertas al mar y ese camino, ida y vuelta, sea en día luminoso sea en día de lluvia fina, es único para disfrutar y recrear escenas que a uno se le van ocurriendo, con la cabeza puesta en sus cosas y la vista en el regalo del mar.
Pero no hay comparación con el paseo por Piquío en la noche, bajo la luz de las farolas, con la playa semiiluminada, el rumor de la marea, las mil formas de las sombras que parecen velar excitantes secretos, citas escondidas, pasos apresuradas, rincones inquietantes, paseantes solitarios, una llamita repentina que enciende un cigarrillo, los automóviles que circulan protegidos tras el resplandor de sus faros, el olor salino y yodado y el aroma de la vegetación que se expanden en la noche… y la sombra del mar, tan misteriosa en la oscuridad, sonando y sonando y acompasando los pasos del caminante que va cavilando su narración inmerso en ese camino que es, en el fondo, otra narración.
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