EL DOCENTE

Bertolt Brecht y La ópera de tres centavos

por ALBERTO IGLESIAS

No es difícil de visualizar: la guitarra en ristre, un aire aventurero, las gafas redondas, la gorra de cuero y el puro encendido, enamorando oídos y miradas. Verle bajar por el periódico cada mañana y sentarse después buscando entre sus ruidosas páginas noticias que subir al escenario. Tiene un algo de héroe travieso, inquieto y al mismo tiempo cabal y sosegado. Como todos los grandes hombres de la literatura a los que Cronos arroja al pozo de los tiempos oscuros, vivió bajo sospecha. Sin embargo él nunca dejó de “cantar”. Anduvo hacia la muerte por diversas calles y avenidas: Praga, Suiza, Finlandia, Viena, Berlín, Ausburgo, Zurich, Dinamarca, Munich, París, Estados Unidos... En su Vida de Galileo escribe: “Las ciudades son pequeñas y también lo son las cabezas. Superstición y peste. Pero ahora se dice: que sean así las cosas no quiere decir que tenga que seguir siéndolo. Porque todo se mueve, amigo”. Quizás sea ésta su obra más querida y una de las que más a menudo salen del folio para subir a los escenarios de todo el mundo.
Dos cosas, entre otras muchas, tenemos que agradecerle: su empeño en que el actor no fuera el tonto naïf que era considerado en el siglo XIX, sino un hombre de su tiempo, pensante y sagaz; y por otra el invitar al público a disfrutar el teatro de una manera diferente a como estaba acostumbrado: “Yo ofrezco simplemente los hechos para que el público piense por sí mismo. De ahí que necesite un público de sentidos avezados, que sepa observar y que disfrute ejerciendo su intelecto”. Invitaba al público a tomar una distancia, a no olvidar que lo que veía era teatro, no la vida, y que ese teatro tenía una función didáctica. Era, por encima de todo, un docente, y así le gustaba que le describieran. Pero enseñar, apuesto a que lo sabía muy bien, es el último peldaño del aprendizaje y él fue un gran alumno. La Biblia fue el libro que más le influyó: “Procurad que, al dejar este mundo, no sólo hayáis sido buenos, sino que dejéis también un mundo bueno”, dice en Santa Juana de los Mataderos. Después llegaron Confucio y Mao Tse-Tung, que determinaron su forma de escribir y “envenaron” su pluma con parábolas y citas orientales, lo que, paradójicamente, le convirtió en un dramaturgo moderno y transgresor: “Y el hombre en un impulso afectuoso aún preguntó: ‘¿Qué ha llegado a saber?’ Y el muchacho explicó: ‘Que el agua blanda hasta la piedra acaba por vencer. Lo duro pierde’”. Bebió de las fuentes más antiguas del saber y trató de enseñarnos algunas cosas, no sólo de la vida, sino también, como hizo en El pequeño organón, del oficio del teatro.
Vuelvo la vista atrás, me convierto en el espectador que fui, que soy. Recuerdo La inevitable ascensión de Arturo Ui, que me descubrió a un certero José Carlos Plaza y a un extraordinario Fernando Sansegundo en el papel de Arturo Ui; El Señor Puntila y su criado Matti que tuvo a bien montar el Teatro de La Abadía y que protagonizaban Lluis Homar (sustituyendo a José Luis Gómez) y Pedro Casablanc (reciente ganador del Premio Caja España de Teatro Breve por su obra Fútbol –otro actor dramaturgo-); un montaje de Madre Coraje que hizo el Centro Andaluz de Teatro; un Galileo que dirigió con gran fortuna Santiago Sánchez; Los Horacios y Curiacios que montó La Abadía dirigida por Hernán Gené, director que utilizó el lenguaje del clown para su puesta en escena; La buena persona de Sezuán a cargo del Centro Dramático Nacional; y recientemente Ascensión y caída de la ciudad de Mahagony, dirigida por Mario Gas. Alguna se quedará en el tintero, pero caprichosa es la memoria. Al menos la mía.
Creyó firmemente en un teatro para el pueblo, del pueblo. Un teatro de lucha, de resistencia (teatro épico y didáctico). Trabajó sin descanso toda su vida llegando finalmente a fundar junto con su mujer, la actriz Helene Weigel, su propio teatro, el Berliner Ensemble, anclado en la Bertolt Brecht Platz, en Berlín. Era el año 1949 y desde entonces hasta nuestros días es un espacio y un centro de producción artística de referencia en toda Europa. Moriría, trabajando, siete años después, a los 58 años, una muerte que, a juzgar por uno de sus últimos escritos, debió de ser dulce y apacible: “Desde hace ya largo tiempo no he sentido miedo a la muerte. Pues no hay nada que pueda echar en falta si yo también falto. Ahora he conseguido que me agrade también dejar los mirlos a la espalda”.
Sus hijos le llamaban “Biddi”, pero nosotros le conocemos como Bertolt Brecht. Fue poeta, compositor de baladas, novelista, dramaturgo y director de teatro. A la manera de Shakespeare, recurría en ocasiones a obras antiguas más o menos conocidas de las que tomaba el argumento y algunos personajes y trabajaba sobre ellas para crear una nueva obra que conectase con el público de su época. Es el caso de La Ópera de Tres Centavos, que fue estrenada en el Teatro Schiffbauerdamm de Berlín en 1928, bajo la dirección de Theo Mackeben y que se basa en La ópera del pordiosero, compuesta por John Gay en 1728. Brecht trabajó en esta ocasión con el compositor Kurt Weill, estrecho colaborador del dramaturgo. Ahora es la compañía Atalaya la que recorre los escenarios con esta pieza. Lo hace con siete actores, siete músicos y 25 años de trayectoria a sus espaldas y le ha valido el premio El Público de las Artes Escénicas. En Santander recaló el 29 de noviembre dentro de la programación de la Muestra de Teatro Contemporáneo de este año. Una obra muy bienvenida que ha pasado ya por más de diez comunidades autónomas de nuestro país.
Mafias que trafican con la mendicidad, corrupción y pobreza son los ejes de esta ópera, temática que, lamentablemente, no suena demasiado alejada de nuestra realidad. Brecht, como todos lo grandes dramaturgos, incide en aquello que se encuentra en la naturaleza del hombre y que, por tanto, es eterno y universal. Está ambientada en el Londres más underground, pero es un escaparate de la corrupción social y política de la Alemania de los años 20. Y todo ello cabaretero, humorístico y musical, porque Brecht en ningún momento se olvida del primer punto de su organón: “El ‘teatro’ consiste en representar figuraciones vivas de acontecimientos humanos ocurridos o inventados, con el fin de divertir. Esto es, en todo caso, lo que damos por supuesto en este escrito, y tanto al hablar del teatro moderno como del antiguo”.
Aún nos queda mucho a nosotros, gente del teatro, que aprender de él. Supo combinar ideología, resistencia, educación y denuncia con lucidez, divertimento e ingenio. ¿O acaso no son suficientemente oscuros estos tiempos? Los periódicos siguen siendo sonoros y difíciles de doblar y están poblados de desventuras y atrocidades sufridas y cometidas por los seres humanos. Esos que el teatro intenta retratar. Esos que buscamos cuando nos sentamos en nuestra butaca. Tal vez pequemos de diletantismo o de derrotistas o de acomodaticios, o quizás el mercado impere en nuestros sueños, pero siempre podremos echar mano de esa imagen: la guitarra en ristre, un aire aventurero, las gafas redondas, la gorra de cuero y el puro encendido, enamorando oídos y miradas... Y seguir creyendo en el arte teatral como herramienta de formación y de transformación social.

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