EL CHICO DE LA CARNICERÍA

Sobre el montaje Borges+Goya de La Carnicería Teatro, en la Muestra de Teatro contemporáneo

por FRANCISCO VALCARCE

La clausura de la última edición de la Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo que organiza la Universidad de Cantabria junto a Caja Cantabria estuvo protagonizada por La Carnicería Teatro, compañía fundada y dirigida por Rodrigo García. Con la representación de Borges+Goya se cerró el programa de un proyecto que ha cumplido los dieciocho años de vida y que, una vez más, ha cubierto un hueco en el panorama cultural de la ciudad al acoger espectáculos escénicos que difícilmente encuentran acomodo en otras programaciones. Este año, el catálogo de montajes exhibidos mantuvo un equilibro al cincuenta por ciento entre producciones eminentemente gestuales enmarcadas en el terreno del teatro-danza, con protagonismo absoluto del cuerpo y el movimiento, y obras estrictamente textuales donde, con matizaciones, la palabra recuperaba su sitio en la escena. Esas precisiones se fundamentan en, por un lado, la personalidad musical de La ópera de tres centavos de Brecht, puesta en escena por la aclamada y veterana compañía andaluza Atalaya y, por otra parte, las peculiaridades del trabajo de La Carnicería que, junto al evidente peso del texto, surgen con presencia relevante otros elementos como el material audiovisual o las acciones desarrolladas por los intérpretes.
Independientemente de gustos particulares y de polémicas estériles, no cabe la menor duda de que Rodrigo García es una personalidad singular y excepcional del teatro español. Hijo de españoles, nace en 1964 en Buenos Aires y se traslada a Madrid en 1986, donde crea tres años más tarde La Carnicería Teatro (su primer trabajo fue el de ayudante de carnicero en el negocio familiar). Desde entonces, ha escrito y puesto en escena numerosísimas obras buscando una línea propia basada en la investigación y el alejamiento de las formas más convencionales, instaurando un estilo estético propio y un discurso ético comprometido, ambos considerados por muchos como radicales. A pesar de la indiferencia del sistema teatral imperante, del rechazo del mercado, de la incomprensión de un sector de la crítica, de las polémicas que levanta y del desprecio de buena parte del público, la realidad es que, con el transcurso del tiempo, el trabajo de Rodrigo García y su compañía ha tenido un extraordinario reconocimiento internacional, de tal modo que pueden considerarse como el emblema en el exterior de la vanguardia escénica española. Prueba de ello es que son reclamados por prestigiosos festivales, renombrados centros dramáticos y célebres instituciones teatrales del extranjero para presentar sus espectáculos y realizar nuevas producciones. Por ejemplo, García es el único autor en lengua castellana que ha estrenado varias obras en el Festival de Avignon, quizás el festival más importante del mundo, o que ha formado parte del famoso Festival de Otoño de París durante dos años seguidos; y recientemente ha vuelvo a formar parte de su programación.
Aunque las obras de García tienen entidad propia como productos literarios, lo cierto es que la importancia de su trabajo radica en la globalidad del espectáculo escénico donde texto, concepción teatral, escenografía y diseño del espacio sonoro conforman un conjunto total e integrador. En este sentido, hay que considerar a Rodrigo como un creador absoluto que aspira a plantear una obra donde lo transgresor y lo radical se convierten en marca de calidad, a través del desarrollo de un lenguaje escénico personal y distintivo dentro de las nuevas tendencias escénicas. El empleo de elementos no teatrales en sus espectáculos, la importancia de la música en cada montaje y su carácter, la singularidad de sus textos, la constante búsqueda de espacios escénicos sorprendentes en los que todo es “verdad” (rechaza la simulación: un suelo de césped es de hierba natural y no artificial) y una interpretación alejada de los modos convencionales, han hecho de La Carnicería Teatro una referencia inevitable cuando se habla de nuevos lenguajes escénicos.
Las influencias de las que se ha impregnado García son múltiples y variadas. Como escritor y dramaturgo, ha bebido en las fuentes de Samuel Beckett, Harold Pinter, Heiner Müller, Thomas Bernhard, Louis Ferdinand Cèline o Peter Handke, entre otros. Y el tratamiento plástico y visual que imprime a sus espectáculos tienen como referencia a artistas como Jenny Holzer, Bruce Nauman, Gary Hill, Bill Viola o Sol Lewitt. Sus obras, según propia definición del autor, son “una sugerencia para creadores y para lectores curiosos, compasivos y siempre en edad de merecer”, escritas “deliberadamente en libertad”, materiales para una “azarosa utilización ulterior”. Como creador escénico -en el conjunto inseparable de dramaturgo y director es como hay que considerarlo- propone una nueva estética (o anti-estética) desde la necesidad de reclamar una nueva ética. Para él, el teatro ha de funcionar como acción social y no como espectáculo. Puede parecer un contrasentido esta afirmación, puesto que sus productos son “espectáculos”, pero ya desde sus inicios, como ha escrito el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha y experto teatral José Antonio Sánchez, “García mostraba su alergia al espectáculo construido de acuerdo a los códigos convencionales y su convencimiento de que el formato espectacular era inadecuado para vehicular una propuesta artística”. La evolución artística de García la explica con precisión también J.A. Sánchez: “El texto tiene algo de programático, ya que la búsqueda del arte y del hombre conducirán a García a la experimentación de diversos modos de romper el formato teatral y desprenderse de las hipotecas de la construcción dramática... Su propuesta estaba muy próxima entonces de los espectáculos acumulativos propuestos por creadores como Elizabeth LeCompte con el Wooster Group o Reza Abdoh, quienes recurrían a la elaboración de redes textuales en las que se iban adhiriendo materiales de muy diversa procedencia, incluidas secuencias que tenían como objetivo primario afectar sensorialmente al espectador y desestructurar sus mecanismos perceptivos. Pero García, consecuente con su proyecto antiespectacular, se alejó conscientemente de ese equilibrio y en los años siguientes trató de cargar las tintas sobre lo brutal, en un intento de aproximarse a lo real por medio de la destrucción, la imaginación desenfrenada, el desprecio y la poesía de lo cotidiano”.
Lo que pudo verse en la Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, aún participando de las tesis habituales de Rodrigo García, es una rareza en su trayectoria. En un principio, no es la puesta en escena de un texto, sino que se trata de dos monólogos independientes y, por otra parte, están ausentes algunas de las constantes en su trabajo (violencia casi explícita, desnudos integrales, fisicidad interpretativa, acumulación de suciedad, comida convertida en basura, el escenario como vertedero...). En Borges+Goya, García dota a la palabra de un papel protagonista y, sin olvidar la esencia escénica, traslada la acción y lo físico a un plano secundario. Los críticos teatrales Susana Arbizu y Henri Belin opinan que “la voluntad de volver a centrarse en el mensaje textual y verbal denota el miedo del dramaturgo a que su trabajo sea percibido como un simple ciclo de performances donde la provocación y la desmesura se ven reducidas a un objeto de consumo espectacular para un público más fascinado por las salidas de tono de los actores y lo que éstos hacen en el escenario (meterse una salchicha por el culo, follar con unas zapatillas de deporte, tirar kilos y kilos de comida por el suelo, etc…) que por la reflexión política y existencial que conlleva una puesta en escena donde el exceso nunca es gratuito sino el reflejo de la violencia con la que el mercado del consumo atraviesa y aliena los cuerpos. La conciencia por parte del dramaturgo del peligro de convertirse en una pieza más del sistema espectacular -cuando no en una simple atracción pintoresca y extravagante, desprovista de cualquier tipo de peligrosidad social- le ha llevado a modificar el dispositivo escénico de sus montajes sin por ello dejar de mostrar su voluntad de seguir haciendo un teatro de combate”. Debe aclararse, no obstante, que esta cita crítica tenía validez en el momento del estreno de los dos monólogos ya que, conociendo los posteriores trabajos de La Carnicería Teatro, las opiniones de Arbizu y Belin son cuestionables al retomar García las particularidades estéticas que le han hecho célebre.
En las obras de Rodrigo suele haber, también, una reflexión sobre el papel que debe ejercer el artista en la sociedad y, en este sentido, Borges+Goya supone una vuelta de tuerca más en torno a ese discurso. Aparentemente (y lo dice el propio autor en el programa de mano) es difícil entender qué hacen juntas esas dos figuras. Ahora bien, si rascamos un poco el barniz externo, podemos intuir que son dos caras de una misma moneda y que se trata de dos geniales creadores que, con sus contradicciones, ocupan un lugar importante como referentes artísticos de García, tanto en los aspectos positivos (asumibles) como en los negativos (rechazables). “Borges” muestra un retrato implacable del narrador argentino, poniendo de relieve sus defectos cívicos y estableciendo, así, un puente entre la ceguera física y la que practicó frente a la dictadura militar de Videla. Algunos han querido ver en el personaje que monologa el texto un alter ego de García que expresa su fascinación por el escritor al tiempo que rechaza abiertamente al Borges ciudadano, denunciando su silencio cómplice. Como dice el director de La Carnicería Teatro: “Borges me enseñó que el amor a la obra de uno está por encima de salvar una vida ajena: me explicó la infamia, que en tantas obras había desaprobado”. En cierto modo, la obra de García es un proyecto desmitificador y liberador, como si de la mítica muerte del padre se tratara, algo que plasma con la intención de dinamitar la tumba del autor de El Aleph, mediante unas palabras tan terribles como cómicas: “Le dinamito la tumba AL VIEJO DE MANERA TAL QUE LOS RESTOS LLEGAN VOLANDO AL OBELISCO. Al obelisco es imposible: queda a tomar por culo, por el centro de Buenos Aires, es otro contineeeeeeeente! Y cae en la bombonera también, la cancha de Boca. La mitad fue a caer al lado del obelisco pero lo demás cayó en la puerta 7 de la Cancha de Boca: en el fondo Sur. Con la barra brava, los ultras. En la puerta siete está el puesto de los bocatas de chorizo, ¡los choripán! Caen encima de la parrilla los pedacitos podridos del viejo Borges y se lo zampan, se lo zampan en un choripán. El chorizo es a la brasa. Y la brasa son cenizas. ¡Toma cenizas! ¡Las del viejo Borges! ¡Esas sí que son cenizas! ¡Cágate, lo que más odiaba, el fútbol! ¡Y se lo zampan disfrutando del partido!”
El texto dedicado al pintor aragonés, cuyo título completo es Prefiero que me quite el sueño Goya a que me lo quite cualquier hijo de puta, puede presentarse como el contrapunto del retrato de Borges, pero García no quiere caer ahora en la mitificación. Si bien inicialmente hay una especie de homenaje a una las obras del pintor (Duelo a garrotazos) en la recreación que realiza en un video que sirve para unir los dos monólogos, el desarrollo posterior de la obra conduce a una invitación al disfrute de los cuadros de Goya por medio de una actitud ilegal, gamberra, delincuente. Surge así la voluntad transgresora de García denunciando la sacralización de la cultura, abogando por una invasión festiva y maleducada de sus templos desde la convicción de que al Museo del Prado -así lo dice el personaje- hay que acudir rompiendo los cristales y con una mochila repleta de droga, cerveza y bocadillos de tortilla.
Se ha apuntado ya la voluntad anti-espectacular de la puesta en escena, pero García no se resiste a dotar de una singularidad escénica a los personajes de los dos monólogos. Así, el relator de “Borges” (Juan Loriente) es un actor pintado de azul, con un aspecto entre diablo y extraterrestre que permanentemente riega el césped que sirve de suelo al espacio escénico. Una suerte de bufón endemoniado que no es de este mundo. Y “Goya” es interpretado por un actor (Gonzalo Cunill) vestido como la mascota del Atlético de Madrid. Un perdedor, en definitiva. A pesar de la aparente (¡cuánta apariencia hay en el teatro de García!) no-interpretación de los actores, de la extraña naturalidad anti-teatral, en el trabajo de los extraordinarios Loriente y Cunill hay un fortísimo compromiso con los personajes que requiere una implicación física y emocional mayor de lo que puede sugerir su tarea.
Este escrito estaría incompleto si no hubiera una mención expresa a Juan, vecino de las calles Rodríguez y Habana cuando su profesión le permite pasear por Santander. Un intérprete que, surgido del Aula de Teatro de la Universidad de Cantabria, ha construido una carrera que le ha llevado por todo el mundo de la mano de prestigiosos directores de escena, bailarines, coreógrafos y compañías de teatro como La Fura dels Baus, Elena Córdoba, Carlos Marqueríe (La Tartana Teatro y Compañía Lucas Cranach), La Ribot, o Matarile Teatro. Y, desde hace casi una década, forma parte del equipo de García revelándose como el actor que mejor refleja en escena la voluntad de aquel. Sin haber cortado un solomillo detrás de un mostrador, Juan Loriente es el otro chico de La Carnicería.

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