EN DANZA CON LAS PARADOJAS

Desventuras de la enseñanza de la danza en España

por MARÍA LUISA MARTÍN HORGA

Los escritos de danza que suelen llegar al lector están, generalmente, relacionados con la labor crítica que se produce tras un espectáculo o con la periodística previa al mismo. De esta manera, el apartado espectacular o recreativo de la danza -y, si hay suerte, el artístico- es el único referente que normalmente encuentra el ciudadano de a pie sobre esta materia. Poco se habla, en cambio, del papel de la danza en la educación, de las diferentes opciones formativas y del planteamiento de las enseñanzas artísticas de danza en nuestro país.
Por paradojas del destino, en España, donde no hay ninguna gran compañía de ballet, la última generación de bailarines clásicos ha sido brillante. Adoramos a nuestros bailarines famosos y enviamos a nuestros hijos -casi siempre hijas- a clases de danza con el sueño de que lleguen a convertirse en el próximo Ángel Corella, Lucía Lacarra o Tamara Rojo. Que conste que hemos mencionado sólo tres nombres de un numeroso grupo de artistas que comenzaron a gestarse en la Escuela de Ballet de Víctor Ullate y que son herederos directos del trabajo que iniciara María de Ávila en su estudio de Zaragoza.
También paradójico es el hecho de que ninguno (o casi ninguno, no vaya a ser que haya uno o dos) de los bailarines españoles que son estrellas en las compañías europeas y americanas de élite se haya formado en los Conservatorios Públicos o Centros Privados que el Ministerio o las Consejerías de Educación de diferentes Comunidades Autónomas han bendecido con la denominación de "profesionales" por todo el territorio. Los mencionados centros producen titulados que, en gran parte, ni saben ni quieren bailar y, por lo tanto, no demandan compañías profesionales de danza donde poder hacerlo. Para más despropósito estos jóvenes no son los consumidores o público habitual de danza; al menos en Cantabria, donde el público asiduo de danza excede sobradamente en edad al de los neotitulados.
¿Por qué se produce esta extraña situación? Porque los padres no estamos educados en el tema de las enseñanzas artísticas, de régimen especial, que ha cambiado notablemente en las últimas décadas, y porque la información que nos llega de los supuestos profesionales no siempre es desinteresada ni, mucho menos, profesional.
Al hilo de esta cuestión, recuerdo que hace no mucho tiempo asistí a una interesante charla en un Conservatorio Profesional de Música y escuché con horror que una de las mayores preocupaciones de los padres era la flexibilización de exigencias tanto horarias como del currículo “para que todos los alumnos pudieran sacarse el título”. Afortunadamente, el ponente insistió una y otra vez, aunque con mucho tacto, en lo absurdo de esta postura.
¿Mostró alguien algún interés por el nivel que iban a alcanzar los alumnos? En absoluto. ¿Estaban indignados por la falta de una orquesta que diera trabajo a sus hijos al concluir los estudios? Ni hablar. ¿Se palpó alguna preocupación por la competitividad de los futuros músicos españoles frente a sus colegas europeos -ni mencionar a los asiáticos o los procedentes de países del este- que opten por las mismas plazas en una orquesta? Nada de nada.
Por desgracia, observé planteamientos tan ilógicos como los que suelen darse en España sobre la formación profesional de danza. Aunque en nuestro caso, incomprensiblemente, no han sido los padres sino los profesores de algunos centros los más beligerantes. Así, ante los cambios legislativos que aumentaron las exigencias horarias, para mejorar la formación de los alumnos, e impusieron pruebas de acceso reduciendo el número de alumnos por grupo, incitaron las protestas de los iracundos padres que clamaban por el derecho a un título, ¡qué manía!, de bailarín -sin compañía- para sus vástagos.
La Escuela del Ballet Nacional de Canadá, que cuenta con más de 16 millones de dólares anuales de presupuesto, sólo admite en el programa de formación profesional a 50 nuevos alumnos cada año, y eso después de hacer audiciones en más de 20 ciudades y valorar a miles de niños y niñas. Obviamente hay mucha más afición, más practicantes de danza, más aspirantes, más compañías, y más espectadores en Norteamérica que en nuestro país. Pero hay tradición y las familias tienen suficiente conocimiento como para diferenciar las exigencias y objetivos de la formación profesional de la que no lo es. Así, evitan que se les engañe y exigen que no se les estafe ni en tiempo, ni en ilusiones imposibles, ni en lesiones aseguradas. En España, que is different, habrá miles de alumnos de danza “haciendo la carrera”... de verdad o de mentira (que esa es otra: muchos centros que no pueden impartir enseñanza profesional se han inventado diferentes “títulos” no oficiales, o sea falsos, que uno puede obtener presentándose a un montón de exámenes -¡acertaron!- previo pago de cuantiosas matrículas).
La cosa es aún más ridícula porque existe ya una Titulación Superior, que es la que habilita para la docencia, e incluso un Master Oficial que nos equiparan al resto de los países de la Unión Europea. Además, en estos Estudios Superiores se ingresa mediante prueba de acceso: mostrando talento, aliñado con muchas horas de trabajo detrás, y punto.
Más incomprensible resulta aún, que distintas entidades públicas se hayan cargado, como si de una epidemia se tratará y ante la más absoluta indiferencia de tanto aspirante al título de bailarín profesional, el Ballet de Zaragoza, el Ballet de Euskadi o el Ballet de Canarias, por no ser rentables, o viables, o vaya usted a saber qué estúpida justificación. Eso sí, no hay institución que se precie que no oferte clases de danza, por lo general, cuanto más cutres e inservibles mejor.
El mundo del revés. Triste, ¿no?

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