AQUILES Y SU ESCUDERO

El Victorial, obra casi olvidada de Gutierre Díaz de Games, recrea las andanzas de Pero Niño, Almirante de Castilla y Conde de Buelna, singular personaje de Cantabria con rasgos de personaje caballeresco y héroe griego al mismo tiempo.

por JAVIER FERNÁNDEZ RUBIO

Mitad caballero, mitad ladrón, almirante y pirata a la vez, intrépido, depredador y amante de las mujeres y de las formas galantes del asedio amoroso, don Pero Niño, almirante de Castilla y conde de Buelna, no sería uno más de los miles de vasallos aristócratas que toda monarquía deja tras de sí de no haber tenido a sus espaldas la figura fiel de su alférez y escribano, Gutierre Díaz de Games. Es por éste, y no tanto por su aguerrido señor, o más bien por la crónica que el primero hizo de las andanzas del segundo, El Victorial, por lo que hoy traemos aquí este fascinante capítulo de historia real y literaria que se gestó en un valle de Cantabria en el siglo XV y cuya aureola aventurera y literaria llega hasta estos días.
Si don Pero hubiera sido inglés o francés otro gallo le hubiera cantado. Habría museos y una ingente bibliografía dedicada a su existencia, incluso se hubiera hecho algún film sobre él. Sólo El Victorial, crónica de su existencia a caballo entre la novela de viajes y la novela de caballería, lo ha salvado del olvido.
Vaya por delante que don Pero era un hombre de su tiempo: es decir, rudo, caprichoso, acostumbrado a hacer de su capa un sayo. Su madre, Inés de Laso, fue nodriza de un rey, y por lo tanto su hijo fue hermano de leche del enfermizo Enrique III. A los 10 años le fue asignado un ayo que lo educó en las tareas propias de su clase. Consiguió manejar como ninguno la montura a caballo, la espada y demás instrumentos de muerte y el arte de la navegación y la emboscada. Dada su condición norteña, y de miembro de la corte castellana labró su futuro ofreciendo sus servicios al Rey, lo que técnicamente lo convertía en un corsario. Con el corso depredó las costas de Levante, las islas italianas, el Norte de África y, arriba y abajo por el Canal de La Mancha, la costa francesa e inglesa. Asoló Burdeos y Portland y al morir lo hizo convencido de haber visto desde su galera el mismísimo Londres, cosa que ni Napoleón soñó, si no fuera porque fue víctima de un engaño de sus cómitres y lo que contempló eran ciertamente los tejados de Southoumpton.
De todo esto trata El Victorial, que fue escrito a lo largo del primer tercio del siglo XV y que muy bien pudiera haber formado parte de la biblioteca caballeresca del ingenioso hidalgo don Quijote. A diferencia de éste, don Pero fue real; pero en consonancia con aquél, se sirvió de un fiel escudero que dio a la posteridad sus andanzas. Pero si con alguien, por más que ficticio, hubiera que compararlo no podría ser más que con Aquiles, el héroe troyano, con quien Pero Niño porfío en hazañas y destreza, de lo cual se tuvo noticia no sólo en la corte castellana, sino en la francesa, en donde causaba admiración. Fue allí, en plena Guerra de los Cien Años, porfiando con los flecheros del nada shakesperiano Enrique V, como don Pero completó su formación militar con los donaires de la naciente coquetería caballeresca. Al calor de las enseñazas de Jeannette de Bellangnes, el de Buelna alcanzó la condición de ducho guerrero en el ars amandi, de lo que fue fiel exponente a su vuelta a la macilenta y ascética corte castellana, a la que trajo botín de guerra y tesoro de la moda galante.
Hay en don Pero ecos quijotescos castellanos y mitológicos griegos, con su fiera estampa asaltando naves en llamas. Por semejarse fue, igual que el heleno, herido en el tendón correspondiente. Pero también es coetáneo espiritual de Garcilaso de la Vega, del que fue medio pariente y émulo en la alternancia de la pluma y la espada. De todo eso da cuenta el fiel Díaz de Games en su obra.

El Victorial

Esta obra (que puede encontrarse, por cierto, en edición de Rafael Beltrán Llavador, en Taurus) sería el único predio -quién lo pensaría allá por los albores del Renacimiento- que sobreviviría al señor de Buelna. Quedan, es cierto, una torre en el valle cántabro que le da nombre, lo que es pálido reflejo de la fortuna que llegó a amasar con sus rapacerías; y si hubiera que remembrar su tiempo habría que desplazarse a la santanderina Plaza Porticada y escarbar en su subsuelo para encontrarse con la muralla medieval que él debió de conocer, cuando desde los muelles no muy lejanos, base logística de la flota atlántica castellana, zarpaba con sus aguerridos hombres sin temerle a nada ni a nadie. Queda, está dicho, una torre, los restos “circunstaciales” de una muralla medieval y, sobre todo y por encima de todo, El Victorial, uno de cuyos primeros ejemplares descansa en las arcas de la Biblioteca Nacional.
La obra de don Gutierre se estructura en tres partes. La primera reconstruye primorosamente el linaje y los primeros años de vida de su amo, lo que hace siguiendo el patrón de los relatos míticos, en donde se presumen los rasgos futuros del héroe ya en sus primeros pasos. Primeras hazañas, así, matrimonio temprano y educación se conjugan con los detallados datos de su linaje -descendía de la casa real francesa de Anjou-, así como del contexto histórico en el que vino a un mundo en el que aún y humeaban los rescoldos de la guerra civil entre don Pedro y la casa de los Trastámara.
La segunda parte es mi preferida. Aquí se narran, con una evidente intención panfletaria y ánimo de dar publicidad a los hechos del héroe, las decenas de aventuras, a cual más osada y aguerrida, persiguiendo corsarios cristianos e infieles. Sus incursiones en el predio marsellés del Papa Luna o del sultán de Túnez, por no contar sus correrías por las costas del Canal de la Mancha, coaligado con la Armada francesa, conforman del cogollo de las que tal vez sean unas de las páginas de aventuras más curiosas y emocionantes que jamás se hayan escrito. Por su intención de publicitarse y explicarse recuerdan a Julio César o Jenofonte; por sus crónicas de viajes, a Marco Polo; y por su inconfundible bouquet caballeresco y un punto naïf, a las novelas de caballería y al propio Quijote.
La tercera parte es más larga en el tiempo y más desigual. Narra las últimas décadas en la vida del almirante castellano, que dedicó a acrecentar su fortuna y litigar con el rey Juan, el cual, dada la envergadura de su porfiador vasallo, no tuvo más remedio que concederle el título de conde. La campaña granadina, sus amoríos con Beatriz de Portugal y los últimos años de existencia (1443-1446) son las piezas con las que Gutierre Díaz de Games cierra su obra. Estos episodios son narrados de manera deshilvanada y como a la carrera, lo que siendo un defecto que resta unidad al conjunto, aportan vivacidad a un relato que se prolonga a lo largo de décadas y en donde los autores, al tiempo sus protagonistas, van envejeciendo y transmutándose.
No resulta extraño que en la sepultura de tan gran hombre tuviera continuidad el título de su fiel vasallo. Dice así: “Aquí yace D. Pero Niño, Conde de Buelna, el cual, por la misericordia de Dios, fue siempre vencedor y nunca vencido por mar e por tierra”. Lo cual no es mal epitafio y colofón de vida y obra de uno de los personajes históricos más fascinantes y más olvidados salidos de tierras de los cántabros.

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