.
Santander, 1976. Premios y obra: Los nuevos de Alfaguara (1993, por Psique), Excmo. Ayto. de Camargo (1994, por Visiones), José Hierro (2002, por La foto que faltaba), Agustín Gómez-Arcos (2002, por Los muertos no caminan), Universidad de Cantabria (2002, por Pleamar de trigo), Lituma de Cuento (2004, por Consuelo en la luna), Jóvenes Talentos Booket (2005, por Regreso al bosque).
.
Próximamente aparecerá El hombre divergente, antología de relatos publicados e inéditos.
Jaime tiene nueve años. Es moreno y regordete –demasiadas palmeras de chocolate entre horas–, con el pelo en punta y gafas de culo de vaso que en el colegio le han hecho acreedor del sobrenombre de “Jafotas”. Cada día, en los descansos, Eduardo, Manuel y Luis corean a voz en grito el mote mientras le golpean en el rostro con los borradores ante el resto de la clase, que aplaude o se mantiene indiferente.
Las navidades pasadas les pidió a los Reyes Magos un videojuego para la PlayStation, una maqueta para montar como las de papá y unas gafas nuevas armadas con rayos láser. Escribió los deseos en una hoja en blanco en la que previamente había marcado los renglones con ayuda de una regla. Cuando terminó, dibujó estrellas de colores en los márgenes, un abeto al pie e introdujo la carta en un sobre para envíos aéreos. Un paje le fotografió en el momento exacto en que se lo entregaba al Rey Gaspar. En la instantánea, Jaime aparece con el brazo extendido y una mueca de profundo asombro en el rostro. Aparece también Gaspar, cuya barba postiza comenzaba a despegarse dejando a la vista la curva de una mejilla lampiña surcada de venitas rojas.
Casi un año ha pasado desde entonces. El videojuego languidece en un cajón, la maqueta adorna una de las estanterías de su cuarto y sus gafas siguen siendo unas gafas corrientes, incapaces de fulminar a nadie. Aún come palmeras de chocolate –que por alguna razón le saben tan dulces como amargas–, aún se esconde en los recreos y por supuesto no ha olvidado lo que vio bajo la barba postiza en aquel centro comercial las navidades pasadas. La semilla de la sospecha no ha germinado todavía, pero lo hará en breve.
En estos momentos, la señorita Mari Carmen está explicando en el encerado los números quebrados. Jaime, incapaz de comprenderlos, mordisquea el metal que sujeta la goma de borrar en el extremo del lapicero. No es el único que se aburre. Maite y Elena, que se sientan justo delante de él están cuchicheando. Jaime se inclina hacia delante para escucharlas.
–… moneda de dos euros –dice en ese momento Elena mostrándole a su amiga el nuevo hueco en su sonrisa. A Jaime le parece guapa a pesar de las gafas, o quizá precisamente por ellas.
–Pero qué boba eres –replica Maite–. No me lo puedo creer.
–¿El qué?
–Que todavía te tragues la bola del Ratoncito Pérez, eso.
–¿Qué pasa con el Ratoncito Pérez?
–¿Qué va a ser? Que no existe.
–Tú sí que eres boba. Claro que existe.
–No, no existe. Son los padres.
–¿Cómo van a ser los padres? Nos despertarían al coger el diente de debajo de la almohada. El Ratoncito puede hacerlo sin despertarnos porque tiene las manos diminutas.
–Puf… lo que tú digas. Pero mi hermano…
–Tu hermano es tonto.
–A ti lo que te pasa es que te gusta mi hermano…
Maite y Elena dejan de hablar y vuelven a mirar hacia el encerado, pero Jaime no necesita escuchar más. Ha comprendido que lo que acaba de decir Maite es cierto. Todo encaja. Dos y dos son cuatro; si arrojas una piedra al aire, la piedra cae; el Ratoncito Pérez son los padres. Todo forma parte de lo mismo. La verdad penetra en su mente, y Jaime comienza a explorar los rincones que esa nueva luz ilumina. Si el Ratoncito Pérez son los padres, lo mismo cabe decir de Papá Noel y, por supuesto, los Reyes Magos. También ellos son los padres. Ahora entiende el porqué de la barba postiza de Gaspar en el centro comercial el año pasado. Con la piel de gallina bajo el jersey, Jaime analiza todas las mentiras que han adornado su infancia. Si Pérez, Noel y los Reyes Magos no existen, ¿por qué ha de existir el Ángel de la Guarda? Y una vez aceptado que el Ángel de la Guarda es una patraña, una de tantas fábulas transmitidas de padres a hijos, ¿qué libra de la misma suerte al resto de las huestes celestiales? Ángeles, arcángeles, querubines, serafines… todo falso, comprende Jaime. Y así, llega pronto al corolario ineludible. Jaime se queda de piedra cuando comprende la verdad. La verdad completa. La VERDAD con mayúsculas. Se saca el lapicero de la boca y, con un escalofrío, escribe en el pupitre: DIOS SON LOS PADRES.
* * *
Pasan las semanas. Jaime se siente vez más convencido de estar en lo cierto. La naturaleza divina de sus padres gravita constantemente en su cabeza, cuando se levanta, cuando se despide de su madre con un beso antes de salir al colegio, cuando se acuesta. Ahora entiende por qué su madre siempre sabe cuándo ha hecho una travesura, aunque no le esté mirando. Ella nunca se cansa de decir que tiene ojos en la nuca, pero la auténtica razón –¡cómo no se habrá dado cuenta antes!– es que sus padres son omniscientes, omnipotentes. No hay nada que ellos no sepan, nada que no puedan hacer si se lo proponen. Y él es su hijo.
Es esta fe la que lo vuelve confiado. Jaime ya no se esconde en los urinarios cuando suena la sirena del recreo, ni procura pasar desapercibido entre clase y clase. En el fondo lo que desea es que alguno de los matones se acerque a él para poder así plantarle cara. Pero eso no llega a suceder, porque los camorristas de la clase, que de todas formas ya estaban un poco hartos del Jafotas, tan fofo y torpón, la emprenden ahora con Borja, un chico de aspecto delicado que se sienta en la quinta fila. Le llaman “comemierda”, le llaman “chupapollas”, le llaman “maricón” y se mueren de risa cuando le bajan de un tirón los pantalones y las niñas gritan al ver el pequeño pene replegado sobre sí mismo como una tortuga que tratara de esconder la cabeza en el caparazón.
Cada vez que Jaime ve cómo humillan a su compañero, le hierve la sangre. No es que hayan tenido excesivo trato, pero en una ocasión le pidió ayuda en un examen y Borja giró su hoja para que pudiera copiar las respuestas. Sólo por eso Jaime –a quien no le sobran los amigos– lo considera casi íntimo. Le resulta particularmente insufrible la idea de que los padres de Borja, tan omniscientes y omnipotentes como los suyos, no impidan los maltratos de que es objeto su hijo día sí, día también. Si los suyos hicieran lo mismo, piensa, se volvería loco.
Por eso cuando, esta mañana, a falta de cinco minutos para el fin del recreo, ve cómo Eduardo, Manuel y Luis se están ensañando de nuevo con él, decide tomar cartas en el asunto. Furioso, emprende la carrera desde el portalón del colegio hasta ellos, que ríen mientras sostienen a Borja en volandas, Eduardo sujetándolo por los sobacos y Manuel y Luis por una pierna cada uno frente a una de las farolas que bordean el campo de futbito. Borja pide auxilio, pero sin demasiado ahínco. No es la primera vez que le hacen la carretilla.
Jaime trata de imprimir mayor velocidad a sus piernas, pero sabe que el esfuerzo será en vano. No llegará a tiempo.
–¡A la de una! –grita Eduardo, y él y sus compañeros hacen oscilar el cuerpo de Borja hacia la farola–. ¡A la de dos! ¡Y a la de… tres!
Eduardo suelta su presa al mismo tiempo que Manuel y Luis tiran salvajemente de las piernas hacia delante. El liviano cuerpo de Borja vuela por los aires hasta que el mástil de la farola lo detiene en seco al chocar con su entrepierna. Borja queda tendido en el suelo, llorando. Eduardo se dispone a sacarle una foto con el móvil, pero algo se interpone entre la lente y el bulto gimoteante al que ha quedado reducido su víctima.
–Ya está bien –jadea Jaime alzando una mano–. Dejadlo en paz.
Eduardo se lo queda mirando con incredulidad. En el colegio suena la sirena. Se acabó el recreo. Manuel y Luis vuelven corriendo a clase. Cada uno atesora dos faltas de comportamiento; una más y los expulsarán durante una semana. Eduardo, que sólo tiene una, guarda el móvil en el bolsillo y mira al Jafotas a los ojos.
–Tú eres gilipollas o qué te pasa. ¿Quieres recibir también?
Jaime traga saliva.
–Que lo dejes en paz.
Eduardo le propina un empujón. Jaime tropieza con el cuerpo de Borja y cae al suelo. Cuando trata de levantarse descubre que no puede moverse. Tiene a Eduardo sentado sobre él, cogiéndole de las muñecas.
–Suéltame. Suéltame si no quieres que…
–Si no quiero qué –pregunta, zumbón, Eduardo, y le arrea una bofetada. La palma de la mano resuena al golpear la mejilla, que comienza a enrojecer. Jaime trata de moverse, pero antes de que se dé cuenta vuelve a tener las manos inmovilizadas. Eduardo lo abofetea de nuevo. Las gafas salen volando–. Si no quiero qué, ¿eh?
“Mamá, papá –piensa con todas sus fuerzas Jaime y trata de enviar el mensaje hasta casa, donde su madre estará planchando o preparando la comida–. Mamá, papá, por favor, sé que me estáis escuchando, sé que estáis viendo esto, conozco vuestro secreto, haced algo”. Espera recibir pronto una respuesta, tal vez en forma de rayo surgido milagrosamente del cielo despejado, o al menos sentir cómo el suelo tiembla bajo su espalda, señal de que sus padres y los de Eduardo están luchando en esos momentos, pero lo único que obtiene es otra bofetada. Sus mejillas arden. Al girar la cabeza por efecto del golpe descubre que Borja ha huido. No queda nadie en el patio. Están solos. Eduardo y él.
“Mamá, papá… ¿me oís? Mamá, papá…”
Pero nada ocurre, no obtiene respuesta, y ahora Eduardo ya no se limita a abofetearlo sino que lo golpea con el puño cerrado, se ensaña con el gordo que ha olvidado cuál es su lugar en el mundo. Al cabo de unos minutos se pone en pie, pero sólo para patear con fuerza la entrepierna del Jafotas y salir corriendo a clase.
Jaime da un tumbo. Una oleada de dolor estalla en sus pelotas, trepa por el vientre, desciende por los muslos, lo inunda todo. Eduardo se va por fin, y Jaime queda solo hecho un ovillo en el hormigón, sin aliento, con las manos entre los muslos apretando lo que en ese momento le parece el centro doliente del universo, lloriqueando, pensando una y otra vez, una y otra vez: “Mamá, papá, ¿por qué me habéis abandonado?”
* * *
El dolor tarda diez minutos en remitir, pero incluso entonces no desaparece, sino que perdura como un rumor sordo y desagradable en el escroto. Además le arden las mejillas y siente un pinchazo molesto en el costado cuando cambia de posición. Con movimientos lentos y cuidadosos Jaime se arrodilla, coge las gafas del suelo y, tras constatar que no se han roto, vuelve a ponérselas. El patio está vacío. Un viento gélido amontona las últimas hojas de octubre contra los muros de la escuela. Remetiendo el faldón de la camisa en el pantalón, camina hacia la puerta, entra en el edificio principal del colegio y sube por la escaleras hasta el segundo piso. Una vez allí, avanza hasta su clase por el pasillo pintado de un verde bilioso.
Cuando abre la puerta –después de dar dos golpes con los nudillos y escuchar el seco “adelante” de la señorita Mari Carmen–, se encuentra con treinta pares de ojos que lo observan fijamente. La profesora lo espera en la tarima con los brazos en jarras. Durante cinco minutos lo sermonea por llegar tarde. Jaime aguanta el chaparrón en pie frente a ella, sin mover un solo músculo. Cuando la profesora da por terminada la charla, le apunta una falta de comportamiento y lo envía a su asiento.
Maite y Elena ríen por lo bajo cuando lo ven acercarse cojeando. Jaime las rebasa, llega a su pupitre, mueve la silla con cuidado de no hacer ruido y se sienta. Su mesa está junto al radiador, bajo la ventana, y hace un calor horrible. Le pican los ojos y se siente como si toda su piel ardiera.
Por dentro, sin embargo, está helado.
* * *
Cuando terminan las clases, Jaime recoge sus cosas y sale del colegio. El viento ha arreciado y arrastra ahora envoltorios de plástico calle abajo. Jaime avanza con la barbilla hincada en el pecho, sin mirar a un lado y otro al cruzar la calle. Varios coches hacen sonar sus bocinas tras detenerse milagrosamente a escasos centímetros de sus rodillas, pero Jaime no gira la cabeza ni aprieta el paso. Le sigue doliendo el costado, y en las mejillas, donde lo abofeteó Eduardo, lo que sólo eran rojeces cuando entró clase están tornando ya en morados.
Su madre grita al verlo entrar en la cocina. Tiene puesto el delantal y las manos manchadas de harina porque ha estado haciendo croquetas de bacalao, las favoritas de Jaime. Sus dedos dejan rastros blancos en el anorak de su hijo mientras lo abraza y le pregunta una y otra vez qué le ha pasado, quién le ha hecho eso. Jaime se queda quieto, silencioso, sin llorar, sin responder, sin devolver el abrazo de su madre. “Demasiado bien lo sabes –piensa–, ¿por qué finges ahora? ¿A quién pretendes engañar?”
Su madre le besa los moretones del rostro, incapaz de contener las lágrimas. Cuando al poco rato su padre llega del trabajo, se queda inmóvil en la puerta de la cocina contemplando la escena. Le pregunta quién le ha hecho eso, cómo se metió en una pelea, quién, si puede saberse, empezó la pelea. Todo muy serio, sin soltar el maletín que pende de su mano diestra como un escarabajo muerto. Jaime escucha cada pregunta en silencio, frío como el hielo.
Por último su padre lo manda a la habitación para que piense en lo que ha sucedido, para que haga memoria hasta que se considere capaz de hacer un relato ordenado de los hechos. Jaime aprieta la mandíbula, agacha la cabeza y sale de la cocina. Ya en su habitación, se deja caer boca arriba sobre el cobertor de la cama.
Pasan los minutos, largos como horas. Jaime piensa. Piensa hasta que le duele la cabeza y los ojos parecen querer escapar de las órbitas, pero por más que piensa bajo las estrellas de plástico fosforescente pegadas al techo, no acierta a comprenderlo. No acierta a comprender por qué sus padres no hicieron nada, por qué no impidieron que el estúpido de Eduardo le hiciera picadillo, por qué ni siquiera lo intentaron.
Y así pasan las horas, largas como días. Cae la tarde al otro lado del cristal. En la calle, las farolas iluminan las copas de lo chopos. Los perros ladran en las laderas del valle. Los coches zumban al pasar bajo la ventana. Sus padres discuten en el salón, a dos tabiques de distancia. Las palabras llegan amortiguadas, ininteligibles, pero Jaime sabe de qué están hablando. Claro que lo sabe.
Y dan las siete. Y dan las ocho. Y dan las nueve.
Su madre aparece a las nueve y veinte, con una pirámide de croquetas de bacalao haciendo equilibrios en un plato llano y media docena de preguntas que Jaime se niega a responder.
Y dan las diez. Y dan las once. A las once y media es su padre quien abre la puerta de la habitación, enciende la lámpara con forma de sol que cuelga del techo –las estrellas fosforescentes se apagan: el truco de magia más viejo del mundo– y se sienta a su lado en la cama. No dice nada. Sólo acaricia el pelo de Jaime, que se ha dado la vuelta y, de costado, le da la espalda con la mirada fija en la pared.
Lo acaricia durante un rato pero por último se va, y vuelve a apagar la luz y vuelven a brillar, frías y falsas, las estrellas de plástico en lo alto. Jaime no se gira de nuevo para quedar boca arriba. Deja que pasen los minutos sin moverse, prestando atención únicamente al nudo que siente en las tripas, ese nudo que no es sólo producto del hambre –el platillo con las croquetas permanece intacto sobre la mesita de noche, donde su madre lo dejó– sino de las ganas de gritar, gritar con todas sus fuerzas, gritar hasta escupir la garganta por la boca, gritar hasta volverse del revés como un calcetín sudado después de gimnasia. Pero no lo hace. Se queda quieto, sin mover un músculo, manteniendo a raya ese monstruo, ese pequeño monstruo voraz que habita sus tripas.
* * *
En el reloj del salón suena la campanada solitaria de la una, después la de la una y media. A las dos de la mañana, Jaime se levanta.
Tiene los ojos inyectados en sangre. Ha estado llorando las dos últimas horas, pero no ha obtenido desahogo alguno del llanto, sino tan solo un sabor a sangre y arcilla en el paladar y una fría determinación.
Silenciosamente, gira la puerta de su cuarto y baja las escaleras hasta el garaje. Al rato, vuelve a subir y, descalzo, entra en la habitación de sus padres.
Están dormidos.
* * *
Media hora después, con el pijama pegajoso y las manos sucias, Jaime saca de la despensa una de las cajas con palmeras de chocolate que reservaba su madre para el desayuno de los domingos. Con ella bajo el brazo, vuelve a la habitación de sus padres, pone la calefacción al máximo, se encarama a los pies de la cama de matrimonio y se queda allí sentado con las piernas cruzadas, mordisqueando cada palmera de la caja despacio, muy despacio, porque han de durar.
En ningún momento pierde de vista el cúter que utilizaba su padre cuando trabajaba en sus maquetas. Lo tiene al alcance de la mano, por si vuelve a necesitarlo.
Por si al tercer día les da por resucitar.
Jaime tiene nueve años. Es moreno y regordete –demasiadas palmeras de chocolate entre horas–, con el pelo en punta y gafas de culo de vaso que en el colegio le han hecho acreedor del sobrenombre de “Jafotas”. Cada día, en los descansos, Eduardo, Manuel y Luis corean a voz en grito el mote mientras le golpean en el rostro con los borradores ante el resto de la clase, que aplaude o se mantiene indiferente.
Las navidades pasadas les pidió a los Reyes Magos un videojuego para la PlayStation, una maqueta para montar como las de papá y unas gafas nuevas armadas con rayos láser. Escribió los deseos en una hoja en blanco en la que previamente había marcado los renglones con ayuda de una regla. Cuando terminó, dibujó estrellas de colores en los márgenes, un abeto al pie e introdujo la carta en un sobre para envíos aéreos. Un paje le fotografió en el momento exacto en que se lo entregaba al Rey Gaspar. En la instantánea, Jaime aparece con el brazo extendido y una mueca de profundo asombro en el rostro. Aparece también Gaspar, cuya barba postiza comenzaba a despegarse dejando a la vista la curva de una mejilla lampiña surcada de venitas rojas.
Casi un año ha pasado desde entonces. El videojuego languidece en un cajón, la maqueta adorna una de las estanterías de su cuarto y sus gafas siguen siendo unas gafas corrientes, incapaces de fulminar a nadie. Aún come palmeras de chocolate –que por alguna razón le saben tan dulces como amargas–, aún se esconde en los recreos y por supuesto no ha olvidado lo que vio bajo la barba postiza en aquel centro comercial las navidades pasadas. La semilla de la sospecha no ha germinado todavía, pero lo hará en breve.
En estos momentos, la señorita Mari Carmen está explicando en el encerado los números quebrados. Jaime, incapaz de comprenderlos, mordisquea el metal que sujeta la goma de borrar en el extremo del lapicero. No es el único que se aburre. Maite y Elena, que se sientan justo delante de él están cuchicheando. Jaime se inclina hacia delante para escucharlas.
–… moneda de dos euros –dice en ese momento Elena mostrándole a su amiga el nuevo hueco en su sonrisa. A Jaime le parece guapa a pesar de las gafas, o quizá precisamente por ellas.
–Pero qué boba eres –replica Maite–. No me lo puedo creer.
–¿El qué?
–Que todavía te tragues la bola del Ratoncito Pérez, eso.
–¿Qué pasa con el Ratoncito Pérez?
–¿Qué va a ser? Que no existe.
–Tú sí que eres boba. Claro que existe.
–No, no existe. Son los padres.
–¿Cómo van a ser los padres? Nos despertarían al coger el diente de debajo de la almohada. El Ratoncito puede hacerlo sin despertarnos porque tiene las manos diminutas.
–Puf… lo que tú digas. Pero mi hermano…
–Tu hermano es tonto.
–A ti lo que te pasa es que te gusta mi hermano…
Maite y Elena dejan de hablar y vuelven a mirar hacia el encerado, pero Jaime no necesita escuchar más. Ha comprendido que lo que acaba de decir Maite es cierto. Todo encaja. Dos y dos son cuatro; si arrojas una piedra al aire, la piedra cae; el Ratoncito Pérez son los padres. Todo forma parte de lo mismo. La verdad penetra en su mente, y Jaime comienza a explorar los rincones que esa nueva luz ilumina. Si el Ratoncito Pérez son los padres, lo mismo cabe decir de Papá Noel y, por supuesto, los Reyes Magos. También ellos son los padres. Ahora entiende el porqué de la barba postiza de Gaspar en el centro comercial el año pasado. Con la piel de gallina bajo el jersey, Jaime analiza todas las mentiras que han adornado su infancia. Si Pérez, Noel y los Reyes Magos no existen, ¿por qué ha de existir el Ángel de la Guarda? Y una vez aceptado que el Ángel de la Guarda es una patraña, una de tantas fábulas transmitidas de padres a hijos, ¿qué libra de la misma suerte al resto de las huestes celestiales? Ángeles, arcángeles, querubines, serafines… todo falso, comprende Jaime. Y así, llega pronto al corolario ineludible. Jaime se queda de piedra cuando comprende la verdad. La verdad completa. La VERDAD con mayúsculas. Se saca el lapicero de la boca y, con un escalofrío, escribe en el pupitre: DIOS SON LOS PADRES.
* * *
Pasan las semanas. Jaime se siente vez más convencido de estar en lo cierto. La naturaleza divina de sus padres gravita constantemente en su cabeza, cuando se levanta, cuando se despide de su madre con un beso antes de salir al colegio, cuando se acuesta. Ahora entiende por qué su madre siempre sabe cuándo ha hecho una travesura, aunque no le esté mirando. Ella nunca se cansa de decir que tiene ojos en la nuca, pero la auténtica razón –¡cómo no se habrá dado cuenta antes!– es que sus padres son omniscientes, omnipotentes. No hay nada que ellos no sepan, nada que no puedan hacer si se lo proponen. Y él es su hijo.
Es esta fe la que lo vuelve confiado. Jaime ya no se esconde en los urinarios cuando suena la sirena del recreo, ni procura pasar desapercibido entre clase y clase. En el fondo lo que desea es que alguno de los matones se acerque a él para poder así plantarle cara. Pero eso no llega a suceder, porque los camorristas de la clase, que de todas formas ya estaban un poco hartos del Jafotas, tan fofo y torpón, la emprenden ahora con Borja, un chico de aspecto delicado que se sienta en la quinta fila. Le llaman “comemierda”, le llaman “chupapollas”, le llaman “maricón” y se mueren de risa cuando le bajan de un tirón los pantalones y las niñas gritan al ver el pequeño pene replegado sobre sí mismo como una tortuga que tratara de esconder la cabeza en el caparazón.
Cada vez que Jaime ve cómo humillan a su compañero, le hierve la sangre. No es que hayan tenido excesivo trato, pero en una ocasión le pidió ayuda en un examen y Borja giró su hoja para que pudiera copiar las respuestas. Sólo por eso Jaime –a quien no le sobran los amigos– lo considera casi íntimo. Le resulta particularmente insufrible la idea de que los padres de Borja, tan omniscientes y omnipotentes como los suyos, no impidan los maltratos de que es objeto su hijo día sí, día también. Si los suyos hicieran lo mismo, piensa, se volvería loco.
Por eso cuando, esta mañana, a falta de cinco minutos para el fin del recreo, ve cómo Eduardo, Manuel y Luis se están ensañando de nuevo con él, decide tomar cartas en el asunto. Furioso, emprende la carrera desde el portalón del colegio hasta ellos, que ríen mientras sostienen a Borja en volandas, Eduardo sujetándolo por los sobacos y Manuel y Luis por una pierna cada uno frente a una de las farolas que bordean el campo de futbito. Borja pide auxilio, pero sin demasiado ahínco. No es la primera vez que le hacen la carretilla.
Jaime trata de imprimir mayor velocidad a sus piernas, pero sabe que el esfuerzo será en vano. No llegará a tiempo.
–¡A la de una! –grita Eduardo, y él y sus compañeros hacen oscilar el cuerpo de Borja hacia la farola–. ¡A la de dos! ¡Y a la de… tres!
Eduardo suelta su presa al mismo tiempo que Manuel y Luis tiran salvajemente de las piernas hacia delante. El liviano cuerpo de Borja vuela por los aires hasta que el mástil de la farola lo detiene en seco al chocar con su entrepierna. Borja queda tendido en el suelo, llorando. Eduardo se dispone a sacarle una foto con el móvil, pero algo se interpone entre la lente y el bulto gimoteante al que ha quedado reducido su víctima.
–Ya está bien –jadea Jaime alzando una mano–. Dejadlo en paz.
Eduardo se lo queda mirando con incredulidad. En el colegio suena la sirena. Se acabó el recreo. Manuel y Luis vuelven corriendo a clase. Cada uno atesora dos faltas de comportamiento; una más y los expulsarán durante una semana. Eduardo, que sólo tiene una, guarda el móvil en el bolsillo y mira al Jafotas a los ojos.
–Tú eres gilipollas o qué te pasa. ¿Quieres recibir también?
Jaime traga saliva.
–Que lo dejes en paz.
Eduardo le propina un empujón. Jaime tropieza con el cuerpo de Borja y cae al suelo. Cuando trata de levantarse descubre que no puede moverse. Tiene a Eduardo sentado sobre él, cogiéndole de las muñecas.
–Suéltame. Suéltame si no quieres que…
–Si no quiero qué –pregunta, zumbón, Eduardo, y le arrea una bofetada. La palma de la mano resuena al golpear la mejilla, que comienza a enrojecer. Jaime trata de moverse, pero antes de que se dé cuenta vuelve a tener las manos inmovilizadas. Eduardo lo abofetea de nuevo. Las gafas salen volando–. Si no quiero qué, ¿eh?
“Mamá, papá –piensa con todas sus fuerzas Jaime y trata de enviar el mensaje hasta casa, donde su madre estará planchando o preparando la comida–. Mamá, papá, por favor, sé que me estáis escuchando, sé que estáis viendo esto, conozco vuestro secreto, haced algo”. Espera recibir pronto una respuesta, tal vez en forma de rayo surgido milagrosamente del cielo despejado, o al menos sentir cómo el suelo tiembla bajo su espalda, señal de que sus padres y los de Eduardo están luchando en esos momentos, pero lo único que obtiene es otra bofetada. Sus mejillas arden. Al girar la cabeza por efecto del golpe descubre que Borja ha huido. No queda nadie en el patio. Están solos. Eduardo y él.
“Mamá, papá… ¿me oís? Mamá, papá…”
Pero nada ocurre, no obtiene respuesta, y ahora Eduardo ya no se limita a abofetearlo sino que lo golpea con el puño cerrado, se ensaña con el gordo que ha olvidado cuál es su lugar en el mundo. Al cabo de unos minutos se pone en pie, pero sólo para patear con fuerza la entrepierna del Jafotas y salir corriendo a clase.
Jaime da un tumbo. Una oleada de dolor estalla en sus pelotas, trepa por el vientre, desciende por los muslos, lo inunda todo. Eduardo se va por fin, y Jaime queda solo hecho un ovillo en el hormigón, sin aliento, con las manos entre los muslos apretando lo que en ese momento le parece el centro doliente del universo, lloriqueando, pensando una y otra vez, una y otra vez: “Mamá, papá, ¿por qué me habéis abandonado?”
* * *
El dolor tarda diez minutos en remitir, pero incluso entonces no desaparece, sino que perdura como un rumor sordo y desagradable en el escroto. Además le arden las mejillas y siente un pinchazo molesto en el costado cuando cambia de posición. Con movimientos lentos y cuidadosos Jaime se arrodilla, coge las gafas del suelo y, tras constatar que no se han roto, vuelve a ponérselas. El patio está vacío. Un viento gélido amontona las últimas hojas de octubre contra los muros de la escuela. Remetiendo el faldón de la camisa en el pantalón, camina hacia la puerta, entra en el edificio principal del colegio y sube por la escaleras hasta el segundo piso. Una vez allí, avanza hasta su clase por el pasillo pintado de un verde bilioso.
Cuando abre la puerta –después de dar dos golpes con los nudillos y escuchar el seco “adelante” de la señorita Mari Carmen–, se encuentra con treinta pares de ojos que lo observan fijamente. La profesora lo espera en la tarima con los brazos en jarras. Durante cinco minutos lo sermonea por llegar tarde. Jaime aguanta el chaparrón en pie frente a ella, sin mover un solo músculo. Cuando la profesora da por terminada la charla, le apunta una falta de comportamiento y lo envía a su asiento.
Maite y Elena ríen por lo bajo cuando lo ven acercarse cojeando. Jaime las rebasa, llega a su pupitre, mueve la silla con cuidado de no hacer ruido y se sienta. Su mesa está junto al radiador, bajo la ventana, y hace un calor horrible. Le pican los ojos y se siente como si toda su piel ardiera.
Por dentro, sin embargo, está helado.
* * *
Cuando terminan las clases, Jaime recoge sus cosas y sale del colegio. El viento ha arreciado y arrastra ahora envoltorios de plástico calle abajo. Jaime avanza con la barbilla hincada en el pecho, sin mirar a un lado y otro al cruzar la calle. Varios coches hacen sonar sus bocinas tras detenerse milagrosamente a escasos centímetros de sus rodillas, pero Jaime no gira la cabeza ni aprieta el paso. Le sigue doliendo el costado, y en las mejillas, donde lo abofeteó Eduardo, lo que sólo eran rojeces cuando entró clase están tornando ya en morados.
Su madre grita al verlo entrar en la cocina. Tiene puesto el delantal y las manos manchadas de harina porque ha estado haciendo croquetas de bacalao, las favoritas de Jaime. Sus dedos dejan rastros blancos en el anorak de su hijo mientras lo abraza y le pregunta una y otra vez qué le ha pasado, quién le ha hecho eso. Jaime se queda quieto, silencioso, sin llorar, sin responder, sin devolver el abrazo de su madre. “Demasiado bien lo sabes –piensa–, ¿por qué finges ahora? ¿A quién pretendes engañar?”
Su madre le besa los moretones del rostro, incapaz de contener las lágrimas. Cuando al poco rato su padre llega del trabajo, se queda inmóvil en la puerta de la cocina contemplando la escena. Le pregunta quién le ha hecho eso, cómo se metió en una pelea, quién, si puede saberse, empezó la pelea. Todo muy serio, sin soltar el maletín que pende de su mano diestra como un escarabajo muerto. Jaime escucha cada pregunta en silencio, frío como el hielo.
Por último su padre lo manda a la habitación para que piense en lo que ha sucedido, para que haga memoria hasta que se considere capaz de hacer un relato ordenado de los hechos. Jaime aprieta la mandíbula, agacha la cabeza y sale de la cocina. Ya en su habitación, se deja caer boca arriba sobre el cobertor de la cama.
Pasan los minutos, largos como horas. Jaime piensa. Piensa hasta que le duele la cabeza y los ojos parecen querer escapar de las órbitas, pero por más que piensa bajo las estrellas de plástico fosforescente pegadas al techo, no acierta a comprenderlo. No acierta a comprender por qué sus padres no hicieron nada, por qué no impidieron que el estúpido de Eduardo le hiciera picadillo, por qué ni siquiera lo intentaron.
Y así pasan las horas, largas como días. Cae la tarde al otro lado del cristal. En la calle, las farolas iluminan las copas de lo chopos. Los perros ladran en las laderas del valle. Los coches zumban al pasar bajo la ventana. Sus padres discuten en el salón, a dos tabiques de distancia. Las palabras llegan amortiguadas, ininteligibles, pero Jaime sabe de qué están hablando. Claro que lo sabe.
Y dan las siete. Y dan las ocho. Y dan las nueve.
Su madre aparece a las nueve y veinte, con una pirámide de croquetas de bacalao haciendo equilibrios en un plato llano y media docena de preguntas que Jaime se niega a responder.
Y dan las diez. Y dan las once. A las once y media es su padre quien abre la puerta de la habitación, enciende la lámpara con forma de sol que cuelga del techo –las estrellas fosforescentes se apagan: el truco de magia más viejo del mundo– y se sienta a su lado en la cama. No dice nada. Sólo acaricia el pelo de Jaime, que se ha dado la vuelta y, de costado, le da la espalda con la mirada fija en la pared.
Lo acaricia durante un rato pero por último se va, y vuelve a apagar la luz y vuelven a brillar, frías y falsas, las estrellas de plástico en lo alto. Jaime no se gira de nuevo para quedar boca arriba. Deja que pasen los minutos sin moverse, prestando atención únicamente al nudo que siente en las tripas, ese nudo que no es sólo producto del hambre –el platillo con las croquetas permanece intacto sobre la mesita de noche, donde su madre lo dejó– sino de las ganas de gritar, gritar con todas sus fuerzas, gritar hasta escupir la garganta por la boca, gritar hasta volverse del revés como un calcetín sudado después de gimnasia. Pero no lo hace. Se queda quieto, sin mover un músculo, manteniendo a raya ese monstruo, ese pequeño monstruo voraz que habita sus tripas.
* * *
En el reloj del salón suena la campanada solitaria de la una, después la de la una y media. A las dos de la mañana, Jaime se levanta.
Tiene los ojos inyectados en sangre. Ha estado llorando las dos últimas horas, pero no ha obtenido desahogo alguno del llanto, sino tan solo un sabor a sangre y arcilla en el paladar y una fría determinación.
Silenciosamente, gira la puerta de su cuarto y baja las escaleras hasta el garaje. Al rato, vuelve a subir y, descalzo, entra en la habitación de sus padres.
Están dormidos.
* * *
Media hora después, con el pijama pegajoso y las manos sucias, Jaime saca de la despensa una de las cajas con palmeras de chocolate que reservaba su madre para el desayuno de los domingos. Con ella bajo el brazo, vuelve a la habitación de sus padres, pone la calefacción al máximo, se encarama a los pies de la cama de matrimonio y se queda allí sentado con las piernas cruzadas, mordisqueando cada palmera de la caja despacio, muy despacio, porque han de durar.
En ningún momento pierde de vista el cúter que utilizaba su padre cuando trabajaba en sus maquetas. Lo tiene al alcance de la mano, por si vuelve a necesitarlo.
Por si al tercer día les da por resucitar.
1 comentario:
Marc, excelente relato. Una descripción perfecta de las emociones y la atmósfera. Fue un viaje vertiginoso al centro de todo aquello que tememos, amamos y odiamos. Hay un suspenso que va en crescendo y el final es genial.
Publicar un comentario