ENTREVISTA CON LINDSAY KEMP

“Es más importante la vida de un hombre que sus sueños de papel”
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texto GUILLERMO BALBONA
fotografía JAVIER LAMELA

Es un hombre intoxicado de sueños que genera oportunidades para encontrar la belleza. Dotado de esa energía que sólo se desprende de las criaturas que poseen un vínculo secreto con la creación, Lindsay Kemp vuelve a habitar el mundo de la escena con sus obsesiones y recuerdos para ilustrar su imaginario seductor y cómplice, plasmado en los laberintos de la ópera Los cuentos de Hoffman, de Jacques Offenbach. El director de escena, coreógrafo y actor británico, uno de esos escasos ejemplos renacentistas que sobreviven en los escenarios europeos, ha destinado su concepción teatral al servicio de un libreto de hace más de siglo y cuarto, inspirado en tres relatos del poeta alemán E.T.A. Hoffmann que propiciaron toda una “epifanía creativa”. Con esta ópera, Kemp vuelve al territorio iniciático de su infancia y adolescencia, para transformar un descubrimiento y un sueño en un mosaico escenográfico. Su origen: la película de Michael Powell y Emeri Pressburger que en 1951 cuando era un niño, acompañado de su madre, vio en el cine causándole una honda impresión. Una nueva visión de la obra maestra de todo el repertorio francés, la ópera de Jacques Offenbach, que supone para este artista total un contenedor de sueños, una representación visual, un paseo por el eterno femenino de la mano de un hombre que cae en las tentaciones con inocencia de adolescente. Kemp, acompañado por su inseparable colaborador en la dirección escénica, David Haughton, se confiesa, ante todo y por encima de todas las etiquetas que han quedado ligadas a su carrera, un poeta.
Este verano arrancó la coproducción del Festival de Peralada, la Quincena Musical de San Sebastián y el Palacio de Festivales de Santander, que recientemente acogió el montaje. Lindsay Kemp, que ha hecho del teatro santanderino uno de sus refugios creativos preferidos, casi fetiche, ha regresado con su inagotable pasión para trazar una huella más de inspiración y libertad imaginativa. En su regreso a la capital cántabra, esta personalidad de gesto y ritual, de permanente vocación creativa y transgresora, confesó su inquietud por esa búsqueda gratuita de originalidad que lleva a traicionar determinadas esencias sencillas, allí donde reside la magia y la poesía.
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¿Cómo y qué ha buscado en la teatralidad de Los cuentos de Hoffman?
El contenido de esta puesta en escena lo puedo contar desde una querencia y vinculación claramente personales, es decir, es una ópera ligada a mi descubrimiento del mundo del arte cuando yo era un niño. Mi madre me llevó a ver el filme de Powell y Pressburger y eso supuso una experiencia reveladora. Y ahora al trasladara a la escena se ha convertido en un sueño hecho realidad. De hecho, en aquella visión se produjo un doble descubrimiento: la materia específica de los cuentos de Hoffman y su mundo particular como escritor; pero, a su vez, la gran película constituyó su encuentro inicial, revelador con el mundo de la ópera. Desde muy pequeño amaba el mundo de la danza, el baile, la pintura, pero aquella visión supuso el impacto de la ópera, un momento muy especial que se ha quedado ahí esperando hasta hacerlo posible ahora gracias al Palacio de Festivales. Un momento culminante donde he logrado aglutinar ese mundo de fantasía, intentado superar antiguas formas y aportando magia a través del baile. La película está habitada por grandes intérpretes y los medios visuales que proporciona el cine, pero ahora la puesta en escena se ha traducido desde la búsqueda de medios y lenguajes específicos para la escena. No se trata del resultado de una obsesión por la película, sino de un homenaje y una evocación. Hay momentos donde se imita o se copia un traje o un gesto, pero son muchos otros los que parte de la originalidad surge de la búsqueda de otras visiones. Está claro que mi referente ha sido la película de los años 50, pero aquí he introducido el mundo del escritor y el mío. En este sentido, mucho de lo que he incluido es mera invención de textos y situaciones. De aquello me quedó esa huella infantil que debe preservar todo artista. Hay una especie de entusiasmo infantil por estos cuentos fantásticos y mundos exageradamente recargados, llenos de locura.

Sus montajes siempre suelen tener como origen un recuerdo de infancia…
Absolutamente cierto y pleno. Tiene razón porque en el proceso de creación de todas mis obras se puede rastrear algo que nace en mí conectado con la infancia. Es como el vino con el paso del tiempo. Que todas las emociones de la infancia van madurando hasta controlar el momento en que se pueden plasmar como sucedió en Butterfly, en Elizabeth… Se entiende esa subjetividad cómplice del momento a través de una conexión con la infancia.

Palabras como sueños y belleza siguen siendo claves de su imaginario particular de construcción escénica.
Como siempre cuando afronto la dirección de una ópera sitúo su origen en el mismo terreno. En mi casa, en Italia, pongo la música y cierro los ojos y espero a ver qué sucede, qué me sugiere. Creo que toda puesta en escena de una ópera debe nacer desde las frases, de la textura de la música, no de ideas abstractas. Lo que despierta en mí la música es la base aquí también, al margen de lo que me impactó la película. La ópera intenta hacer visual la música, pero claramente también se trata de crear belleza con colores, con la danza, con el gesto, pero sin olvidar contar historias. En estos cuentos hay cuatro historias, a cual más fantástica, una invitación constante a juegos teatrales sobrenaturales, a locuras; en realidad es un mundo muy kemp. Y es precisamente este imaginario el que me impactó en Hoffman, y en la película. En mi caso la plasmación de los materiales en una creación tienen poco de pose intelectual y, sin embargo, la mayoría surge de diversos aspectos de la creatividad. En este caso, por ejemplo, haciendo hincapié en la figura de actores bailarines y en mi identificación con la mayor parte de los personajes de estos cuentos. Ahora por ejemplo, estamos preparando una producción de Carmen y este es un personaje que está bailando dentro de mí desde hace más de sesenta años.

¿Cuál es el papel de su vida, al margen de que para el público lo sea su Divine de Flowers?
Quizás sí, podría decirse que Divine lo es. Sobre esto siempre se dice que los personajes son como los niños para una madre que no puede decir cuál es su preferido porque todos los son, pero por el modo en que nació, la puesta en escena y su significación me quedo con Divine. No era tanto el Divine de Genet como el mío. Genet era un estímulo, una trampa, pero el personaje era mi autorretrato, la creación más espontánea y libre donde puse todos mis recuerdos y medios personales.

¿Qué le proporciona, de dónde surge y cómo renueva esa energía que transmite su trabajo?
No lo sé (entre carcajadas). Quizás parezca un secreto para mí mismo pero no, no es un secreto; pero la complicidad con el público también consiste un poco en esto. Si tuviera algún secreto en este sentido en la vida, no lo tendría sobre el escenario. Porque ahí es donde reside la libertad total, la que no hay en la propia vida.

¿Considera que el arte o la creación tienen obligaciones morales?
Por supuesto, es una sensación evidente. Siempre he concebido mi creatividad y mi arte como una medicina, en el sentido de que no se trata de algo decorativo, sino que tiene que afectar a la gente, a su modo de vivir, y esto tiene importantes raíces morales. Pero quiero dejar claro que prima en mí lo instintivo. No me planteo nunca de manera directa esas cosas, sino que es precisa la espontaneidad a la hora de hablar de amor y de las relaciones humanas. No es algo superficial, sino más profundo. Y su reflejo en el público es lo más importante como cuando alguien me dice que tras ver Flowers le cambió la vida o su modo de pensar. Ese es el concepto moral. Algo que llega de forma espontánea. Hay una parte que es la magia del teatro, lo primitivo. Y hay otra que está dentro del lenguaje universal, de mi propia creación, que no cae en particularismos o en hechos concretos de denuncia o de reivindicación, sino que busca lo universal para actuar sobre la gente, una modalidad de poesía en el fondo.

Sus facetas son múltiples. Su mirada artística inabarcable. Su inmersión en los lenguajes de la creación casi renacentista. Pero Lindsay Kemp ¿cómo define a Lindsay Kemp?
Como un poeta porque todos los aspectos que me han atribuido o definido conducen y alimentan el aliento poético. Luego la tinta puede serlo en unos casos, la voz, el gesto o el propio cuerpo, pero todo conduce y está destinado a la expresión poética.

¿Se considera un transgresor?
Totalmente. A la hora de afrontar compromisos también muestro esa postura personal frente a cualquier tipo de obstáculo. Lo que también sucede y no me gusta es que se plantea la palabra transgresor a veces como una especie de obligación de mi trabajo. En ocasiones la crítica o la gente dice de una creación mía que no ha sido suficientemente transgresora, pero es que no puede ser nunca una actitud obligatoria. Lo importante es ser uno mismo y responder a los cambios de la vida. Hoy en día a lo mejor ya no es tan necesario ser un transgresor o buscar el escándalo, sino adquirir un compromiso con la coherencia.

Acaban de morir Marcel Marceau, -uno de sus maestros-, y Maurice Béjart y pocas semanas antes Bergman y Antonioni. Los genios del siglo XX se van apagando. ¿Cree que es posible aún innovar, hablar de nuevas vanguardias y aportar más pasión a la escena y al lenguaje artístico?
Por un lado, está claro que cada generación acaba por tener un recambio, pero es verdad que hoy en día parece difícil observar cuáles son los grandes artistas, aunque cada arte tiene su mundo y, por ejemplo, parece que el cine tiene salud. A lo mejor están surgiendo en internet y a través de las nuevas tecnologías. Pero es verdad que los grandes creadores como Marceau o Bergman marcan un antes y un después. Soy optimista por naturaleza, pero no contemplo tanto talento hoy en día como en el pasado.

Asegura que toda creación debería ser una celebración de la vida. Y, sin embargo, la muerte es una de sus dulces obsesiones. ¿Cómo sobrelleva esa paradoja?
Vida y muerte van unidas y esa es la clave para expresar o moverse por esa especie de falsa frontera. Además, mientras pasan los años uno tiene una percepción de la muerte más intensa y uno llega a la conclusión de que si queda menos tiempo hay que hacer más. Cuando reflexionaba antes sobre esa necesaria y misteriosa energía vital, quizás la respuesta se halla en esto, en ser consciente de esa relación entre el paso del tiempo y la actividad. Es como el subtítulo de Elizabeth, El último baile. Siempre les enseño a mis alumnos en un taller que aborden cada baile como si fuese el último. Como un soldado en la guerra, como un torero, es decir, que el peligro es lo importante. Si en el teatro, en la escena, no hay peligro, no hay riesgo, no sirve. De todos modos, la muerte siempre me ha fascinado con todo su ritual y me seduce su transformación en arte.

Hace poco le oí decir que esta sociedad “es una mierda”. ¿El acto artístico, en este sentido, nos redime, nos sana, nos libera?
Hay todo un proceso inevitable de relación con el sistema, de saber cómo es el Estado, de luchar y de desarrollar una labor material para poder sacar adelante una producción… pero, al fin y al cabo, un artista está condenado a salir a dar a conocer su arte. Las escuelas de formación muestran una gran falta de talento y se aprecian muchos ejemplos en la danza de carencia de creadores totales.

¿Qué recuerdos tiene de David Bowie?
Aquella fue una edad de oro, el momento de efervescencia creativa y, por supuesto, la historia de un gran amor, una relación de influencia mutua en lo creativo, humano y artístico. Una relación amorosa muy fuerte y fructífera para los dos que ha dejado una huella recíproca que con el tiempo se sabe muy importante, de la que somos conscientes ambos. Fueron momentos de fantasía y de libertad durante un periodo muy rico. Una pasión que debería estar presente luego en el teatro con idéntica intensidad.

Las primeras críticas a esta nueva producción no fueron precisamente positivas, ¿Cree que eran justas? ¿Le faltaba rodaje al montaje? Y, en consecuencia, a estas alturas de su prolífica y densa carrera, ¿cómo valora una crítica constructiva?
Toda crítica me afecta. Si es buena, mi expresión de alegría es total, y si es al revés pues muestro mi tristeza. Lo que se escribe en la prensa me afecta y es normal porque un artista es siempre un ser inseguro. De todos modos, no se entienden muchas de las cosas que se dijeron tras el estreno de Perelada, incluso aspectos gratuitos o comentarios extemporáneos, como ajenos a la escena. Soy consciente de que en muchas ocasiones hay cosas que no se logran, pero desde Peralada el público ha mostrado sus emociones, se ha conmovido con la producción y, sin duda, la obra ha mejorado con el paso del tiempo. Yo no formo parte de esa moda y esa escuela de directores de ópera que tratan de imponerse en todo. Existen unos límites y no me interesa esa moda u obligatoriedad de traspasar determinadas fronteras gratuitas contradiciendo la esencia de una ópera o de una música porque algunos consideran que en busca de la originalidad vale todo, y no es así.

¿Por qué afirma leer sólo biografías? ¿Es un género sagrado para usted?
Sí, es verdad y es otro reflejo de que no me interesan las ideas abstractas en sí, sino el saber conectar con el lado humano, Mi identidad la he construido a través de héroes, de mi identificación con los retratos de los demás, de Nijinski o Isadora Duncan, por ejemplo. Por ello, no suelo leer novelas ni ensayos, sino biografías. Para mí, es más importante la vida de un hombre que sus sueños de papel.

¿Qué opinión le merece el teatro de hoy? ¿Cabría hablar en general de cierto aburguesamiento de la escena, de que ya no hay interés por experimentar?
Es muy difícil integrar bajo una misma opinión, y hacer un juicio general de todas las artes. Está claro que por ejemplo, en Inglaterra, en Estados Unidos existe un mundo escénico estable, muy comercial, previsible, donde el mercado se impone. Creo que, en general, hay que devolver al teatro una de sus esencias, la de entretener, y parte de lo que hoy veo en el teatro es muy aburrido. Hay que recuperar el glamour, la belleza, la poesía y el alma. Es necesario conmover desde la escena y lo que veo no tiene magia suficiente.

¿Se atrevería con una zarzuela?
Me encanta, amo profundamente el género. Es parte esencial del arte popular y yo soy un artista popular. En los 70 se vivieron momentos de grandes inversiones en el mundo de la cultura pero yo nunca fui un artista subvencionado, era difícil de encasillar para unos y otros, para un lenguaje y para otro y, sobre todo, porque traté de dar prioridad siempre al arte popular, al contacto con el público. Y las instituciones llegaron en un momento dado a decirme de manera clara que no querían nada conmigo, que me marchara. En este sentido, la zarzuela, con su espíritu y su belleza, y su conexión con el público español me entusiasman.

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