HORA CRÍTICA


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LIBROS

Narrativa

Gonzalo CALCEDO: Cenizas. Pre-Textos, Valencia, 2008. Premio Manuel Llano, Gobierno de Cantabria.


No hace mucho reseñábamos aquí el último libro de cuentos de Gonzalo Calcedo –Temporada de huracanes (Menoscuarto, 2007)– y ya tenemos otro título suyo, galardonado esta vez con el Premio Manuel Llano. Ello confirma el profundo oficio que ha adquirido el autor en el campo de la ficción breve, hasta el punto de contar en su poder con los principales concursos dedicados a esta especialidad en España. Además, quienes hayan seguido su trayectoria creativa, no tendrán dificultad en identificar de inmediato en los seis relatos reunidos en Cenizas los elementos esenciales de la “factoría Calcedo”.
Son estos la narración planteada en tercera persona desde una voz imparcial y objetiva; la ambientación en entornos urbanos no hostiles, pero sí deshumanizados; personajes afectados por la soledad y una cierta desorientación vital, a menudo inmersos en un matrimonio rutinario; la atención a pequeños detalles que al final de la trama se revelan como esenciales para el devenir de los protagonistas; expresado todo ello con estilo contenido, cercano al minimalismo de Carver y otros cuentistas norteamericanos con los que habitualmente se viene emparentando la escritura de Calcedo.
El texto que da título al volumen es “Cenizas”, eficaz expresión de la soledad que afecta al protagonista, un dibujante que vive aislado en la vieja casa familiar de la costa; la visita de su mujer –de la que vive separado desde hace tiempo– permite ir recordando la tragedia doméstica que poco a poco parece que podrán superar. Se trata de un relato que muestra esa apertura final a la esperanza, presente ya en las mejores piezas de Temporada de huracanes, como “El hombre que charlaba con las ardillas” o “A dos mil metros de altura sobre el nivel de mar”.
Resultan especialmente atractivos “Todas las camareras” y “Dinero, dinero, dinero”, protagonizados ambos por solitarios y desencantados cincuentones; el primero es un agente de seguros que se ve atraído por la camarera que le sirve habitualmente el desayuno en la cafetería cercana, hasta que su compañero de trabajo, trepador y ambicioso, provoca un pequeño incidente que se salda con el despido de la mujer y la desolación aún mayor del protagonista principal. En el otro, Pereira –¿discreto homenaje al inolvidable personaje del italiano Antonio Tabucchi?– es un veterano broker cada vez más arrinconado entre los jóvenes tiburones que trabajan en su firma de inversiones, sobre todo a partir de su último fracaso especulativo; su refugio en la azotea del rascacielos donde se encuentra el despacho adquiere un notable carácter simbólico, en tanto que el desenlace introduce un guiño humorístico insólito en la literatura de Calcedo.
La insatisfacción matrimonial preside otros dos cuentos: en “Época de tigres”, Judith –que acaba de discutir con su marido– encuentra en la tienda de la esquina hecho una ruina física al primer amante de su juventud; él apenas la reconoce, pero ella siente por un instante reverberar la antigua atracción. Y está muy bien construida la equívoca relación entre Eloísa –cuyo esposo está en viaje de negocios– y el marido de su mejor amiga durante la explosiva cena de matrimonios que han organizado esa noche (“A la sombra del mandarín”). Un tanto simple me parece el planteamiento de “Emboscada”, basado en los reproches que recibe un veterano donjuán por parte de la hija de una de sus amantes, cuyo marido pasó hondas penalidades a causa de aquella lejana relación.
Con todo, el mayor peligro que acecha a la escritura de Gonzalo Calcedo proviene quizá de su propia facilidad creadora, que le ha hecho dueño de un mundo propio, sí, pero que también le lleva a repetir un tipo de relato y de expresión que a veces cae en un cierto amaneramiento, no solo por la repetición de situaciones, sino –lo que es peor a mi juicio– por un barroquismo estilístico que dificulta la comprensión de algunos párrafos y priva al lector de esa frescura que tanto se agradece en esta modalidad literaria: véanse ejemplos en las páginas 68 y 127. Explorar otras tendencias y temas podría ser una opción interesante para quien –por esta línea– ha alcanzado ya la consagración dentro de la ficción breve en España.

por JOSÉ MANUEL CABRALES


Javier MONTES: Los penúltimos. Pre-Textos, Valencia, 2008.

Por mucho que los tiempos cambien y las modas caduquen, nunca deberíamos olvidar el primer principio que ha de seguirse a la hora de buscar y de juzgar la verdadera literatura —la buena de verdad—, y ese principio no es otro que el de que los grandes libros son aquellos que tratan de los grandes temas universales y de todos los tiempos, si no de una manera original, al menos sí con cierta gravedad y con hondura. Dos rasgos que hemos observado que faltan en Los penúltimos, de Javier Montes, una novela sobre dos temas importantes, la soledad y el amor, pero cuyas infinitas posibilidades de desarrollo ha desaprovechado el autor para terminar escribiendo una novela superficial. Sobre todo porque los personajes principales, Julia y Pedro, no sobrevuelan la estatura del tópico y parecen estar construidos a base de cartón piedra. Julia, una mujer para quien los hombres no tienen nombre porque son un simple número, se mueve únicamente por un instinto de puro hedonismo, basado en la reducción del tema del amor al puro éxtasis sexual. Incluso cuando el sentimiento amoroso hace asomo, Julia se dedica a drogar a los hombres que va seduciendo, con el fin de evitarse complicaciones.
Si en un principio Pedro parece un personaje de diferente textura, o al menos elaborado con más hondura, termina siendo tan superficial como el de Julia. Pedro queda fascinado por ella, pero no es capaz de mostrarle abiertamente sus sentimientos, ni siquiera en ese final de la novela, tan oscuro y ambiguo. Ambos personajes nunca se preocupan por plantearse la persecución de algún tipo de proyecto vital mínimamente serio, ni están movidos por otro afán, sobre todo en el caso de Julia, que el mero disfrute hedonista del presente. Y Pedro resulta patético, no sólo por su permanente falta de arrojo a la hora de comunicarse con Julia, sino por esa desidia y apatía en la que parece estar permanentemente encerrado. De modo que nos encontramos con una mujer que no quiere comprometerse en una relación amorosa seria (pese a que Pedro, al contrario que el resto de sus conquistas, parece terminar siendo algo más que un número para ella) y con un pobre hombre que quiere hacerlo pero que no es capaz.
Por otro lado, el estilo de novela es facilón, con una prosa despersonalizada, por gris y repleta de lugares comunes. No sabemos si Los penúltimos es la primera novela de Javier Montes (nada dice al respecto la solapa), pero nos encontramos ante un escritor que, como tantos, aún carece de una huella digital propia.
Las anécdotas son vacuas y los diálogos inanes, propios todos de la pluma de un escritor no maduro. El desaliño estilístico alcanza puntos memorables en los que se alía con la confusión semántica: “(...) se echaría encima el cansancio y se notarían molidos y como lelos en medio de la gente que felicita y pregunta y empezaba ahora a llegar a los camerinos” (p. 72), y así hasta un sinfín de expresiones vulgares (“beber a las tantas”, “requetevisto”, p. 123) en las que el coloquialismo ocupa con descaro y osadía el lugar de la cuidada elaboración que exige cualquier novela que tenga la pretensión de alcanzar un mínimo vuelo literario. Como ejemplo, el que sigue: “Cuando Pedro cumplió once años se puso muy difícil. Y se volvió insoportable a los doce. Sus padres no se hacían con él, y a sus hermanos no los dejaba vivir” (p. 83). También son frecuentes las expresiones inaceptables, como “Le rebrilló un poco demasiado el pasador de la corbata” (p. 112), y constantes las banalidades y vacuidades semánticas: “Se quedó bajo el agua –de repente abrasada- sin pensar en nada, sólo mirando para sonsacar al baño su secreto. Pero el baño no tenía secretos: ése era a lo mejor el secreto” (p. 46), contadas además de un modo absolutamente descuidado “(...) así sentado a ras de suelo, con él de pie y mirando desde arriba, quedaba en desventaja y como más forzado a dar explicaciones” (p. 179).
Después de la lectura de esta novela, se aconsejaría recibir un buen baño de literatura clásica a fin de no perder del todo la perspectiva de las lecturas realmente importantes y referenciales.

Por GONZALO ÁLVAREZ PERELÉTEGUI


Cuento

Alberto IGLESIAS: Dragón. Merienda en el tejado, Santander, 2008.

El pasado mes de marzo los lectores recibimos el regalo de un cuento. Fue un detalle de “Merienda en el Tejado”. El cuento se titula Dragón, y su autor es Alberto Iglesias. Alberto Iglesias es un producto culturalmente natural/naturalmente cultural cántabro, cuyos derivados han pasado tempranamente todos los controles de calidad en los laboratorios de la poesía, de la interpretación teatral, de la dirección de escena, de la literatura dramática –una parte destinada a niños y jóvenes- y de la literatura, sin más.
Preside el cuento una cita de Catulo, que es anticipo poético de cuanto poéticamente cuenta Alberto Iglesias: cada día, tras la noche, el sol -el deseo- renueva la luz de nuestro ser y recupera la fuerza de nuestro estar en el mundo, hasta que el deseo -luz y vigor- se extinguen, y ya todo es noche, sueño sin sueños.
A página seguida, en la dedicatoria Alberto Iglesias pone cuerpo y espíritu -carne y sangre- a la metáfora: la mujer es quien enciende las luces que se apagan y repone las fuerzas que languidecen. Ella es fuerza y luz. Ella es sol. Y también luna, tenue antorcha, energía delicada, que matiza en la noche los sueños de un sueño vital, de un apagón lleno de luces, como el agua para Tales y el aire para Anaxímenes están llenos de dioses. Es la mujer tierra con estrellas.
Pero antes algo llama la atención: en la portada no figura el nombre del autor. Junto al nombre de la editorial, el título: Dragón. No el dragón o un dragón. Los artículos los exige la gramática, la sintaxis del discurso. El título es sustancia sin aditivos. Sólo Dragón. Sólo un nombre. No tanto el de una especie mitológica, como el de un personaje, tan fantástico como los humanos, pero, por más humano, más fantástico. Como si Alberto Iglesias no quisiera, mejor, no necesitara manifestarse como autor en la portada, sin poder evitar aparecer en el lomo del libro, sólo asomar. Como si no tuviera claro si él es alguien que habla de un personaje: Dragón, o él es un personaje de quien habla alguien: Dragón. Para decirlo con palabras escritas por Juan Antonio González Fuentes, autor del prólogo: “(Alberto Iglesias) ha abierto para todos nosotros el espacio del decirse en forma de cuento”. Pero si ha abierto ese espacio para nosotros es que, diciéndose, nos dice. De nuevo el prologuista: “…todos somos un dragón azul…”.
Puede ser. Pero no todos somos Dragón. No a todos nos mueve el deseo. O sí, pero no el deseo en estado puro. El deseo que no se confunde con la ambición, con la codicia, con el egoísmo. No a todos nos impulsa el deseo que dirige la mirada al corazón de los demás, “la oscura luz que alumbra cada vida”, en la que nos vemos mirando al otro. El deseo que se guía por las razones del gusto y no por el gusto de las razones, por lo general caprichos. El deseo que aviva el fuego en el frío del invierno. El deseo que pone melodía en el silencio y la soledad del bosque sin hojas. El deseo que atraviesa la noche colgado del sol. El deseo que es amor, que se vive en el sueño y se sueña despierto. Y que es sensualidad. Y es sexualidad, poesía de la experiencia y del silencio, comunicación y conocimiento. El deseo que es realidad transida de ensueños. El deseo que se desea. El deseo, en fin, cuyo objeto es la belleza, ese lugar de jubileo para peregrinos alucinados. Ese es el deseo que habita en el corazón de Dragón, desde donde vuela sobre cada una de las líneas del cuento de Alberto Iglesias.
La belleza que ocupa ese espacio abierto por Alberto Iglesias para nosotros, el sueño que anida en la realidad, es un ser que, nacido del deseo, es materia del sueño; un ser que, por ser de cuento, es posible, por más que poco probable; un ser, cuya posibilidad basta para pintar a un dragón de azul y humanizarlo en Dragón; un ser que más alimenta la ilusión, embelleciendo el ahora, que maciza la engañosa esperanza del mañana. El ser, en fin, de una princesa. No podía ser otro el objeto del deseo de Dragón.
La princesa de Dragón es como el Godot al que esperan Estragón y Vladimir sin que Godot llegue nunca (Beckett). O como Tar, esa meta que persiguen Fando y Lis sin que a Tar nunca se llegue (Arrabal). Con una diferencia: Dragón tiene dos alas: una la del deseo para llegar hasta la princesa, más que sea en forma de sombra; otra la de la ilusión para que la princesa le llegue, más que sea en forma de suspiro. El dragón azul que es Alberto Iglesias, actor, autor y director de escena, homenajea al teatro transgrediéndolo, transformando una de sus manifestaciones, la del absurdo, la del sobrevivir sin esperanza, en cuento fantástico, el de un vivir con ilusión. Rinde, pues, tributo al cuento -La Bella y la Bestia-, también transgrediéndolo: a la princesa no se le cae la diadema por tender sábanas blancas al sol, mezclada con otras mujeres. Quizá porque sólo Dragón la ve princesa. Como transgrede el mito al que se acoge en una hermosa versión del de Narciso, en el que la mirada reflejada no es la del apego por sí mismo, sino la del amor incondicionado: un rayo de sol dibuja el rostro de la princesa en el espejo de agua en el que se mira Dragón.
Sí, rezuma lirismo el cuento, de principio a fin, como apunta Juan Antonio González Fuentes. Es poesía “de verdad”. Es el cuento una sucesión ininterrumpida de imágenes, metáforas, comparaciones, oximorones, que suman belleza. Ella mueve la pluma de Alberto Iglesias. Ella conmueve las alas de Dragón. Ella remueve la sensibilidad del lector. La poesía es un zumo del alma pasada por el exprimidor del lenguaje. Dragón es la copa en la que Alberto Iglesias ha vertido un zumo con el sabor agridulce de la melancolía y el color azul de la ilusión. Los lectores lo bebemos a sorbos: quince sorbos, quince latidos, quince suspiros, quince versos de arte mayor -del mayor arte-, que componen la sinfonía poética que es Dragón, avalados libreto y partitura por poetas como Lord Byron o Catulo, y por músicos como Chopin o Debussy.
Belleza poética, mucha y de la buena, hay también en la copa donde los lectores mojamos los labios de nuestro propio deseo. La edición de Merienda en el Tejado reviste la belleza con la delicada elegancia de las ingenuas y sugerentes ilustraciones de Anna Mer, en las que la levedad del azul y del gris da cobijo a la feliz convivencia de melancolía e ilusión.
Dragón se mece en la melancolía, no se enfanga en la nostalgia de quién fue o pudo ser. Dragón degusta sueños, no se atraganta con imposibles quimeras. Dragón alimenta ilusiones, no es un iluso. Dragón sabe que se puede vivir sin que el deseo se cumpla, pero que no se debe vivir sin deseo. Sabe que su cumplimiento es el fin del deseo: la transgresión del deber de vivir.
Alberto Iglesias también lo sabe. Y algún que otro lector. Por ejemplo, este.

por FERNANDO LLORENTE


Poesía

Certámenes Literarios “José Hierro” 2008. Obras de Jesús Ángel Soberón, Marta González Luque, Eneko Vilches y Yolanda Fuertes. Ayuntamiento de Santander, 2008.

Son tres los factores que a mi juicio avalan la identidad de un certamen artístico dirigido a los jóvenes creadores. La permanencia en el tiempo sería uno de esos factores, al que habría que acompañar de su capacidad para desvelar talentos y su empeño en continuar creciendo y descubriendo. Queda fuera de toda duda, y alcanzada ya en este 2008 la vigésimo séptima edición, que los certámenes de poesía y relato breve “José Hierro” convocados por el Ayuntamiento de Santander cumplen el primero de los requisitos, y que han superado modas literarias, debacles presupuestarias, picos y valles de interés, para continuar siendo una bocanada de aire fresco en la creación literaria de Cantabria. Queda fuera de duda también la capacidad reveladora del certamen, si tenemos en cuenta que un número importante de los poetas y narradores cántabros que continúan publicando y que han ido asentando sus voces dentro y fuera de nuestras fronteras regionales amanecieron a la luz pública en el marco de los Hierro. Sirvan de ejemplo nada exhaustivo las referencias, creo que inexcusables, de Alberto Santamaría en la poesía y de Gonzalo Calcedo en la narrativa.
Pero me interesa resaltar en esta modesta crónica de los Premios José Hierro 2008 el tercer factor, la capacidad para crecer, de darse cuenta de los nuevos lenguajes que van calando entre la creación joven y permitir así un salto cualitativo para nuevos nombres que tendrán así su primer paso al público y un impulso para continuar su senda vocacional. Y en este sentido quiero decir que si ya los premiados de 2007 me parecieron reveladores, interesantes y con una clara proyección, la edición presente insiste en ese camino con dos premiados, Jesús Ángel Soberón en la modalidad de poesía y Marta González Luque en la de relato breve, a los que será necesario prestar mucha atención de aquí en adelante. Y eso sin olvidar que los dos accésit, Eneko Vilches en poesía y Yolanda Fuertes en relato, nos han ofrecido propuestas sólidas y prometedoras.
En lo que se refiere a los premios de poesía, me ha gustado mucho el poemario presentado por Soberón, Historias del mundo flotante. Se nutre de una amplia y asimilada base cultural que, muy cercana a las poéticas norteamericanas vigentes y a sus intruductores (jóvenes introductores) en la poesía española, fluye como un discuro lírico de versos amplios, que no eluden la musicalidad pero la trabajan disimulada, en voz baja, que generan un sabio entramado de cotidianidad, imaginación, ironía, implicación, desapego, violencia verbal a veces, que muchas veces obliga a la reflexión, a la segunda lectura, sin perder nunca una sensación de frescura que abre sin duda el camino hacia la lírica para los lectores más jóvenes, que les permite apropiarse del lenguaje del poeta, al mismo tiempo que revela una mirada novedosa al lector más asentado. Me ha gustado el ritmo pausado, basado en una suerte de pies métricos, que aporta solemnidad al discurso de tantos poemas (“Breve apunte sobre el problema de la representación”, “El desasosiego en las costas de Malibú”). Y precisamente en los pocos debes que aprecio en el poemario estarían un par de piezas en las que a mi juicio el discurso conceptual llega a ocultar el rítmico generando una lectura en exceso farragosa. Pese a esas pequeñas caídas de tono, sin duda un premio merecido y con futuro.
El accésit en la modalidad de poesía correspondió, como hemos dicho a Eneko Vilches por Humo del duelo. Se trata de un poemario más amable, más previsible, en el que se abunda en el tono lírico donde se imponen el frío, la oscuridad, el desamor, la ausencia, el silencio, sobre un fondo medido, trabajado y eficaz de poemas redondos en los que de pronto despuntan importantes fogonazos (“Te entrego noches infinitas / yo pensé: cobijo. Tu dijiste / brazos”). La musicalidad marcada, el tono elegíaco y tantas figuras afortunadas serían las fortalezas de la propuesta de Vilches. El exceso de algunas imágenes un tanto incoherentes con la poesía practicada podría ser la sorpresa menos afortunada. Como fuere, si Aleixandre hubiera leído estos versos en su Velintonia, sin duda hubiera exclamado la loa deseada por tantos durante tanto tiempo: “Hay poeta”.
Centrándonos en los relatos breves, he leído con gran gusto Vietnam, la narración por la que Marta González Luque ha obtenido el premio. Integra de alguna manera ese punto de reflexión y fantasía característico de los grandes cuentistas latinoamericanos con la sensación de vacío con la que la tradición del cuento norteamericano abre su mirada a la sociedad. Los personajes, sumergidos en una realidad virtual que les hace sentirse dentro de la Guerra de Vietnam y que acaban extraviando su sentido del mundo, pueden leerse como una alegoría de una sociedad que se despersonaliza y vive a través de las pantallas. Pero al margen de significaciones, el relato, contado en primera persona, mantiene un pulso vivaz con el lenguaje, está perfectamente estructurado y conduce hacia un final inesperado fiel a las convenciones del género. Se centra en frases cortas y cortantes, que articulan un lenguaje muy adecuado al protagonista/narrador y que rehúye deliberadamente los excesos retóricos, estableciendo una comunicación directa y feliz con el lector que sólo viene enturbiada por un par de, supongo que inevitables, lugares comunes.
El accésit fue para Yolanda Fuertes García por Historia de Abraham Schultz. Desde una narradora externa, nos abre camino hacia un mundo narrativo más, digamos, europeo, con una narración más descriptiva, que utiliza con más profusión las posibilidades estéticas del lenguaje, en ocasiones con una sorprendente y feliz sabiduría (“En otras ocasiones le hubiera molestado el ruido mecánico y ajeno”) para crear un clima de desasosiego, un tanto turbio, en el que el personaje viaja por Alemania en un tren que traquetea a un tiempo por un viaje interior y por un territorio que el lector recrearía como gótico, expresionista o incluso fantasmal.
Veintisiete ediciones son prueba de madurez suficiente. Pero si otra se hiciera necesaria, una excelente cosecha de 2008 nos ha permitido conocer cuatro voces importantes.

por REGINO MATEO

Pureza CANELO: Dulce nadie. Hiperión, Madrid, 2008.

Dulce nadie nos ofrece una visión de la vida ya consolidada. Es un poemario repleto de conclusiones, dudas y amplias zonas de vacío y ausencia. En ese territorio su autora se detiene a reflexionar sobre sus experiencias vitales en la búsqueda desesperada de una verdad. Y es así como sintetiza una visión desoladora de la vida y de la muerte. Su autora afirma en la solapa del libro: «Dulce nadie es un poemario de soledad rotunda, donde cruzan los tres vértices del triángulo de mi existencia: el desamor por tantas cosas, la ausencia materna y el egoísmo humano que nos invade. (…) El verso se decanta, la palabra se adelgaza con rictus de despedida e invita insistentemente a desaparecer, sin opción de volver atrás, de ese lugar llamado mundo». Hay un claro ejercicio de destilación en el que los versos se desnudan más que en libros anteriores, y eso hace, en su caso, que su mensaje se esencialice. Todo ello a través de versos cortos, ágiles y contundentes, de lectura cómoda y fluida.
Si analizamos cronológicamente la obra poética de Pureza Canelo advertiremos en su poesía un proceso -intencionado o no- de depuración y refinamiento que alcanza su mayor intensidad -y también su desesperación más desgarrada- en Dulce nadie.
También aquí plantea la negación dialéctica de la escritura a través de su propia afirmación: la célebre paradoja de cantar el hecho de que no sirve para nada cantar. En su anterior libro publicado, No escribir, éste fue un tema central. En Dulce nadie aparece otra vez esta reflexión sobre la escritura misma del poema; su utilidad y su sentido en el mundo. Pero en esta ocasión se advierten momentos en los que la autora parece encontrar en la poesía una alternativa a la soledad y al desamor, aunque también hay momentos en los que se percibe todo lo contrario; la inutilidad absoluta del verso: “Inventamos / el viaje // No fue verdad / pintar”. De ese modo tan exasperado Pureza Canelo se abraza a la poesía para desaparecer con ella: “conmigo / aprendió el compás / de esfumarse / de no ser” Una negación presente en poemarios anteriores pero esta vez cantada desde una voz despojada de adornos y decorados.
Es inevitable preguntarse si este libro es una despedida definitiva o si se trata de nuevo de un recurso poético que agudiza el efecto devastador de su vacío existencial. De todos modos, se aprecia una culminación aún abierta; una exaltación sin desenlace pero que suena ciertamente -como sucede en su anterior libro No escribir- a despedida. Haya o no abandono definitivo de la escritura, tras la lectura de Dulce nadie uno presencia un colapso, un estado crítico de angustia y pesimismo, una especie de catarsis que conmociona y estremece.
“El remo vuela”, sentencia en uno de sus versos. Sí. El remo vuela y no empuja ninguna embarcación, como cuando el lápiz escribe palabras en el aire, inútilmente, o como cuando se escribe en el aire con la vida y el viento va y la borra. Escribir es olvido. Sí, el remo vuela.

por VICENTE GUTIÉRREZ ESCUDERO


Manuel ARCE: Antología Poética. 1947-1954. Icaria, Barcelona, 2008. He aquí que Manuel Arce “se ha dejado hacer” una antología poética, y se ha asomado así de nuevo a su primera juventud, a su veintena, o más precisamente, al periodo que medió entre sus diecinueve y sus veintiséis años. En realidad, Manuel Arce lleva ya tiempo con la vista puesta atrás. Según sabemos, de sus nutridos e interesantísimos archivos personales (fotográfico, epistolar, documental) está tomando aliento para ir trazando poco a poco un volumen de memorias –Papeles de una vida recobrada es su título, siquiera momentáneo– que podemos ya prever como fundamental para la Historia de la Cultura de la España del medio siglo (XX, por supuesto). Un pequeño avance de esas memorias se publicó en el número segundo de la Revista QVORVM, dando en él noticia de las relaciones entre varias de las voces literarias y artísticas del momento a través de la narración de una peculiar anécdota personal, a caballo entre lo cómico y lo trágico. En ese texto lo versal tenía un peso innegable, y no es de extrañar, si atendemos a su cronología: se trataba de los que podríamos calificar como “fugaces” años poéticos de Manuel Arce, que transcurrieron básicamente entre 1947 (fecha de los poemas que alumbrarían su primer libro, Llamada) y 1958 (en que apareció su primera Antología Poética, editada por José Antonio Cuevas)
Decía, entonces, que Manuel Arce “se ha dejado hacer” una nueva antología poética, lo que sin duda es importante concesión. Regresar a los versos juveniles es todo un reto a los ochenta años, reto que no puede acometerse sin red ni sin cuidado. En este sentido, la selección que aparece en la editorial Icaria –Antología poética, 1947-1954–, de la mano de Juan Antonio González Fuentes, aunque con expresa revisión de Manuel Arce, es una selección breve y cautelosa, circunscrita básicamente a tres poemarios: el ya mencionado Llamada (1949), Sombra de un amor (1952) y Biografía de un desconocido (1954). Desde la lectura de estos poemas nos acercamos a un Arce que no nos resulta extraño pero sí más expuesto, dado que ese es el carácter natural del verso: desnudar, evidenciar lo que la obvia superficie oculta. Así pues, desde su poesía podemos acceder a un Manuel Arce veinteañero preocupado por el paso del tiempo (“Vida”), para quien el otoño es la obsesión que materializa ese transcurrir y su consecuente decadencia (“Llegada del otoño”), un tema que le preocupa especialmente en Llamada; asistimos a las huellas del enamoramiento y el afecto en el joven corazón (“La carta”), a la vez que a un cierto dolor por el entorno circundante (“Elegía por todos”), como temas predominantes en Sombra de un amor; y se nos hace partícipes, también, de referencias literarias (“Carta abierta a Walt Whitman”) y de preocupaciones estéticas, que abarcan desde su particular uso del verso (alternancia del verso rimado, con especial dedicación al soneto e incluso a estrofas populares, y el verso libre) a su particular concepción de la poesía como género de observación, específicamente sencilla en vestidura por la cotidianidad de su objeto. En Biografía de un desconocido esta preocupación se hace notable, y lo metapoético se funde con lo temporal, en una suerte de identificación entre verdad, atención, poesía y presente: “Pertenece/ ya a mis ojos./ Tañe mi aliento/ enloquecidamente:/ es ya mi canto, mi existencia./…/ Si canto cosas que contemplo/ es porque tienen mi presente”. El poeta que no atiende a la contemplación de la vida es interpelado con ironía: “Quieres llenar tu verso/ de refulgentes oros; saber que estás quemando/ un algo misterioso/…/ y pides a Dios ardien-/ temente, oh doloroso/ mendigo lo que día/ a día ven tus ojos”.
Tras la edición facsímil del conjunto de números de La Isla de los Ratones que publicó Visor en 2006, esta antología poética viene a remover las aguas de ese pasado que Manuel Arce contemplaba –sus “lanchas humedecidas de noviembre”– con ojos de poeta: bien abiertos.

por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA

Carlos SALOMÓN: Obra Poética. Gobierno de Cantabria / Fundación Gerardo Diego, Santander, 2008.

Esta antología recoge toda la obra poética publicada de Carlos Salomón. Los libros que recorre son, por este orden: La orilla, La sed, Las luces, Firmes alas transparentes, Región luciente, La brevedad del plazo y un último bloque denominado Poemas varios que recopila una serie de sonetos aparecidos en la célebre Antología publicada en 1968 por Pablo Beltrán de Heredia. Se publican además las portadas originales de cada uno de estos libros y se incluye una nota bio-bibliográfica que el propio Carlos Salomón escribió y entregó a Pablo Beltrán de Heredia para su Antología una semana antes de su muerte, ocurrida el 2 de octubre de 1955. Esta nota también fue incluida en la edición de esta misma antología por parte de Manuel Arce en su colección “La isla de los ratones”, en 1969. Aparecen también a modo de prólogo los criterios de la edición que aclaran, entre otras cosas, cuestiones relacionadas con la publicación de poemas de las que existen versiones modificadas.
Creo que debemos celebrar la publicación de esta antología aunque hayan tenido que pasar más de 50 años para que un proyecto como éste se hiciera realidad. Sería injusto condenar al olvido a uno de los más grandes poetas cántabros del siglo XX. Carlos Salomón, al igual que otros poetas como José de Ciria y Escalante, José Luis Hidalgo o Miguel Ángel de Argumosa falleció joven, lo que nos hace preguntarnos cuál hubiera sido su evolución poética. Casualmente la muerte fue uno de los elementos motivadores más recurrentes en toda su obra. No sabremos si esa obsesión por la muerte es fruto de una convicción poética o si se debe al desgraciado hecho de que ésta se le cruzara en el camino tan tempranamente. De todos modos escribió su gran poesía, y lo hizo bajo la perspectiva desoladora de la desaparición. Pero esa oscura presencia, en Carlos Salomón, se convierte en un amor universal por la vida. Para afrontar la muerte, para superar el acercamiento a ella, el poeta transita el amor, el paso del tiempo, el sufrimiento humano o la idea de Dios. A lo largo de esta antología se descubre a un poeta de voz amarga, que vuelve una y otra vez a la rima asonante, siendo el heptasílabo y el octosílabo las estructuras métricas más utilizadas, aunque también recurre, sobre todo en sus primeras obras, al eneasílabo.
Se trata de una antología imprescindible y oportuna pero en la que se echa en falta un prólogo más extenso, que profundice más en su obra. Por otro lado sería muy interesante la publicación de las obras de Carlos Salomón –tanto poéticas como narrativas- que aún hoy permanecen inéditas.

por VICENTE GUTIÉRREZ ESCUDERO

Lorenzo OLIVÁN: Antología Poética. Selección e introducción de Julio Neira. Editorial Veramar, Málaga, 2007.
Lorenzo Oliván es uno de los poetas jóvenes más destacados del panorama nacional. Esta antología realiza un recorrido por lo esencial de su obra, una obra que, recordemos, abarca casi 19 años. En ella se incluyen poemas procedentes de sus libros, desde mi punto de vista, más importantes: Único norte, Visiones y revisiones, Puntos de fuga, Libro de los elementos y La noche a tientas.
El lector encontrará, por un lado, al Oliván de los aforismos y las greguerías -o el de los "fragmentos" e "instantáneas", como él prefiere llamarlos-; me refiero al Oliván de libros como Visiones y revisiones o El mundo hecho pedazos. Por otro lado -y en mayor medida- encontrará al Oliván de tono realista que indaga en la realidad profunda mediante un discurso poético elaborado, de una madurez expresiva admirable y un uso del heptasílabo y el endecasílabo magistral.
Creo que, tratándose de una antología de poesía, ha sido un acierto del antólogo el haber dado más protagonismo al segundo Oliván que al primero, pues el mismo autor ha declarado en una entrevista concedida a Ángel Manuel Gómez Espada en 2002 que “El poema busca otro tipo de verdad que no necesita de esos subterfugios. Detesto la poesía simplemente ingeniosa o brillante. El ingenio, bien visto en un aforismo, puede anular o atenuar la verdad de la poesía, así que intento que en mis versos no se cuelen esas impurezas, que en las distancias cortas soporto, como un poco de picante en una comida.” Eso sí, creo que sería conveniente la edición de una antología del Oliván de las greguerías y los aforismos.
De todos modos y en ambos casos estamos ante un escritor que busca la trascendencia simbólica a la realidad observada; bien desde el golpe de efecto, los dobles sentidos o las contradicciones, bien desde un discurso poético reflexivo en el que toma más protagonismo el pensamiento y que evidencia una total transparencia de la conciencia, poniendo de relieve una actitud crítica y ética ante la escritura y el mundo.
En efecto, la escritura del poema en Oliván se proyecta más allá de la simple observación de la realidad, para reflexionar y escarbar en ella; para, en ocasiones, darle la vuelta y encontrarle así el reverso. La realidad se presenta entonces no como algo inamovible, sino como algo en continua y misteriosa mutación, expuesto a la servidumbre de la oscuridad, capaz de aproximarnos efectivamente a lo enigmático, a una metafísica simpática. Se podría decir que la realidad, en su poesía, está en permanente tensión consigo misma.
Se trata pues, de una poesía mistérica pero asequible a la vez. Y creo que pocos son los poetas que alcanzan este “punto de equilibrio” entre oscuridad y razón. En ese sentido, en la entrevista realizada por Ángel Manuel Gómez Espada antes mencionada, Oliván dice algo muy interesante acerca de su propia poesía: “Estoy convencido de que lo esencial del poema (…) tiene más que ver con la intuición sonámbula que con la razón despierta” Yo, como lector, agradezco que el poeta sepa mostrarme a tientas, desde la pura intuición, el misterio de cada cosa y que me convide así a adentrarme en los aspectos irracionales del ser humano. Por su parte, Luis Antonio de Villena ha escrito a propósito de su premiado libro Puntos de fuga que “parte de un tono nítido, de origen realista, para entrar desde una cierta metafísica transparente o luminosa en el interior de las cosas.” Este hecho puede extenderse al resto de sus poemarios, pues en todos ellos invita al lector a ver de otro modo aquello que éste ve de forma cotidiana; a practicar un tipo de mirada desfamiliarizante respecto de aquello que le resulta familiar para adentrarse en sus múltiples misterios.
Como responsable de la selección, Julio Neira escribe una interesante introducción en la que realiza un análisis cronológico de la obra de Oliván y que parte de una lectura crítica e inteligente, observable no sólo en la elección antológica en sí sino además en el modo en que dispone un recorrido poético coherente, no un mero muestrario, del poeta. Asimismo, y es de agradecer, incluye en esta introducción algunas reflexiones del propio autor tomadas de diferentes poéticas y entrevistas que ayudan a entender más su poética.
Para aquellos que no conozcan el mundo poético olivaniano, esta antología puede ser la mejor forma de adentrarse por primera vez en él, y para aquellos que ya lo conozcan, una panorámica más de las muchas que podrían establecerse ante la incesante evolución de una obra poética tan amplia, intensa e indagadora. Tanto unos como otros podrán ejercitarse en ese ver de otro modo la realidad; acceder a lo real a través de esa nueva mirada que el poeta coloca, con mucha delicadeza, en nuestros ojos.

por VICENTE GUTIÉRREZ ESCUDERO


Estudios

José Luis SÁNCHEZ NORIEGA: Mario Camus, oficio de director. Mario CAMUS: Apuntes del natural. Memorias con Arte, 5. Ediciones Valnera, Villanueva de Villaescusa, 2007.

Las “Memorias con Arte” que anualmente publica Ediciones Valnera ha dedicado su quinta entrega al cineasta santanderino Mario Camus, una de las figuras fundamentales de la cultura actual en Cantabria. En esta ocasión, el precioso estuche contiene los dos libros cuya ficha encabeza esta reseña, acompañados del DVD Madrid, capital cultural, que rescata un interesante documental que Camus dirigió para TVE en 1984. Según el planteamiento de esta serie, “Memorias con arte” pretende rescatar la peripecia vital de personajes representativos del arte en nuestra región, a través de sus propias evocaciones y del testimonio crítico de quienes han estudiado su obra. Tras los estuches dedicados a Eduardo Sanz, José Ramón Sánchez, Fernando Calderón y “Peridis”, este de 2007 está protagonizado por un director cinematográfico que es también un excelente escritor, acaso insuficientemente conocido en esta faceta de su talento. La entrega reúne muestras de ambas facetas (los textos de Apuntes del natural y las imágenes de Madrid, capital cultural), excelentemente acompañadas del estudio que firma Sánchez Noriega. Como este advierte, Mario Camus, oficio de director suple el encargo inicial que los editores habrían hecho al cineasta: en lugar de escribir sus memorias, Mario propuso “un libro de conversaciones donde se llevara a cabo un repaso de sus trayectoria de cuatro décadas”; el resultado de esas muchas horas de fecundo diálogo entre Camus y Sánchez Noriega, el más cualificado especialista en la obra de nuestro director, a quien dedicó su tesis doctoral, convertida luego en el libro Mario Camus (1998), son las 230 páginas que, organizadas en quince capítulos, pasan revista a su densa y ejemplar carrera; desde la infancia y adolescencia entre Santander y el Valle del Saja, los estudios en el colegio de La Salle, su temprana afición por la lectura (en la Biblioteca de Menéndez Pelayo) y por el cine (en la Sala Narbón, el Popular Victoria, el Cervantes, el Coliseum, el Cinema), el traslado a Madrid para estudiar Derecho, que pronto cambia por la Escuela Oficial de Cine, donde formará parte del núcleo germinal del Nuevo Cine Español: Saura, Martín Patino, Borau, Sueiro, Picazo, Summers, Olea, Cuadrado, Regueiro, Mercero… Ahí arranca su carrera, primero como coguionista de Los golfos, de Saura (1961) y luego sus primeras películas: Los farsantes y Young Sánchez, ambas de 1963. Lo que sigue es una de las más impresionantes trayectorias del cine español, al que Camus ha aportado títulos fundamentales: Con el viento solano (1965), Los días del pasado (1977), Fortunata y Jacinta (1980), La colmena (1982), Los santos inocentes (1984), La casa de Bernarda Alba (1987), La forja de un rebelde (1990), Sombras en una batalla (1993), La ciudad de los prodigios (1998), La playa de los galgos (2001), hasta la recentísima El prado de las estrellas (2007) o su próximo rodaje, Historias de la bahía… Ayudándose con los testimonios del director, pero también con su insuperable conocimiento de esa obra, el crítico va reconstruyendo la historia de aquellos rodajes, las vicisitudes de su producción, exhibición, recepción, acogida crítica…; salpicado todo ello con las lúcidas reflexiones -a veces, autocríticas- y las interesantes confidencias del protagonista, ilustrado con una valiosísima colección de fotografías -más de 120, en su gran mayoría inéditas hasta ahora-, y completado con el catálogo de su producción filmada (fichas técnica y artística, resumen argumental de cada una de sus películas).
Es ya un lugar común afirmar que Camus es, entre los cineastas españoles, quien más -y mejor- ha basado sus películas en textos de nuestra literatura, como demuestran varios de los filmes arriba citados; sin olvidar su participación como guionista en adaptaciones filmadas por otros: Luces de bohemia (1984), de M. A. Díez; Werther (1986) y Beltenebros (1991), de P. Miró. Pero también hay también mucha y buena literatura en algunas películas suyas, basadas en argumentos propios: Volver a vivir, Los días del pasado, La vieja música, Después del sueño, Sombras en una batalla, Amor propio, El color de las nubes, La playa de los galgos, además de ser espléndidas muestras de buen cine, están construidas sobre unos materiales narrativos (historias, asuntos, conflictos, escenarios, personajes) tan valiosos como los de las novelas de Aldecoa, Galdós, Cela o Delibes que en otras ocasiones ha adaptado; y lo mismo cabría decir de algunos guiones para otros directores, como el de El pájaro de la felicidad, de P. Miró, basado en un cuento suyo, recogido ahora en Un fuego oculto (2003).
Según testimonio de Carlos Saura, citado por Sánchez Noriega, la vocación inicial del cineasta santanderino fue más la literatura que el cine: “era por entonces, por encima de todo, un escritor de gran talento (....) yo estaba convencido de que llegaría a ser uno de los literatos más importantes de nuestra generación”. Aunque el tiempo no haya confirmado -hasta ahora- tal profecía, las muestras de su escritura recientemente publicadas están dando la razón al dictamen de Saura. Acabo de mencionar su libro Un fuego oculto, que rescata como cuentos catorce historias que no llegó a filmar; a ello se añaden estos Apuntes al natural, que rememoran episodios o anécdotas de su biografía: los amigos de la escuela en Vernejo; el aprendizaje del latín en Colegio de La Salle; las historias que cuenta un boxeador retirado, compañero de las comidas con su padre en el bar La Ferroviaria; los entrenamientos con el equipo colegial de baloncesto; su experiencia como figurante en una película “de romanos” en el Madrid de los años cincuenta; el heroico comportamiento de un compañero en el campamento de las Milicias Universitarias; el recuerdo del amigo desaparecido, Ignacio Aldecoa; la difícil escritura de un guión fallido; las visitas a un artista cántabro (Daniel Gil) injustamente olvidado… Y, alternando con esos relatos, unas breves estampas -entre líricas y fílmicas- que, como las viejas fotografías de un álbum, completan la evocación biográfica: la primera visión de un criminal encadenado y escoltado por la pareja de civiles (“las imágenes quedan para siempre como un mal sueño, como algo que será difícil de olvidar, que vivirá con uno toda la vida”); el pelotón de ciclistas trepando las empinadas cuestas en carreteras de segundo orden; la grabación que trae la voz del pariente emigrado en Caracas; las duras condiciones de rodaje en el verano andaluz; los elogios -tan sencillos como hondos- a alguna de sus películas por parte de Joseph L. Mankiewicz o Dick Bogarde… Textos que parecen anunciar o glosar las películas (filmadas o posibles) de un director cuya obra encarna de modo magistral esa compleja relación entre la literatura y el cine, entre la palabra y la imagen.

por JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ HERRÁN

Fray Luis DE LEÓN: De los nombres de Cristo. Edición, estudio y notas de Javier San José Lera. Prólogo preliminar de Fernando Lázaro Carreter. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2008.

Decía Azorín en el epílogo a su De Granada a Castelar que los grandes clásicos españoles son como viejos palacios abandonados en los que pocos se arriesgan a entrar, aunque muchos los ven desde fuera. Entrar en los clásicos sigue siendo una obligación, entrar arriesgando y con todas las consecuencias. En la edición y el estudio de los clásicos es donde debe dar sus frutos mejores, todavía hoy, la filología española.
Como es sabido, De los nombres de Cristo empezó a gestarse durante la estancia en prisión de Fray Luis –“honor de la lengua castellana”, según afirmó Lope de Vega–, tras ser procesado por la Inquisición a raíz de su traducción de El Cantar de los Cantares. Que De los nombres de Cristo, diálogo pleno de musicalidad acerca de las denominaciones con que se alude al Hijo por antonomasia en los textos sagrados, es un clásico de la Literatura Española, a nadie cabe la menor duda. Desde Cervantes y Lope de Vega, a Menéndez Pelayo, la admiración por la obra no deja de crecer, siglo a siglo. Y también es cierto, desgraciadamente, que con esta obra se cumple el pronóstico de Azorín: muchos la citan de pasada, desde fuera, sin haber penetrado en el monumento impresionante del palacio para descubrir sus salas y sus alcobas. Su extensión y su tema no invitan al riesgo en un siglo XXI con tendencia a las lecturas apresuradas y triviales.
Esta edición, realizada por el santanderino Javier San José Lera, profesor de Literatura Española en la Universidad de Salamanca, lo hace con caudal de datos y conocimientos. La limpieza del texto crítico, que se establece teniendo presentes todas las ediciones anteriores, la abundancia de notas, a pie de página y complementarias, y el extenso estudio introductorio, hacen de esta edición una herramienta eficaz para penetrar en el viejo palacio. Javier San José sitúa pormenorizadamente los aspectos esenciales de la obra en su contexto histórico-literario y la anota punto por punto para explicarla y acercarla al lector de hoy.

por ANA RODRÍGUEZ DE LA ROBLA

Edgar Allison PEERS: Santander. Edición y prólogo de Anthony H. Clarke. Traducción de María Ángeles Gimeno Santacruz. Ediciones Tantín, Santander, 2008.

Con singular acierto Ediciones Tantín, en colaboración con el Ayuntamiento de Santander, ha traducido por vez primera esta obra, entre el ensayo breve y el libro de viajes, de Edgar Allison Peers (1891-1952), quien fuera lector de español en la Universidad de Liverpool y titular de la cátedra “Gilmour Professor of Spanish”, sucediendo en ella nada menos que a James Fitzmaurice-Kelly (1858-1923). Hasta ahora Santander sólo se había publicado en inglés, en el año 1927 (London, Alfredo A. Knopf; hay un ejemplar en la Biblioteca Municipal). Entonces Peers participaba de lleno en los cursos que dicha universidad organizaba en Santander, y que constituyeron uno de los precedentes (no el único) de la Universidad Internacional. Dan información de esa presencia, entre otras fuentes, el Bulletin of Spanish Studies (1923-1927), que fundara el propio Peers y que cita Anthony H. Clarke, experto perediano, en su prólogo, además de las cartas (aún inexplicadamente no publicadas por completo) de Miguel Artigas con José Ugidos o con José María de Cossío. Los cursos de Peers se prolongaron hasta 1932 y al año siguiente se trasladaron a San Sebastián. Peers rompió entonces no sólo con la ciudad de Santander, sino también con algunas personalidades culturales con las que hasta entonces se había relacionado, asunto aún no estudiado lo suficiente. Y es que queda mucho por investigar sobre el primer tercio de la vida cultural santanderina del siglo XX; de profesores como Peers, por ejemplo, apenas sabemos nada, a pesar del esmerado texto de Clarke, que pretende ser sólo una introducción a su vida y su obra. Ocurre lo mismo con otros santanderinos involucrados en esas actividades de verano, como José Ramón Lomba Pedraja o Julián Fresnedo de la Calzada, asiduos de la Biblioteca Menéndez Pelayo y colaboradores de Peers, cuyos nombres no acaban de salir de los lugares comunes citados en diversos libros. Clarke destaca en el libro Santander el “afán difusor y propagandístico” que pudo suponer para los lectores ingleses. Peers desarrolló un ensayo breve y eminentemente divulgativo sobre Santander (con abundantes datos históricos, impresiones sobre sus calles y sobre el veraneo, más una semblanza de Menéndez Pelayo y su biblioteca), Comillas, Cabezón, Torrelavega, Santillana, San Vicente, Limpias, Santoña, Laredo, Castro, los valles interiores, Liébana y los Picos de Europa. Resulta un delicioso texto, en el que se desgranan las interesantes impresiones de un visitante amante de las cosas de España pero, al fin y al cabo, habitante esporádico de una región extranjera. Años más tarde publicó, con el pseudónimo de Trevor C. Smith, San Sebastian and the Basque Country (University of Liverpool, 1935). Esta producción de Peers relativa a la difusión de las tierras españolas representa un porcentaje ínfimo de toda su obra, en la que destacan sus estudios sobre la ascética y la mística españolas y sobre todo sus análisis sobre el Romanticismo español. Sin embargo es de valorar que se haya traducido un libro sobre Santander que era muy poco o nada conocido.

por MARIO CRESPO


MÚSICA

Espectáculos

El Festival Internacional de Santander
y el mito del eterno retorno
Balance de la LVII edición del FIS

por REGINO MATEO

Más de medio siglo ya desde que el Festival Internacional de Santander dio sus primeros pasos, convirtiéndose en una referencia para la música y las artes escénicas del panorama nacional. Más de medio siglo en el que las viejas tarimas de la Plaza Porticada primero y la más fría escena del Palacio de Festivales de Cantabria ahora han sido testigos privilegiados de noches importantes verano tras verano. Toda una historia que ha hecho del FIS un referente dentro de esa mitología cultural identitaria que nos quiere algo así como atenienses septentrionales y que nos hace esperar cada vez un paso adelante que confirme la riqueza de ese patrimonio que la sociedad santanderina ha hecho suyo.
La primera aproximación a la programación desarrollada el pasado verano provoca ya algunas reflexiones, a partir de las cuales quiero articular este texto en dos miradas que a veces se cruzan, pero que exigen análisis diferentes. La primera de ellas, más crítica, se centra en lo que apreciaría como ausencia de un ingenio estructurador tras el entramado institucional. La segunda, necesariamente toma como punto de referencia a los artistas y compañías convocados y la realidad de sus interpretaciones. Y se hace necesaria esta disociación porque suele ocurrir por estos pagos que no estar conforme con los planteamientos del Festival suponga para muchos discutir el muchas veces indiscutible nivel de interpretación. Y viceversa, cuestionar lo que en términos estrictamente artísticos ocurriera en el escenario se lee como una mirada negativa sobre las manos responsables de la programación.
En este sentido, la quincuagésimo séptima edición de nuestro mayor evento cultural, y desde el segundo elemento de análisis, el más centrado en la calidad artística, ha sido una edición correcta. Sin más. Por un lado, hay que señalar que cuando el Festival coincide con el Concurso Internacional de Piano de Santander, tres jornadas le quedan reservadas a éste, jornadas que no deben ser estrictamente sujeto de la mirada crítica por tratarse de un certamen. No es fácil que solistas y orquestas alcancen el entendimiento necesario con nada más que un par de pases previos a las semifinales o final, no es fácil delimitar el efecto de la tensión nerviosa de los concursantes. Y en cualquier caso, no es justo someterlos al mismo escrutinio que a los profesionales. Baste decir que el Concurso transcurrió por sus fueros habituales, que fue el año (como estaba previsto de antemano) de China, y que a mi favorito (un joven ruso de extraordinaria musicalizad) lo descabalgaron en semifinales.
Desde su traslado al Palacio de Festivales, uno de los cambios de planteamiento experimentados por el Festival es la relevancia que se otorga a la ópera. La gran propuesta fue (debería haber sido) un Sansón y Dalila de Saint-Saëns que resultó pretencioso y no fue capaz de colmar las expectativas generadas por tan bella página. Una excelente lectura orquestal y una creciente Julia Gertseva contrastaron con una escenografía tan ineficaz en lo narrativo como incoherente en lo conceptual y con un José Cura como siempre pasional y excesivo pero de técnica inestable. Pero Cura canta así, por lo que no creo que su errática interpretación del rol protagonista extrañara a nadie. Se le ama (inexplicablemente) o se le odia. No caben otros matices.
Como complemento, el Festival se inauguró con un programa patchwork; esto es, retales inconexos de obras que sólo buscan el lucimiento de los cantantes en una sucesión más o menos afortunada de fragmentos populares. Vamos, como Los 40 Principales, pero en versión operística. Suele ser difícil sacar adelante con verdadera maestría este tipo de programas, pero ni siquiera el interés y la profesionalidad de los dos cantantes, la soprano Eva Mei y el bajo Giacomo Prestia pudieron salvar una noche que se hundió por el lastre de una orquesta desbaratada y una dirección ausente. Sin embargo, la velada dedicada al Barroco francés por Les Arts Florissants y la mezzo sueca Anne-Sofie von Otter, fue todo un lujo. Von Otter conoce el repertorio, cuenta con una voz hermosísima y su técnica es impecable. La exquisitez con que leyó los aires de corte de Lambert ha sido, sin duda, una de las cimas interpretativas del verano. A su lado, William Christie y su espléndido conjunto de instrumentos antiguos nos resarcieron de la parcial decepción que supuso su anterior visita al Festival. Esta vez sí sonaron como los conocemos. Dentro de esta mirada a la ópera, la Orquesta Sinfónica de la Radio Finlandesa vino acompañada por esa soprano maravillosa que es Karita Mattila. Una lástima que no se aprovechara a una de las más reputadas intérpretes de lied orquestal para explorar este repertorio tan olvidado por nuestro Festival, y que en cambio se programara un nuevo y caótico patchwork con retales de Janacek y Tchaikovsky. Por cierto, hemos sido realmente originales: tan preocupados como estamos por la ópera y su mundo, y en pleno año Puccini nos olvidamos de las grandes óperas del italiano y lo relegamos al exilio de los marcos históricos con programas e interpretaciones muy menores.
Ya que hablábamos de la Orquesta de la Radio Finlandesa, hay que recordar que la presente edición se presentaba como un gran homenaje al director castreño Ataúlfo Argenta. Muy poco de Argenta había en la programación, muy poco de reivindicación de su figura, sus pasiones y sus éxitos, y ni siquiera estuvieron las dos orquestas de su corazón y su vida, la Orquesta Nacional de España y la Orquesta de la Suisse Romande. Pero sí es verdad que tuvimos la oportunidad de escuchar a varias formaciones orquestales de primera línea (no las mejores del mundo, como machaconamente se nos informaba desde instituciones y Festival, con esa obsesión absurda por el superlativo en un campo tan poco dado a las exageraciones competitivas como el arte, pero sí desde luego importantes). Los finlandeses nos regalaron un bellísimo programa Sibelius, donde brilló como remate de oro su poema sinfónico Finlandia, bajo la batuta de un Sakari Oramo que tal vez sea hoy el músico que mejor ha entendido el alma de su compatriota. De la misma manera, Temirkanov, bien conocido ya por los aficionados santanderinos, volvió a enfrentarse a ese repertorio ruso que tan bien traduce en perfecta comunión con su orquesta, la Filarmónica de San Petersburgo. De entre las obras elegidas, la Suite de Petrouschka, de Stravinsky, y el arreglo orquestal que Ravel realizara para los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, me parecieron dos interpretaciones de referencia, insuperables por la riqueza de matices, de texturas y la exhibición de toda la paleta de timbres de la orquesta.
Se esperaba a Mehta y su Novena Sinfonía de Beethoven, pero antes le escuchamos en un programa donde ofreció intensidad wagneriana a la Obertura del Tannhäuser y a ese Preludio y muerte de Isolda que debe de ser un extraño fetiche para alguien, ya que no parece posible en los últimos años una edición del Festival en que no lo toquen. ¿Nadie sabe qué obras y artistas se repiten de un año para otro? Porque no me irán a decir que tanta Isolda es deliberada ... Y en lo que se refiere a la Novena, digamos que la opción de Mehta de explorar las complejas estructuras compositivas y realzar el armazón más que el corazón, provocó una sinfonía un tanto desprovista de pasión. Y cuando a Beethoven se le desnuda de esa fiera convulsión romántica que siempre va aparejada a su música, pierde mucho (como ya tuvimos ocasión de comprobar en otras lecturas estructurales que han pasado por la Argenta, como la de Genadi Rohzdetsvenski con la Sexta). Adecuados los solistas y pobre el Orfeón Donostiarra, como ya viene a ser una costumbre en una formación coral a mi juicio sobrevalorada. Al menos en sus últimos años.
Mucho ha perdido la extensión del Festival hacia los llamados Marcos Históricos. Pero me parece esencial recordar que dos de las mejores propuestas de la última edición han tenido lugar en este ciclo paralelo: el clavecinista Nicolau de Figueiredo y, sobre todo, ese prodigio de sensibilidad, sensualidad y musicalidad que es el conjunto madrigalístico que creara el contratenor italiano Claudio Cavina: La Venexiana.
Dejo para el final un breve apunte sobre el primero de los elementos que apunté al principio de este artículo. Hace ya tiempo que la repetición de obras e intérpretes es una constante del Festival. De la misma manera que es constante cómo se desaprovechan las oportunidades que marcan las efemérides del calendario para explorar, encargar y aportar un poco de frescura, obras nuevas, miradas nuevas sobre viejos compositores, y generar programaciones con un cierto entramado de hilos conductores que permitan construir un desarrollo del Festival diferente cada edición. Antes apuntaba el caso de Puccini, pero sigue igual medida que a Monteverdi se le pasara por alto el año pasado, cuando se celebraban los 400 años de la puesta en escena de la primera ópera de la historia, y se le recuerde éste. Como es extraño que se quiera hacer un recuerdo a Messiaen sin obras de Messiaen o que olvidando que Argenta adoraba la zarzuela y que era el aniversario de Chueca no se aprovechara para fundir los dos homenajes en la producción de alguna de las zarzuelas principales del madrileño.
Y es que en los últimos años, las ediciones del FIS se suceden pareciéndose demasiado las unas a las otras. O a lo mejor es que imbuido también el Festival de la leyenda dorada de la Atenas del Norte, han recuperado la vieja cosmogonía del eterno retorno, reinventada por Nietzsche. En fin, visto lo visto (y escuchado lo escuchado) ¿cómo será el Festival Internacional de Santander de 2009? O mucho cambian actitud, ideas y criterios y somos capaces de reinventarlo, o sería tristemente fácil hacer una quiniela.

Samson et Dalila
La “apuesta” operística de la LVII edición del FIS


por ROBERTO BLANCO
La única ópera de Camille Saint-Saëns que se mantiene en el repertorio, Samson et Dalila, es una obra repleta de “ismos”: exotismo, erotismo, academicismo, misticismo, arcaísmo... Y es también una ópera erudita fruto del mejor oficio de su autor, que debe la popularidad al dúo de amor del segundo acto y a la bacanal del último. Esta obra ha sido la elegida por el Festival Internacional de Santander para cumplimentar el apartado operístico en sentido estricto, proponiendo una producción del Teatro Comunale de Bologna en colaboración con Wallonie, Trieste y Wroclawska, y con el acierto de confiar su dirección musical a Eliahu Inbal, un director suficientemente experto para manejar esta ópera considerada como “difícil” por el tipo de vocalidad empleada -basada en una vigorosa declamación y centrada en las tesituras agudas de los distintos registros-, por los problemas que plantea su puesta en escena -de la hipertrofia espectacular que se espera de una obra que combina dramaturgia de grand-opéra y oratorio- o, en fin, por la complejidad de las piezas corales de ardua y no fácil ejecución.
La dirección escénica de Michal Znaniecki fue mucho más controvertida. El regista polaco abandona las referencias espacio-temporales de la época veterotestamentaria y sitúa la acción en un espacio claustrofóbico y marmóreo. Al comienzo da la sensación de estar en los años treinta por el vestuario gris de los hebreos que además calzan botas militares, pero cuando aparecen Abimelech y los filisteos -en la parte superior de un escenario que deja la inferior para los sojuzgados hebreos- se produce la descontextualización, con un vestuario entre Guerra de las galaxias y Scherezade (Dalila y las filisteas con enormes gorros en forma de cebolla). Entra Sansón en escena con su melena cubierta y se pasea entre los hebreos -dispuestos en filas marcialmente ordenadas- que exhiben libros sagrados y torah semiquemados mientras dos hebreas dibujan la menorah con tiza en el suelo de la boca del escenario. Sansón estrangula a Abimelech y lo deja colgado de un muro hasta que dos soldados filisteos con los rostros pintados con figuras dragonescas lo recuperan y lo transportan por una oculta y estrecha escalera. Después tiene lugar una ceremonia de purificación donde los hebreos limpian con agua sus manos manchadas con la sangre de su revuelta contra los filisteos.
En el segundo acto no estamos en la casa de Dalila del fértil valle de Sorek, sino en una especie de piscina vacía a la que se accede mediante puertas secretas ocultas por lastras correderas de mármol; al fondo, dos monóforos verterán sangre (presumible metáfora del acto de comisión del pecado) en el momento en que Sansón caiga en las redes de Dalila y confiese el secreto de su arma de destrucción masiva… Muy poco sensual es la yacija tirada en el suelo bajo un trapo sujeto por cuatro palos que hace las veces de dosel y que luego servirá para inmovilizar y capturar al ya desguedejado juez hebreo. Y en vano Dalila regará el catre con pétalos de flores que extrae de su “casco”: el erotismo está ausente y no aparece ni siquiera en el clímax con que concluye el acto.
La dirección escénica no cambia en el último acto: tanto el coro como los protagonistas y los figurantes no parece que desarrollen una acción, pero el número de danza y la espectacularidad del final se le hurtan al espectador, que no percibe ni tensión dramática ni fuerza teatral. La famosa bacanal la convierte Znaniecki en el ya muy recurrente tema del genocidio judío: es una orgía de sangre en la que se humilla, tortura y ejecuta de cien formas distintas y uno a uno a los hebreos enjaulados, quedando los “cadáveres” diseminados por todo el escenario, aunque minutos después se levanten para dejarlo libre antes de que el templo se desplome. Ahora bien, el supuesto derrumbe se limita a dos columnas levemente inclinadas, dos escaleras abatidas y un telón negro que desciende a media altura.
El tenor argentino José Cura construyó un Sansón histriónico y super-macho, sacando provecho de toda ocasión para lucir su body musculoso La tesitura central del papel le va bien a su voz, de timbre amplio con veladuras oscuras, pero su agudo es poco seguro y se aprecia fatiga en el paso del registro central al agudo. Cantó bien el segundo acto pero en el tercero sus gemidos y lamentos atado a la noria fueron excesivos y sobreactuados.
Julia Gertseva como Dalila fue una estatua tan marmórea como el decorado. Posee una voz de bello color con matices oscuros, con graves timbrados y sonoros, registro central suntuoso y potente, aunque el agudo no sonó muy sólido ni seguro, llegando alguna vez al grito. Concibió una Dalila gélida, con una expresión carente de veladuras eróticas y de sentimiento en voz y gestualidad.
Mark Rucker, embutido en un incomodísimo atuendo que le impedía gestos y movimientos, fue un Gran Sacerdote de voz amplia pero monótona, sin desplegar matices. Poco audible el Abimelech de Mario Luperi y correctos Ivica Cikes (viejo hebreo) y Cristiano Olivieri (mensajero filisteo).
Y el gran protagonista, como avanzábamos al principio, fue Eliahu Inbal, dirigiendo a la Orquesta del Comunale de Bologna con perfección y emotividad, con toques delicados en las páginas más sensuales de la partitura y obteniendo colores envolventes y sedosos. El coro, finalmente, llevó a cabo una correcta prestación, cuidada y bien ensayada.

Regreso del binomio ópera-cine
Sobre las proyecciones operísticas programadas
en las salas Cinesa de Santander


por ROBERTO BLANCO

La plausible iniciativa de transmitir representaciones operísticas en tiempo real que se inició el pasado febrero con una Elektra del Liceu barcelonés y que se frustró meses después con el fallido L'Orfeo del real madrileño, regresó en septiembre por la puerta grande con una impecable retransmisión digital del Don Giovanni mozartiano que inauguraba la nueva temporada de la Royal Opera House, Covent Garden, de Londres.
Y de nuevo hay que lamentar la escasa comparecencia de público a un espectáculo cinematográfico, operístico y audiovisual de gran calidad servido con profusión de medios técnicos por Opus Arte, el sello propiedad del Covent Garden que produce y comercializa gran parte del mercado de ópera en formato DVD.
El amante de la ópera dispondrá aún, antes de que finalice el año, de la posibilidad de acceder a otras cinco representaciones más: Un ballo in maschera verdiano que inaugura la temporada del Teatro Real de Madrid, en septiembre; La Sonnambula de Bellini desde el Teatro Lírico de Cagliari en octubre, Carmen de Bizet (en diferido) desde el Anfiteatro de Macerata en noviembre, y en diciembre la Aida del Teatro Massimo de Palermo y Hansel y Gretel de Humperdinck desde la Royal Opera House londinense, anunciándose otras diez óperas más para el 2009.
El Don Giovanni que se pudo disfrutar en la sala santanderina de Cinesa es la reposición de la producción que Francesca Zambello presentara hace seis años en el mismo teatro con los decorados de Maria Björnson, un aparato escénico un tanto limitante que encasillaba la acción. Pero la genial música de Mozart la servía el gran Charles Mackerras, quien hizo una versión muy fraseada y ágil, siempre elegante y con pulso. Los cantantes, ubicados a menudo en lugares incómodos, no siempre lograron una buena prestación, empezando por Simon Keenlyside, un Don Giovanni capaz de mucho humor pero también cruel y despiadado y extremadamente cínico, muy impaciente en su seducción a Zerlina que, interpretada por la mezzo Miah Persson, fue de las mejores del elenco. Kyle Ketelsen presentó un Leporello impecable, nada convencional y muy convincente en escena, y Ramón Vargas un Don Ottavio de buena linea vocal y nada tonto. De las dos protagonistas femeninas, Marina Poplavskaya fue una estatuaria Donna Anna, pero Joyce Di Donato hizo una excepcional Donna Elvira que cantó e interpretó maravillosamente su papel.
Un gran acierto fue, por otra parte, que durante los largos más de treinta minutos del entreacto se emitiera un documental mostrando las dependencias y entresijos del famoso teatro londinense, y que su director musical, Antonio Pappano, dejara que Mackerras y Zambello expresaran su visión y opiniones sobre la inmortal obra mozartiana.
Una semana después, esta vez en diferido, la misma sala cinematográfica exhibió la grabación de la ópera de Rossini L'Italiana in Algeri efectuada en agosto de 2006 en el Teatro Rossini de Pesaro, con regia de Dario Fo y dirección musical de Donato Renzetti, que ha publicado el sello Dynamic. La concepción de Fo aporta a la locura y frenesí musical de Rossini el movimiento perpetuo y rápido de todos los elementos escénicos, creando elementos de auténtica esquizofrenia y recurriendo a técnicas escénicas que nos remitían al teatro barroco italiano, a la commedia dell'arte y al espectáculo de sombras chinescas. No hubo en esta producción ni un momento de calma, con unas cámaras que se muestran muchas veces incapaces de exponer al completo la dimensión de un espectáculo servido por voces notables e idóneas para este repertorio. La música agradable de Rossini y el libreto fácil hacen de esta ópera una de las más adecuadas para el espectador no muy iniciado en el género lírico.

ARTE

Un museo privado

por FERNANDO ZAMANILLO

Fernando Zamanillo inicia su particular “sección” artística con este texto, acercándose a la exposición “Despacio” de José Luis Mazarío, celebrada en el Casyc de Caja Cantabria.

Dice el antropólogo y sociólogo francés Pierre Sansot, en su libro Del buen uso de la lentitud (Barcelona, 1999), que esta no significa la incapacidad de adoptar una cadencia más rápida. Se reconoce en la voluntad de no precipitar el tiempo, de no dejarse atropellar por él, y también de aumentar nuestra capacidad de acoger el mundo y de no olvidarnos de nosotros mismos en el proceso. También dice que a sus ojos la lentitud es sinónimo de ternura, de respeto, de la gracia de la que los hombres y los elementos a veces son capaces.
He de decir que no son casuales, ni tampoco forzadas estas citas del pensador francés, sino que a ellas me he visto impulsado en primer lugar, por empatía, y en segundo, por el título que José Luis Mazarío dio a su exposición del pasado año en la sala de Caja Cantabria, de Santander. Ni tampoco forzadas, me repito e insisto, pues indican, a mi entender, perfectamente el tempo, tiempo, carácter y voluntad, del artista en su trayectoria vital y profesional.
Así pues, en esta línea de sentimientos, quiero iniciar dentro de mi habitual colaboración en esta revista una sección dedicada a mis artistas favoritos, con la clara intención de formar un pequeño museo imaginario muy de mi gusto particular. Y en consecuencia dejo al iniciado lector, por supuesto, eso es algo inevitable, la libertad de visitarlo con su entera capacidad de crítica.
De aquella exposición de Mazarío hubo dos cosas que me llamaron profundamente la atención: una, el título, Despacio, como ya he dejado claramente expresado, y la otra, la personalísima selección de obras en un recorrido de casi quince años, desde el año 1993 hasta el 2006. Creo que uno y otra van en exacta correlación de significados y los dos apuntan en la dirección que he ya he manifestado desde el principio.
Abría la exposición, no sin un claro propósito, un primer cuadro, de 1993, titulado elocuentemente El tiempo. Un óleo sobre papel, de formato alargado, en el que se veía, sobre el fondo verde, ocre y azul de un paisaje marino, una figura humana que cargaba sobre sus hombros y brazos otra similar en sombra y descabezada, que se alzaba hacia el cielo y sobre la línea del horizonte; cerraba el cuadro a la izquierda una pequeña casa en solitaria blancura. Una doble y correcta concepción del tiempo, representada alegóricamente en esas dos silentes figuras que se superponen la una sobre la otra: el tiempo subjetivo, el continuo devenir del ser, la duración real, junto al tiempo objetivo y dimensionable, el continuo espacio-temporal.
Entre este cuadro de 1993 y uno que no estaba en esa exposición y que aporto yo intencionadamente como cierre de esta primera sala de mi museo imaginario, y al que me referiré más adelante, titulado Las cinco, dedicado a Leopoldo Rodríguez Alcalde, y fechado en el pasado año de 2007, el pintor desarrolló una exposición que hacía honor, creo que deliberadamente, a la lentitud, actitud vital hoy en día verdaderamente rara, pero todo un tesoro de bondades, ternura, respeto, gracia… Si le pudiéramos dar un tempo musical a la trayectoria artística de José Luis Mazarío, yo le daría el de andante, assai lento, dolce ed espressivo. Una trayectoria dilatada en el tiempo desde que yo le conociera allá por el año 1985 a poco de abrir la Galería Siboney, encontrándose él a punto de iniciar el último año de carrera en Bilbao, ciudad en la que le visité en su pequeño estudio vivienda del Barrio de San Ignacio, en Deusto.
En aquella ocasión anoté de una manera casi definitiva los valores más significativos del entonces futuro artista: un magnífico aprendizaje, y ya conocimiento, del color y de la luz que lo genera, un gusto muy señalado por el paisaje, entonces historicista, como correspondía a sus grandes admiraciones, Lorena, Poussin, Böcklin, Friedrich y otros clásicos y románticos, para atemperarse posteriormente a través de los paisajistas ingleses del siglo XIX y finalmente consolidarse en una manera personalísima, con lejanos ecos de pintores italianos y franceses del principios del siglo XX, como señala Juan Manuel Bonet en el ensayo que precede al catálogo de esa exposición citada. De esta manera, pues, todo un bagaje maravilloso de aprendizaje que el artista ha ido visitando con la serenidad, pausa y alegre perspicacia que tiene un espíritu curioso, abierto, tranquilo y reposado como yo siempre he apreciado que es el suyo.
Este sentimiento por el paisaje tan profundamente arraigado en Mazarío le ha llevado a representarlo con insistencia como escenario en la mayor parte de su producción pictórica, sin que por ello hayamos de concebir a nuestro artista como un pintor eminentemente paisajista, como tampoco es, a su vez, un pleno pintor de interiores o retratista, por encima de cualquier otra clasificación de géneros. Mas sí llama la atención, y además nos seduce intensamente por esta vía, su “fuerte conciencia del paisaje en torno, de pertenencia al mismo”, que dice J.M. Bonet. Pero esta pertenencia, pienso yo, es sentimental y nunca descriptiva, pues no pertenece nada más que a su invención después de una previa interiorización. Decía Toulouse-Lautrec que sólo la figura existe y que el paisaje no debe ser más que lo accesorio, que el pintor paisajista puro no es más que un bruto y que el paisaje no debe servir sino para comprender mejor el carácter de la figura. Nosotros, si contemplamos pausada y analíticamente la obra de Mazarío a lo largo de los años, nos daremos cuenta de que participa plenamente de igual sentimiento que el pintor francés. Y añadía y sigo sosteniendo que tampoco es un retratista pleno ni un pintor definido de interiores, pues figuras humanas, objetos y otros elementos figurativos no son más que vehículos de sentimientos estéticos puros que se dejan impregnar intencionadamente del simbolismo que el artista oportunamente les dota. Es decir, pues, puras abstracciones sentimentales que unas veces, rozan racionalmente lo conceptual y otras, automática o maquinalmente, algunos mundos ensoñados y surreales, propios del subconsciente del pintor. En cualquier caso, nos encontramos ante un artista eminentemente romántico que dota a sus obras de una melancolía controlada, un poeta de imágenes sin palabras, cuyas figuras se expresan con serena delicadeza, cuyos paisajes se presentan con igual morbidez, cuyos interiores y objetos, vasijas, flores, frutas, nos hablan de dulces y nostálgicas soledades, y todo ello, en fin, del paso del tiempo interior, ese continuo devenir que a todos nos une y arrastra sin aparente fin.
Las últimas series de cuadros de la exposición Despacio, propias del año 2006, y las posteriores de los no representados en la misma, el año 2007 y el siguiente 2008, han ido adquiriendo un colorido encendido, fortísimo e irreal, casi ardoroso, que nos hace pensar en un nuevo fauvismo muy personal, pero que también me lleva a recordar los primeros cuadros de Mazarío que yo viera en aquella su primera exposición de 1985, en el Centro Cultural Madrazo, cuando practicaba aquel otro fauvismo más nervioso y también más superficial, de pequeñas bandas de color en agitadas diagonales e iridiscentes luminosidades. Al artista siempre le plugo sobremanera la libre y extrema utilización de una amplia gama cromática, hallando en ella todo el poder poético y simbólico que requiere para comunicarnos sus tan henchidos como sosegados sentimientos en contrapunto. Solamente por la poderosísima expresividad del color llevado a tal extremo son posibles también las libertades formales que se permite: esas bandas sinuosas del paisaje, tierra y cielo, campo, mar y nubes, esos celajes rojos y rosáceos de atardeceres tan posibles como irreales, esos contraluces vivísimos, potentes, esos árboles que susurran una brisa ardiente, esos rincones con mesas y sillas de colores rojos, rosas, verdes y azules de una intensidad tal que, junto a tanta sinuosidad y retorcimientos formales, nos llevan a recordar, cosa propia en un pintor de tamaña cultura y sensibilidad, el modelado de Hermen Anglada Camarasa, reforzado por el color de Maurice De Vlaeminck, o de Andrè Derain y los posteriores Matisse e Iturrino, y tantos otros que cita Juan Manuel Bonet en el catálogo de la exposición, lección de erudición y sensibilidad, a su vez, que no es mi deseo emular aquí, remitiendo al lector al referido texto del crítico madrileño. El artista, en fin, nos recuerda lo difícil que es saber si el mundo en el que vivimos es sueño o realidad. Difícil, pero no menos atractivo y tentador como es asimismo encontrarse, sin miedo y llenos de curiosidad, en tan encantador desdoblamiento.
Llegados a este punto, deseo insertar en esta primera sala de mi museo imaginario un cuadro muy especial de nuestro artista que admiré en su última exposición de la Galería Siboney en la pasada primavera y al que antes me referí: una pequeña pintura, de formato cuadrado, titulada Las cinco, y dedicada a su amigo Leopoldo Rodríguez Alcalde. El homenaje a la memoria del amigo muerto y qué mejor que la alusión, no al tiempo perdido, sino al tiempo siempre ganado, enriquecedor para el artista, de sus acostumbradas citas a las cinco de la tarde. Entre esa hora y las siete se detenía, y después se detuvo ya para siempre, el reloj de la amistad, del placer de la conversación siempre aguda, culta y sensible, entre uno y otro y a veces con más amigos comunes. Una carpa, alusiva al circo de la vida, tema tan querido, el del circo, por el artista en sus última series de cuadros, que le permite explayarse en colores de alegría, el intenso rojo y azul de la tela, bajo otro no menos intenso esmeralda del cielo, una torre cuadrada que muestra dos grandes relojes, uno en sombra, con todos los elementos que señalan el tiempo que entendemos como real, y en el lado iluminado de la torre que nos afronta, otro reloj, sin agujas y con el número cinco tres veces, entre esa hora y las siete, el tiempo sentimental, subjetivo, que decía al principio, paradas dos horas en la memoria, lapsus de recuerdo y homenaje. Y la figura, el amigo, mirando en lontananza, dándonos la espalda, marchando hacia esa luz sin ningún tiempo. Pienso en Ocho y medio, de Fellini. Pienso en la pintura metafísica. La alegría y el sarcasmo. La vida y la muerte. Y veo dos cuadros, dos paréntesis que enmarcan una exposición, Después, una sala de mi museo imaginario, la primera.

La feria de arte en tiempos de crisis
Reflexiones sobre el mercado del arte al hilo de la última edición de Artesantander


por MARTA MANTECÓN

En los últimos años se publican reiteradamente ensayos sobre prácticas de legitimación institucional, agotamiento de los fenómenos de bienalización y ferialización de la industria cultural, caos expositivo y mala gestión de las artes. Todos ellos dibujan un panorama bastante desolador del mercado artístico en el que, sin embargo, los distintos agentes seguimos aportando nuestro grano de arena (Umberto Eco ya habló en su momento de los apocalípticos como integrados). Está claro que la situación que vive el arte en nuestro país no es ningún “edén” y, pese a la permanente sensación de crisis -latente o efectiva-, la máquina sigue funcionando sin parar. Las ferias de arte actúan como un engranaje más dentro de este mecanismo, que aprieta y engrasa las tuercas para que todo marche como es debido; igual que los salones del mueble, del motor o del turismo, constituyen una estrategia mercantil con la que fomentar el consumo, propiciar el encuentro entre el potencial comprador y el objeto de deseo, y reafirmar el todo-va-bien que aleje cualquier sensación de desconfianza. El resultado es que unas se parecen a otras, dado que la mayoría procura adaptarse a los patrones marcados por referentes internacionales como Art Basel, la feria de las galerías por excelencia.
La obra de arte es un objeto de placer, de pensamiento, pero también de consumo y especulación. La finalidad de la feria es, consecuentemente, comercial y las leyes del mercado mandan, a pesar de su incuestionable dimensión cultural. Por esta razón, los diagnósticos destructivos que suelen rodear a este tipo de eventos, carecen muchas veces de sentido. En primer lugar, porque se tiende a confundir la feria con un espejo del arte contemporáneo, barómetro de tendencias o, en el peor de los casos, una suerte de “bolsa” de la cultura que dictamina cuáles son los mejores valores (y si bien es cierto que el valor de las cosas suele interpretarse en términos económicos, lo que más se vende no tiene por qué coincidir siempre con lo mejor). En segundo lugar, porque le pedimos a las ferias que cumplan la misma función que las bienales o las grandes exposiciones colectivas, cuando éste no es ni debe ser su cometido.
Los intereses son radicalmente distintos en función del papel que cada uno represente dentro de esta industria. La feria, en este sentido, constituye un espacio de intercambio que realiza una importante labor catalizadora. Los artistas, contentos de entrar en el mercado, trabajan como posesos para llevar una propuesta original que logre el favor de la crítica y el público y, de paso, les permita obtener una más que merecida remuneración. Ante la apatía generalizada de las instituciones culturales hacia ellos, las galerías se ven obligadas a realizar un papel cultural que no les corresponde y esperan ver recompensado su trabajo de promoción y divulgación, demandando iniciativas que permitan un contacto más estrecho con los coleccionistas que, durante unos días, se convierten en dueños y señores del cotarro. Estos a su vez secundan a los críticos y comisarios, que aprovechan la feria para contactar con galerías y artistas que les ayuden a generar proyectos con los que ser contratados por las instituciones culturales, cuyo cometido debiera ser promover políticas que acojan a los artistas que, de nuevo, precisan de las galerías. Se genera de este modo una espiral infinita en la que maniobrar en sentido contrario resulta difícil (y esta región es un excelente ejemplo de tal situación, dada la cantidad de proyectos alternativos desaparecidos o fracasados en los últimos años). En medio de todo este entramado, el ciudadano de a pie, curioso, se acerca a la feria cada nueva edición a ver qué se cuece en esto del arte contemporáneo, de modo que la visita se convierte en un espectáculo cultural más (siempre queda muy bien aproximarse a la “alta” cultura y, por un día, es mucho mejor que recorrer los hipermercados de las afueras). Y aquel que posee una “atmósfera de arte” -en palabras de Danto-, disfruta con más intensidad de la visita, descubriendo nuevos valores o acercándose a las últimas creaciones de aquellos artistas que le interesan; y, con suerte, nacerá algún nuevo coleccionista.
La última edición de Artesantander, la número diecisiete, se cerraba con la participación de 40 galerías elegidas por un comité externo y un considerable número de visitantes. Desde que Juan González de Riancho tomara sus riendas, comenzaba a vislumbrarse la etiqueta de contemporánea en una feria en la que “casi todo valía”. Buen conocedor del mercado del arte, decidió dotarla de un carácter más selectivo, mejorando la calidad de sus contenidos y la claridad en su exposición. Cumpliendo con su principal cometido de animar las transacciones comerciales, Artesantander ponía en marcha un ambicioso programa de coleccionistas que fomentara el contacto entre los distintos agentes; un foro de conferencias y mesas redondas que, con el tiempo, se ha ido orientando hacia el debate sobre el coleccionismo y el papel de las ferias, procurando estrechar aún más el cerco y, de paso, incrementar el perfil cultural del evento; y un programa de arte en el mobiliario urbano que, por quinto año consecutivo, sirviera de reclamo publicitario (resulta atractivo ver obra de artistas en medio de la ciudad, pero sería deseable que en futuras ediciones este programa incluyera, además de los soportes bidimensionales claramente delimitados que se han venido utilizando hasta ahora, nuevos espacios y manifestaciones creativas que reduzcan la distancia entre arte y viandante). Las polémicas de antaño entre “lo bueno-arriba” y “lo malo-abajo”, se saldaban con la puesta en marcha de Cotauno, una iniciativa en la que, el otrora “salon des refusés”, se transformaba en un espacio donde se brindaba a los artistas de Cantabria la oportunidad de inscribirse en nuevos circuitos de legitimación, dotando a la feria de un interés adicional. Doce galerías concurrían este año en el programa, siendo las responsables de seleccionar al artista que querían promocionar, por lo que habrá que imputarles a ellas la buena o mala elección -e incluso la repetición o no- de los nombres.
Con la crisis (o recesión) como telón de fondo, Artesantander mantenía su tamaño y transcurría sin grandes sorpresas, apostando por un arte homologado, donde los pequeños y medianos formatos dominaban, quizá para adaptarse a los tiempos de fragilidad económica; recurriendo a la jerga de los grandes desfiles de moda, digamos que el prêt-à-porter destacaba por encima de los grandes diseños. La nómina de creadores históricos se reducía considerablemente, si bien cabía reseñar a un buen número de artistas que presentaron obras de indudable interés (tanto arriba como abajo). Las galerías participantes, algunas muy jóvenes y otras ya consagradas en el panorama nacional e internacional, mostraban un patrón similar (las personas ajenas al medio apenas advertían diferencias entre los stands), optando por promocionar o dar a conocer a los creadores que ofrecían mejores garantías de compra y manteniéndose dentro de unos parámetros que facilitasen las transacciones, de ahí que las manifestaciones artísticas no objetuales o efímeras carecieran de espacio. Se apreciaba un claro predominio de la obra sobre papel -quizá lo más interesante de la presente edición- y la fotografía sobre el resto de disciplinas artísticas. En general, la visita resultaba amena y cómoda, con una oferta abundante y atractiva para todos los bolsillos, gustos e intereses.
A punto de cumplir su mayoría de edad, Artesantander ha ido perfilándose como una feria pequeña de la periferia ibérica, digna, cuidada y selectiva -que no es poco-, que a medida que avanzan las distintas ediciones se va convirtiendo en un referente en el norte de España y que, seguramente, irá generando cada vez más dinámicas culturales paralelas en la ciudad.
Corren tiempos difíciles, pero si no se apoya y valora el tremendo esfuerzo que conlleva la puesta en marcha de un evento de estas características y la crisis persiste (supongo que tal situación puede influir en una menor atracción de los coleccionistas, cuyo número debe ser de una magnitud suficiente como para sostener una feria que se apoya en buena medida en compras institucionales), siempre podrá recurrirse a la venta por catálogo o a una feria que, emulando a la bienal que Ivo Mesquita concibió para São Paulo, se inaugure sin artistas, sin obras y, por qué no, sin público que participe de esa otra faceta que las ferias de arte -pese a su carácter comercial- llevan consigo: la celebración de la cultura.

La creación en el fuego
Paseo por la vida y obra de Jean-Michel Basquiat


por LIDIA GIL
Aparte de la experiencia estética, de lo más puramente vivencial, lo que nos aporta la obra de arte es información sobre nosotros mismos, sobre el ser humano y el tiempo que le toca vivir. Esta información nos es dada por las únicas personas del amplio espectro social que no mienten, los artistas verdaderos, aquellos que lo son porque no podrían ser otra cosa y se enfrentan a la mágica transformación de materia con todo su ser. Esa verdad y no otra es la que se ha identificado desde antiguo con la belleza y sólo por esa razón sabemos que la belleza es a veces extraña, pero eterna e intemporal. Necesitamos que sea así, al menos ella, en un mundo tan falseado, cambiante y complejo.
Jean-Michel Basquiat, que nació en Brooklyn en 1960, sólo tuvo 28 años (en los últimos ocho creó la obra que nos ha dejado) para contarnos su verdad y, por alguna razón, después de dos décadas nos sigue convenciendo. Quizás sea porque parece que habló con el corazón y eso hace que sus obras contengan esa extraña belleza que llama poderosamente la atención. Satisfaga o no nuestros gustos, no nos deja indiferentes. Sus cuadros suscitan el deseo del desciframiento y poseen un magnetismo que provoca un encuentro inevitable que nos comunica directamente con el autor. Sus creaciones parecen fragmentos desordenados y caóticos de una suerte de diario personal despedazado por la tormenta. Cada fragmento forma parte de un diario hipertextual, un puzzle en el que se plasman sus sentimientos y opiniones sobre el mundo que le rodeaba.
Si bien es cierto que la coyuntura en que se encontraba el mundo del arte en los 80 neoyorkinos, en los que se genera un potente comercio, tantas veces frívolo y especulativo, ayudó a que una historia como la suya (de fulgurante ascenso a la fama partiendo de humildes orígenes) fuese posible. Cuando Annina Nosei se convierte en su marchante principal y René Ricard dedica al artista el famoso artículo “The Radiant Child” en la prestigiosa revista Art Forum, Jean-Michel Basquiat ya era un personaje lleno de energía y carisma que empezaba a destacar en la escena cultural de su ciudad. Había estudiado arte y estaba en contacto con artistas del momento, sobre todo del mundo del graffiti y la cultura urbana. Había expuesto en alguna muestra colectiva y vendía camisetas y postales pintadas por él mismo en la calle. Estaba fuertemente vinculado a la música –que estará presente también en su obra plástica–, sobre todo la de origen negro como el jazz y el blues. Llega a formar un grupo en el que toca el clarinete y el sintetizador. Había aparecido en un show televisivo por cable, había protagonizado una película sobre la escena artística del downtown y había conocido ya a Andy Warhol, relación importante en su vida, tanto a nivel de amistad como mediático. Cuando éste muere, un año antes que él, lamentará profundamente haberse enemistado tiempo atrás. Entrar en el establishment en torno a 1981 le va a permitir ponerse en contacto con grandes artistas y por fin, poder pintar con asiduidad, focalizando así su necesidad expresiva –presente en sus inicios grafiteros– y volcando sobre variados soportes su inconformismo con ciertos aspectos de la sociedad como el excesivo materialismo o la discriminación racial de la que él mismo era víctima al ser hijo de madre puertorriqueña y padre ahitiano. No en vano, el problema de la identidad (propio de la posmodernidad) es uno de los grandes temas presentes en el conjunto de su obra. El espíritu crítico, irónico y contundente que caracteriza al artista, se evidencia ya en el tag con que firmaba sus pinturas callejeras, SAMO, abreviatura de “la misma vieja mierda de siempre”. Otro de los símbolos habituales que identifican sus pinturas es la corona, con la que se asigna la dignidad e importancia de un rey, o el símbolo de copyright, el derecho de marca registrada, una irónica alusión a la propiedad intelectual en una sociedad de consumo. En sus vigorosas pinturas plasmará igualmente sus aficiones y sus angustias existenciales como su peculiar relación con la muerte. Todo su contexto personal y social se convierte en material de trabajo y le sirve para ir configurando una poética propia fuera de los convencionalismos o las corrientes artísticas del momento.
En cuanto al aspecto formal su arte está muy ligado a los parámetros del arte primitivo e infantil que empezaron a reivindicarse ya a principios de siglo. Parece que al haber empezado con la pintura inmediata sobre el muro, al modo de la escritura automática de Kerouac, al que admiraba, no tuvo que desaprender todo el arte de academia para ser auténtico y directo con el pincel. Utiliza diferentes técnicas y materiales (otra herencia de sus inicios que mantendrá), mezcla el dibujo esquemático con la figura de corte más expresionista, introduce diagramas, juegos de palabras, mensajes más o menos evidentes o crípticos. Todos estos elementos se organizan en el espacio pictórico de un modo aparentemente caótico pero formando una composición global con una armonía espontánea y particular muy intuitiva que funciona con solidez. Basquiat traslada a sus obras el paradigma complejo que atraviesa la civilización representando una realidad, a la vez propia y universal, con diferentes niveles de significación. Son cuadros-universo que giran en torno a la energía vital de un individuo en el que se conjugan con fuerza lo personal y lo social. La inserción de palabras, lejos de tener el sentido conceptual que desde los sesenta se le viene dando, tiene una lectura más directa de llamada a un tema concreto que es introducido casi a modo de collage, una alusión necesaria marcada por un sentimiento intenso, un desahogo, como un exorcismo. Basquiat escupe a la superficie pictórica lo que le quema dentro. Esta construcción del cuadro a base de retales de vida hace que sus obras trasciendan el neoexpresionismo y sean auténticos poemas visuales reflejo de la fragmentación posmoderna.
Tenemos que agradecer al buen hacer de la Fundación Marcelino Botín, de nuevo (como la memorable exposición de Paul Klee) en colaboración con la Fundación Memmo, el que nos permita disfrutar en Santander de un artista tan interesante en una exposición de este calibre, en la que la mayoría de las obras proceden de colecciones particulares. El precioso título, Ahuyentando fantasmas, nos dice ya mucho de lo que encontramos en este artista que sintetizó el racionalismo occidental con el animismo propio de sus orígenes afro-indoamericanos, con una potente espiritualidad de tipo animista. Consideraba que los fantasmas habitaban el cuadro, igual que la vida, y aquél no es si no una extensión de ésta. Jean-Michel Basquiat optó por una forma de vivir intensa y quiso o necesitó contarlo con el trazo y el color. Murió de sobredosis, de exceso, en esa juventud plena en que se quiere todo aquí y ahora. Cuando aún se pueden decidir pocas cosas decidió “que el verdadero camino de la creatividad es quemarse”, aunque la muerte sea el precio. La vida y la conciencia de la misma, suponen un azote que no todo el mundo asume de igual manera. Hay muchas maneras de vivirlo y tan sólo podemos elegir, o dejarnos elegir, por una. Está bien saber de las otras opciones a través de otras personas y sus obras.


CINE

El cine que nos viene
Tres propuestas cinematográficas para el próximo trimestre

por JAVIER COLLANTES

The princess of Nebraska

Al director cinematográfico Wayne Wang le corresponde en gran parte el mérito del crecimiento del cine independiente americano de los últimos años, con unas respuestas estéticas más bellas incluso que los propios argumentos de sus películas.
Ahora nos ofrece en este relato una nueva aventura, un drama sobre el conflicto emocional de una joven estudiante china en la Universidad de Nebraska, embarazada de cuatro meses como fruto de una historia fugaz en Pekin. Su decisión de abortar en San Francisco le abrirá multitud de posibilidades sobre el cambio de actitudes personales en los Estados Unidos. Una reflexión sobre una nueva generación de la actual China. Basado en un cuento corto de Li Ling, y después de su excelente película, Mil años de oración, Wang nos acerca un relato frío, poético, con un guión extraño en su ptresentación, sobre conflictos y decisiones personales.
Con unos intérpretes no profesionales, el film discurre entre los contrastes de una China tradicional y una China más capitalista, en una dualidad impuesta por el modelo económico relegando otros valores a un segundo plano.
Con todas estas cuestiones, la película rodada en vídeo, cámara en mano, sosteniendo los planos por más tiempo del estipulado en el cine actual, sin música en sus secuencias, con sonido ambiente, resulta arriesgado de cara al cine convencional actual.
Reconociendo su ritmo a veces demasiado lento, la película discurre por los derroteros de una clase de cine casi experimental en su presentación, con momentos contemplativos, llenos de maestria y a su vez hermosos en su puesta en escena.
Así, durante veinticuatro horas muestra el rostro de una mujer que viaja a San Francisco, en una nueva visión de otras generaciones de chinas, de una forma exquisita, sin juzgar. Una película desigual narrativamente, pero con destacables valores en su lenguaje cinematográfico. Eficaz: un salto al vacío de una clase cinematográfica extraña y cautivadora.

Garage

Como intimista, divertida y tragicómica, se presenta esta producción de la Irlanda profunda. La historia se desarrolla en un pueblo tranquilo cuyas relaciones entre sus habitantes son frías, incómodas, en un lugar donde una destartalada gasolinera es regentada por un hombre peculiar.
Con un tono de cine más modesto en su forma, supone toda una lección narrativa con una composición cercana al minimalismo por parte de Leonard Abrahamson. Sus valores radican en la intensidad dramática, en el humor, en su sencillez, en un relato emotivo cuyo contenido se introduce en el ánimo del espectador. Capitulo aparte merece destacar su puesta en escena, real como la vida misma, con unos actores de registros del saber interpretar, en una propuesta de regalo fílmico.
El relato nos descubre la vida de un solitario en una gasolinera, un ser introvertido pero feliz, con una vida tranquila que cambia con la llegada de un nuevo empleado. Casi con un tono hipnótico en sus imágenes y abordando los temas del cambio y sus consecuencias, su ritmo narrativo unido a su excelente guión, produce una buena sensación conmovedora, lo que se une a su carácter risueño en su carácter secuencial, magnifico por momentos. Con unos aspectos técnicos de filmación modesta, pero con un argumento eficaz, un notable sentido del plano limpio, una gran dirección en la mayoría de sus aspectos, el trazo visual consigue una composición casi perfecta entre historia, exposición y desenlace final. En resumen: una bocanada de cine libre de ataduras estilísticas.


Honeydripper

Desde la Alabama rural y tomando como inspiración el cuento titulado Mantener la hora, se dibuja un drama cómico que apela a los años 50 y al comienzo del rock’n roll, al ambiente de carretera, al paisaje del algodón: un poema visual.
Honeydripper es el nombre de un conjunto, un club social para los viejos bluesmen. La historia narra la vida de un pianista y dueño de un bar que espera salvar su local de la ruina contratando a un famoso guitarrista de blues; al llegar el día de la actuación, el músico no aparece y el dueño deberá buscar otra solución. Una historia de recuerdos, evocaciones, capaz de capturar en sus secuencias la grandeza de una época musical excepcional.
John Sayles un director de cine independiente por excelencia abre los ojos a otras realidades, sensaciones y oportunidades. Se trata de una película pequeña, agradable, con un buen equilibrio entre lo que nos cuenta –la lucha de sus personajes con sus aparentes destinos– y su cuidado de todos sus aspectos técnicos, utilizando con estilo la cámara, el plano y la banda sonora.

TEATRO

La encarnación de la memoria
La Zaranda y Peter Brook en la programación de la U.I.M.P.


por FRANCISCO VALCARCE
"El teatro es un lugar de encuentro entre la imitación y un poder de transformación llamado imaginación, que carece de poder si se queda en la mente. Tiene que impregnar el cuerpo. De repente, cobra sentido una palabra aparentemente abstracta: encarnación".
Peter Brook, Hilos de tiempo (Ediciones Siruela, 2000).

Lo escribió Marcos Ordóñez hace unos meses en El País: “A propósito de Peter Brook, hablábamos de espiritualidad, esa palabra que despierta tantas sonrisitas. Para Brook, la espiritualidad es el eje del teatro, lo que ha de ‘permitirnos atisbar los valores que hemos olvidado’. Brook tendría que conocer a los de La Zaranda. Se convertiría, instantáneamente, en su abuelo adoptivo y les pagaría tres rondas”. Una feliz coincidencia ha hecho que este pasado verano, en un período de doce días, La Zaranda y Peter Brook representaran sus espectáculos en el Teatro CASYC de Santander dentro del programa de actividades culturales de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. La presencia de la compañía jerezana no es una novedad, puesto que se trata de una asidua a la programación de la Universidad de Cantabria (Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo) en donde han representando la mayor parte de su producción: desde la inolvidable “Vinagre de Jerez” hasta su penúltimo trabajo “Homenaje a los malditos”. En cambio, la visita de Peter Brook, aún cuando el producto presentado pueda calificarse de menor en su trayectoria, es un hito en la historia cultural cántabra, pues el veterano creador no deja de ser un mito viviente del arte escénico contemporáneo. Es curioso que, en otras ocasiones, artistas de medio pelo disfrutan de una proyección mediática exagerada y, por el contrario, nombres de mucha mayor importancia y sobresaliente interés pasan poco menos que desapercibidos. Ocurrió con el Piccolo Teatro milanés de Giorgio Strehler y ha pasado con Peter Brook.
Treinta años de vida ha cumplido La Zaranda, Teatro Inestable de Andalucía la Baja, denominación completa de una compañía que, con el paso del tiempo, se ha consolidado como una de las expresiones más serias e interesantes del panorama escénico contemporáneo español. Su éxito, obviamente, no responde al azar, sino a un trabajo continuado y riguroso encaminado a profundizar en un lenguaje que, absorbiendo influencias de la mejor estirpe, se caracteriza por la construcción de una poética particular desde la que elaboran hermosos poemas dramáticos dirigidos a atravesar la piel de los espectadores para acomodarse en su estómago: un camino donde lo que prima sobre todo es la emoción sincera exenta de aditamentos y estereotipos. El propio nombre de la compañía supone una declaración de intenciones: zaranda es un cedazo, una criba que preserva lo esencial y desecha lo inservible. Y esta búsqueda de la esencialidad establece un vínculo con el último Brook.
Antes del estreno este otoño en Francia de la próxima producción y de embarcarse, bajo la dirección de Carlos Saura, en el rodaje de su primera película, La Zaranda representó en Santander su última creación, “Los que ríen los últimos”, en la que se aprecian todas las características de su discurso y su lenguaje. Veamos. No se cuenta una historia en el sentido tradicional, sus cimientos no específicamente ligados a la “fábula” convencional conducen a unas situaciones en las que parece que no pasa nada, pero el caso es que tienen mucho de memoria, por tanto, de historia. “Los que ríen los últimos”, como el resto de sus obras, es un drama salpicado de amarga ironía que ha abandonado todo eco costumbrista para abordar los problemas existenciales del hombre. Se trata de una alegoría que alcanza la categoría de universal mediante la exposición de la angustia que habita en el corazón del ser humano, víctima irremediable de un mundo que le es cada vez más ajeno. Los personajes que encarnan Paco Sánchez, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos son unos náufragos de la vida que se sustentan sobre todo en el recuerdo. Los protagonistas de La Zaranda son unos seres aterradoramente solos que aparentan estar despojados de historia, pero que, paradójicamente, descansan sobre la memoria. Esta es una de las claves de su trabajo: una creación en torno a la memoria. Siempre hay una vuelta cíclica al recuerdo y una conciencia de estar oscilando entre lo vivo y lo muerto. La vida y la muerte como complementarios y cada una generadora natural de la otra. Carmen Márquez, profesora de la Universidad de Las Palmas, escribió que se trata de: “una sucesión de imágenes y palabras, estampas que dibujan hechos y sentimientos, situaciones que se conectan por la permanencia de los personajes, el marco y un tema enormemente amplio: el tiempo paseándose con su rutina y sus recuerdos”. Esta recreación del paisaje de la memoria y esta presencia de la muerte, junto a ciertos tratamientos formales, es lo que ha servido para considerar a Tadeusz Kantor como uno de los principales referentes de La Zaranda.
“Los que ríen los últimos” muestra el peregrinaje de unos herederos de los cómicos de la legua, el viaje sin sentido de unos viejos payasos que aspiran encontrar el lugar donde recrearán su rancio número; quizás el gran número final. (Es inevitable aludir a Kantor cuando afirmaba que para él el arte escénico era “una barraca de feria, una carpa de circo, el verdadero teatro de la emoción”). Por otra parte, el espectáculo de La Zaranda está cargado de espiritualidad, es, como dice el crítico M. Ordóñez, “una obra sobre la búsqueda de la trascendencia, de lo sagrado”. (Y seguimos tendiendo lazos con el “teatro sagrado” que defiende Peter Brook).
El director Paco Sánchez -Paco de La Zaranda-, el dramaturgo Eusebio Calonge y los actores, aplicando unas buenas dosis de poesía, ironía amarga y humor negro, impregnan el montaje de un ritmo lento y reiterativo como el de la seguiriya o la soleá que emparienta con la letanía o la plegaria, construyendo una ceremonia teatral donde la música y el tratamiento plástico de la escena ejercen también un papel importante. Son los espectáculos de esta compañía auténticos poemas físicos y sonoros, pero que nada tienen que ver con lo que se entiende por teatro físico: no hay vistosas acciones corporales, ni acrobacias, ni danza. Y las imágenes y sonoridad tampoco participan de las características de lo audiovisual, ni del teatro de la imagen. En La Zaranda todo es más artesanal, algo que queda también patente en los objetos y atrezzo utilizados. Sobre el escenario hay una diversidad de enseres viejos, con lo que los personajes mantienen una particular relación. Son elementos desvencijados que pueden adoptar significados diferentes al suyo propio, transformándose en máquinas, cruces u objetos de uso cotidiano, a la vez que adquieren un alto sentido poético y metafórico. Y otra vez nos encontramos con la poderosa influencia de T. Kantor.
Para algunos especialistas (el prestigioso José Monleón entre ellos), junto al citado creador polaco y el espíritu del flamenco y del cante jondo (“el cante bueno no gusta, duele”, afirma Paco Sánchez), otro de los cimientos sobre los que descansa el teatro de La Zaranda es la obra de Samuel Beckett. Esos personajes perdidos en el espacio y el tiempo que simulan adoptar una postura de espera permanente y que desgranan, entre silencios significativos, unos textos elaborados a partir de frases hechas, de tópicos y de reiteraciones. Palabras que, a fuerza de ser repetidas, lo mismo pierden el sentido que adquieren otro o que se convierten en salmodias letánicas a modo de oración laica. Diálogos que se diluyen en soliloquios con el vacío. Réplicas que aparentan ir a ninguna parte. Una atmósfera próxima al absurdo. Y más silencios. Todo esto justifica la creencia de que la sombra de Beckett está detrás. Eusebio Calonge, autor de los textos, niega ese ascendiente y declara beber de otras fuentes, también observadas por diferentes estudiosos. En este sentido, Óscar Cornago, investigador del CSIC, define “Los que ríen los últimos” como un texto alegórico, que tiene un estructura similar a la de los autos sacramentales. Así lo explica: “Cuando existe un texto alegórico, aquí es clarísimo y eso lo aparta de Beckett radicalmente, se expresa un argumento para dar a entender un asunto... En esta sencilla estructura alegórica (sistema trabado de metáforas) se desarrolla ‘Los que ríen los últimos’. El camino de la salvación o el de la condenación. A cada elemento de la ‘historia’ de un payaso perdido entre basuras corresponde un sentido simbólico en el plano religioso, el hombre perdido en un mundo materialista. -Y esta religiosidad tan obvia también aparta a La Zaranda del teatro del absurdo radicalmente- La Zaranda se expone al retomar formas dramáticas hoy olvidadas a que el espectador se quede en el plano argumental o historial y que no sepa llegar al plano alegórico, el verdaderamente profundo o sacramental”.
Todo ello enlaza con las impregnaciones que ha asumido La Zaranda desde el punto de vista plástico, que van desde el arte barroco, cuyo origen se encuentra probablemente en la plasticidad barroca de muchas manifestaciones de la cultura andaluza (imaginería religiosa, incluida), hasta el feísmo del que participaba la escuela pictórica flamenca, pasando por el surrealismo plasmado en la dialéctica sueño/realidad, pasado/presente que caracteriza a los fracasados y perdedores que pueblan su obra.
En definitiva, el espectáculo “Los que ríen los últimos” hunde sus raíces, tanto en la más noble tradición dramática como en expresiones del arte escénico contemporáneo para, provocando un proceso emocional, invitar a -afirma Carmen Márquez- “una reflexión sobre la realidad, una realidad como punto de encuentro entre el futuro y un pasado siempre presente, traído por la memoria que es lo único que ayuda a comprendernos. Quizá por eso no da respuestas, sólo actúa en la conciencia del espectador”. Y, añado, en su sensibilidad, y lo hace a través de las palabras, las imágenes, los objetos y los sonidos.
De La Zaranda a Peter Brook, dos nombres que difícilmente alguien podría poner juntos. El crítico de El País se ha atrevido a ello, justificando su actitud (dejando a un lado “lo beckettiano”) en la espiritualidad que desprenden sus obras y la esencialidad que personaliza su trabajo. Peter Brook (Londres, 1925) es una de las figuras más importantes de la dirección de escena universal, una gloria viva del teatro responsable de una infinidad de puestas en escena para la ópera y el teatro. Algunas de ellas forman parte ya de la historia con mayúsculas del teatro del siglo XX: las shakespearianas “El rey Lear” (1962) y “El sueño de una noche de verano” (1970), cuando estaba al frente de la Royal Shakespeare Company; la mítica “Marat-Sade” de Peter Weiss (1964) o la impresionante “Mahabharata” (1985), adaptación de Jean-Claude Carrière del monumental poema épico hindú. Brook, instalado desde principios de los setenta en el parisino Théâtre des Bouffes du Nord al frente del Centre International de Creátions Théâtrales, ha explorado diferentes formas de expresión, se acercó al teatro de la crueldad y a manifestaciones escénicas no-verbales, realizó memorables montajes de obras de texto y se aproximó al teatro oriental. Además expuso sus ideas en imprescindibles ensayos como El espacio vacío, Más allá del espacio vacío y La puerta abierta, y ha dejado escritas sus impresiones vitales y profesionales en Hilos del tiempo.
En Santander se presentó “Fragments”, un espectáculo compuesto por cinco textos de Samuel Beckett: el poema “Neither” y las piezas “Rough for Theatre I” (“Fragmento de teatro I), “Rockaby” (“Nana”), “Come and go” (“Vaivén” o “Ir y venir”) y “Act without words II (“Acto sin palabras II”), publicadas en nuestro país en un volumen titulado genéricamente “Pavesas” (Tusquets Editores, 1987) que incluye monólogos, obras para radio y televisión y otras composiciones breves del autor irlandés.
“Fragments” es un trabajo alejado de las grandes creaciones de Brook y, por tanto, considerado como de menor relevancia en su amplia producción, pero que mantiene un gran interés al erigirse como excelente ejemplo de los intereses del gran maestro en los últimos años: el despojamiento de lo accesorio para comunicar lo esencial. Así lo explica M. Ordóñez: “En los últimos años Peter Brook se ha convertido en un funámbulo que camina por un alambre invisible, descartando, con un leve aleteo de manos, todo lo que no sea esa línea clara, esencial”. Y el propio director dice: “Al principio lo planificaba todo, hasta el menor detalle. Ahora lo que busco es crear un cierto clima de trabajo basado en el placer de la búsqueda. Un ensayo es una prueba. Probamos. Al día siguiente nos decimos: eso estaba bien para ayer, hoy vamos a buscar en otra dirección. Poco a poco, el juego se decanta. Y lo que no nos sirve queda atrás”.
Samuel Beckett ha sufrido la etiqueta de ser un escritor pesimista y oscuro. Y, si bien no puede negarse su nihilismo, fruto de sus principios existencialistas y de una reflexión profunda en torno a la condición humana, lo cierto es que la producción del autor de “Esperando a Godot” va mucho más allá que el tópico construido alrededor de la desesperanza. Basta rascar un poco en la superficie de sus obras y no quedarse en lo obvio, para descubrir un tremendo arsenal de humor trágico e ironía descarnada que le alejan de aquellos conceptos tan extendidos. El propio Brook, que disfrutó de la amistad de Beckett, dice: “Con el paso del tiempo, vemos cuán falsas eran las etiquetas sobre Beckett: desesperanzador, negativo, pesimista. Su humor le salva y nos salva de la caída... Es absurdo considerar a Beckett con las etiquetas de la negatividad o la desesperación. Beckett, simplemente, nos observa. Nos mira desde dentro y desde fuera. Desde arriba y desde abajo. Y lo hace activamente, compartiendo nuestra incertidumbre”.
Queda patente todo esto en “Fragments”, en donde se resume el drama de la existencia en una suerte de modelo cómico que resulta intemporal y que culmina con “Act without words II (“Acto sin palabras II”), mostrando la contraposición entre el pesimismo exacerbado/absurdo de un individuo con el optimismo desmesurado/absurdo de otro. Sobre el espacio vacío de la escena, los excelentes actores Jos Houben, Marcello Magni y Kathryn Hunter componen unos personajes sin nombre, o casi (A, B, M, Flo, Vi, Ru son las denominaciones que tienen en los textos), pues no lo necesitan para establecer la simbología precisa de unas almas perdidas. Entre una extrema depuración del lenguaje y unos silencios cargados de significado -¡esos silencios bekckettianos!-, los intérpretes hubieran necesitado una proximidad mayor con el público (así fue concebido el montaje), lo que convirtió el Teatro CASYC en un lugar inadecuado para su representación. De aquella manera, los espectadores se habrían comprometido de manera más directa con el discurso desplegado por el poeta, ensayista, novelista y dramaturgo irlandés más influyente del siglo XX, de la mano de uno de los maestros de la escena vivos más importantes.

Sonata de Bergman
Acerca del montaje de José Carlos Plaza
que pronto llegará a Santander


por ALBERTO IGLESIAS
En su libro de memorias titulado La linterna mágica el director de cine y teatro sueco Ingmar Bergman reflexiona sobre el acto creativo en el escenario. Cito: “En la alta tensión emocional del momento nos ponemos de acuerdo en que, en realidad, se puede hacer teatro sin amor, pero que entonces no vive ni respira. Sin amor es imposible. Sin un tú, no hay yo. Es cierto que hemos visto teatro extraordinario creado en un odio orgiástico, pero el odio es también contacto y el odio es tan lúcido como el amor”.
Hay que ser muy valiente para entrar en la piel de los personajes que Bergman crea o recrea. Son pura tormenta enmascarada. Son sangre retenida esperando el torrente vital al que lanzarse. Son pura acción, puro miedo, puro coraje. Lo cierto es que para observar la extravagante normalidad de nuestros tiempos ya tenemos las ventanas o los televisores. El teatro es un espacio para la asunción de riesgos, en el que los espejos, lejos de decirnos como en el cuento aquel que somos la más hermosa, nos invitan a mirarnos hacia dentro y observar con crudeza la fealdad y la pesadumbre de la existencia. Eric Bentley escribe: “El teatro, como se sabe, procura ocuparse no sólo de antagonismos, sino también de culminaciones, no solamente de una colisión sino de la colisión final y decisiva. Es natural, entonces, que tienda asimismo hacia ideas que son propias de las situaciones extremas, de las cosas ‘primeras y últimas’, de ‘las cuestiones de vida y muerte’. Busca, como ya lo dijo Strindberg, los demonios en los cuales se libran las grandes batallas”.
¿Y qué mejor laboratorio de análisis que la familia? La familia es una unidad compuesta de individuos que tratan de conjugar el yo con el nosotros como buenamente pueden. Es fuente continua de conflictos que empiezan a florecer desde el instante en que la familia se conforma y crecen con la salvaje naturalidad con la que crecen los individuos. Un buen material para el teatro, sin duda. Son muchos los dramaturgos que lo han visto así y así lo han dejado escrito en cientos de obras de teatro. Bergman no oculta nada y escarba en su conciencia y, por ende, en la de los espectadores en cada escena, en cada acción, en cada palabra. Y las palabras de Bergman resuenan con la fuerza de un sabio. Escuchamos a Pascal, a Schopenhauer, a Nietzsche y los escuchamos teñidos de una humanidad y una verdad que asusta y acongoja. Como en tiempos de Esquilo y Sófocles, resuena la tragedia de la vida en este teatro de hojas muertas por un otoño insalvable.
Me permito trasladar aquí unas palabras de José Carlos Plaza, director para el teatro de Sonata de otoño, de Bergman, que actualmente se representa en Madrid y que en breve viajará a Santander. “¿Cuándo nace el amor que devora y se reprime, al que no damos salida, el que no es correspondido, el que se transforma en un odio que ni siquiera podemos reconocer? ¿Cuándo empiezan las heridas? Pero indudablemente somos el producto de esas heridas; al mismo tiempo vivimos creando las que herirán a los demás. A los que más queremos, que llevarán de por vida cicatrices de nuestros afectos”. Plaza es un habitual de los escenarios españoles. Es un director en continuo movimiento que lo mismo se desplaza a Extremadura para dirigir un Fuenteovejuna con una compañía independiente, que se hace cargo de un gran fasto en el Palacio de Congresos de la capital. Es de agradecer, la verdad. La primera vez que tomé conciencia real de quién era, (Premio Nacional de Teatro de 1967, 1970 y 1987), fue a raíz de su montaje de La inevitable ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht, con un Fernando Sansegundo brillante y una enérgica Nuria Gallardo, actriz con la que ha trabajado en repetidas ocasiones y que asume el rol de la hija llena de demonios infantiles en esta Sonata de Otoño.
Junto a Nuria Gallardo, pelea en esta lucha, en este encuentro físico entre dos almas separadas, la actriz Marisa Paredes, que se sube de nuevo al escenario tras interpretar a Gertrudis en el Hamlet que Pascual montó hace un par de años y en el que tuve la suerte de actuar. Completan el reparto otro clásico de Plaza –participó también en su anterior montaje: Fedra-, el actor cántabro Chema Muñoz y la joven Pilar Gil. Cuatro cuerpos, cuatro voces, para darle forma a la tragedia. Para abrirnos la puerta al mundo de los fantasmas de Bergman. Un mundo personal, único, desbordado por experiencias íntimas que fueron dejando marcas en su alma de artista y que él no dudó en compartir tanto a través de sus películas como de sus obras de teatro.
En España la faceta de Bergman como director de teatro es prácticamente desconocida para el público. Poco hemos podido ver dirigido por él. Y sin embargo alternó el cine y el teatro durante toda su vida. Gran admirador de su compatriota August Strindberg y quizás su heredero artístico, dirigió cerca de cincuenta obras de grandes autores como Shakespeare, Moliere, Ibsen, Albee, Büchner, Gombrowicz y, como no, de su cómplice Strindberg, que decía (1888) que “el teatro ha sido siempre una escuela para la juventud, para las personas medianamente cultas y para las mujeres, es decir, para aquellos que todavía conservan la capacidad primitiva de engañarse a sí mismos y de dejarse engañar, o, en otras palabras, de aceptar la ilusión o sugestión que les presenta el autor”.
Ilusión, sugestión, ambas tareas del autor que precisan de un trabajo comprometido, delicado y rotundo a la vez, por parte de directores y actores y, en fin, por todos aquellos que conforman el equipo que pone en escena una obra de teatro. Ha pasado mucho tiempo desde que escribiera estas palabras y el espectador ya no es el mismo, por no hablar de la sociedad o del mundo. Todo cambia, pero parece que el teatro se mantiene fuerte en sus objetivos fundamentales y, afortunadamente, siguen existiendo algunas personas, un público, que acude a las salas de teatro a vivir una ilusión, a dejarse sugestionar por los artesanos del oficio teatral.
Termino esta breve reflexión sobre Bergman, sobre el otoño y sobre el teatro con un pequeño párrafo de La linterna mágica, que igual que sirvió para abrir el artículo servirá para darle punto y final. Piensen en él cuando acudan a ver esta función. Piensen en él cuando acudan al teatro, sea lo que sea lo que van a ver. Piensen en él si su curiosidad les arrastra a querer conocer algo más en profundidad el oficio del actor. O no piensen en él en absoluto y simplemente compartan con Bergman un retazo de su vida en el arte.
“Hace muchos años vi a un amigo en un rincón, vestido y maquillado para salir a escena. Se había mordido el labio inferior, le caía sangre en una fina hebra por la barbilla, le salía baba por la comisura de los labios. Sacudía la cabeza murmurando: ‘No salgo, no salgo’. Y salió.”

DANZA

El Festival de Lucía
Revisión de los espectáculos de danza del Festival Internacional,
con una protagonista absoluta: Lucía lacarra


por MARÍA LUISA MARTÍN HORGA

El Festival Internacional de Santander constituye siempre una gran esperanza para los aficionados a la danza de Cantabria, ya que suele ser en este marco donde disfrutan de la única oportunidad de ver a las grandes compañías de ballet internacionales y, por ello, las obras del repertorio que exigen ser interpretadas por entidades con gran número de bailarines, conocedores de la tradición, y familiarizados con ese tipo de trabajo. Los grandes ballets no pueden ser puestos en escena por grupos de pequeño o mediano formato, y tampoco resultan muy atractivos cuando son ejecutados por compañías de segunda fila. Así, a diferencia de lo que ocurre con el flamenco, la danza española o la contemporánea, el ballet -con mayúsculas- rara vez puede verse en otro mes que no sea agosto; y eso si hay suerte. No voy a incidir, por no cansarles, en el tema de que en España, hoy por hoy, no hay ninguna compañía capaz de poner en escena ni un triste Cascanueces sin recortes. En consecuencia con lo dicho, si no hay suerte, hay que esperar que pase otro año y rogar para que esté de gira, y nos toque, alguna de las compañías que pueden ofrecer La Bella Durmiente, La Bayadera, Raymonda, o tal vez alguna obra neoclásica de Neumeier, de Cranko, de MacMillan...
A veces las expectativas se ven sobradamente cumplidas: por el Festival han pasado, por ejemplo, el Ballet del Gran Teatro Bolshoi de Moscú, el Ballet de Boston, o el Ballet del siglo XX, del recientemente desaparecido Maurice Béjart. Santander ha recibido durante décadas estrellas de la danza de primer nivel. La Plaza Porticada acogió la histórica actuación de dos artistas míticos como Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev junto al Royal Ballet de Londres en 1968 y, años más tarde, en 1980, una de la que pude ser emocionada y joven testigo, la de Vladimir Vasiliev junto a su esposa Ekaterina Maximova.
La 57 edición del Festival Internacional de Santander deja un sabor agridulce; de un lado tenemos la presencia de una bailarina excepcional, Lucía Lacarra, y de una bailaora de la talla de María Pagés; del otro, una programación escueta y basada en las dos figuras mencionadas.
Este año el ciclo de danza se abrió con Duke Ellington Ballet, del coreógrafo francés Roland Petit, interpretado por el Asami Maki Ballet Tokyo y con Lucía Lacarra y Luigi Bonino como artistas invitados. La compañía japonesa ya había visitado el Festival dos años atrás con Pink Floyd Ballet, del mismo coreógrafo y también con Lacarra como bailarina principal. Ambas obras siguen la misma fórmula, muestran el gusto del coreógrafo por la innovación, su apuesta por la inclusión de músicas diferentes en el ballet, jazz o rock, su tendencia a combinar distintas formas de danza en sus obras -con múltiples referencias al musical y a la línea de coro-, y la importancia que el coreógrafo otorga al ballet como espectáculo. Sin duda, Petit es uno de los grandes de la danza del siglo XX: independiente e inconformista, con sólo veinte años abandonó la Ópera de París para emprender el camino de libertad creativa que tan excelentes resultados ha producido para la danza. Unido durante años al Ballet de Marsella, el coreógrafo, nacido en 1924, sigue en la actualidad activo aunque al margen de la citada compañía. Su “Carmen”, estrenada en 1949, sigue siendo un referente plenamente actual y, probablemente, la mejor versión y más genuina que en ballet se haya hecho, hasta la fecha, del personaje de Mérimée.
Pero, con todo, el mayor interés de estas representaciones fue la presencia de la estrella internacional, Lucía Lacarra, actualmente en el Ballet de la Ópera de Munich. Lacarra, que inició su carrera con el Ballet de Víctor Ullate, ha trabajado también con el Ballet de Marsella y el Ballet de San Francisco. Su presencia, con una brillantísima interpretación junto a Cyrill Pierre del Adagio del II Acto de El Lago de los Cisnes, ya nos impresionó hace algunos años en el Palacio de Festivales, adelantándonos los éxitos que estaban por llegar para esta excelente bailarina. Por cierto, recuerdo que un reconocido crítico de un importante medio nacional crucificó a la intérprete por “violentar lo sagrado” en esta interpretación; a su entender Odette había entrado en el escenario por el lado equivocado... Ese era todo el problema y el motivo para despreciar todo el arte que vino después. Hay que tener en cuenta la fragilidad con que se ha trasmitido la “sagrada tradición” -que suele variar notablemente de compañía a compañía- en los Ballets de la época en que no había sistemas de notación, o eran imprecisos, ni medios para registrar las coreografías en soportes técnicos. Según Valerie A. Briginshaw, Directora de Danza del Instituto de Estudios Avanzados de West Sussex, existen más de setenta versiones coreográficas distintas de El Lago de los Cisnes. Casi todas estas versiones están basadas en la coreografía de Petipa e Ivanov de 1895. Incluso, en un análisis realizado de dos interpretaciones de una misma compañía, Royal Ballet, grabadas en diferentes años y basadas ambas en la primera producción completa que hizo Sergeyev para el Vic-Wells Ballet en 1934 -a su vez sobre notaciones de Stepanov de la versión original de 1895- se encuentran notables diferencias interpretativas, de tempo, y coreográficas.
Para más pitorreo en el caso concreto que nos ocupa, en su origen este Paso a Dos era cosa de tres... ¡Odette y su amado tenían carabina! Al parecer la Legnani no confiaba en su partenaire, ya entrado en años, como portor fiable y temía por su integridad física, por lo que Benno se unía a Siegfried y Odette en el amoroso ¿dúo? Sin comentarios.
El tiempo, el público, la crítica y los coreógrafos han reconocido el trabajo de Lucía Lacarra que cuenta con premios tan importantes como el Nijinsky en Monte Carlo en diciembre de 2002, el Benois en Moscú en abril de 2003, y el Premio Nacional de Danza en España en diciembre de 2005. Es una bailarina ideal según los cánones estéticos actuales y una absoluta belleza en el escenario, perfecta en líneas y extensiones, con un eje impecable y un giro soberbio. Su técnica magistral, su plasticidad ilimitada, y su capacidad interpretativa están en un momento de gran explendor. Además, su presencia en escena es un lujo por la elegancia, sensibilidad y expresividad que imprime a cada interpretación.
La segunda compañía de danza programada en el Festival fue la de María Pagés con Sevilla, un homenaje a la capital andaluza que pasea por imágenes, símbolos y tópicos de esa tierra -Carmen, Semana Santa, Maestranza, Feria- en versión flamenca. En este caso, aunque se asistió a un buen espectáculo, hay que hacer notar la posibilidad de ver a la bailaora y a su grupo con mayor facilidad que a otras de las compañías que hemos mencionado.
Este Festival, en lo que a danza respecta, ha sido el de Lucía Lacarra. Con la compañía japonesa convence, pero nos queda la esperanza de que en otra ocasión haya más suerte y podamos verla con su actual compañía en un gran ballet y no en unos cuantos números montados para su lucimiento, que agradan pero dejan con ganas de más.

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